El retrato pintado por John Singer Sargent en 1884 revolucionó París
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Tengo que admitir que mis padres se esmeraban en el festejo de mis cumpleaños, y aún en la monotonía de los 70 y 80, en lo que de entretenimiento infantil se trata, se las ingeniaban para hace cosas originales. Contábamos, eso sí, con un escenario ideal provisto por el estudio de filmación de mi padre sobre la calle Mendoza, en Belgrano. Un espacio inmenso (al menos a mis ojos infantiles) con paredes curvas donde debían encontrarse en un ángulo con el piso, muy como se ven las pistas actuales de skate. Generalmente pintado de blanco, un blanco tan brillante que cuando uno caminaba hacia la pared no sabía exactamente cuando estaba por toparse con ella, justamente por esta curva en el piso, mientras otras veces los obstáculos eran restos de algún decorado, desde una falsa cocina hasta una selva que combinaba palmeras y variedades de plantas artificiales con otras pintadas en el fondo, pero de apariencia tan real que uno podía temer perderse allí.
En ese cumpleaños en especial, el estudio estaba pintado en blanco y había además unas letras corpóreas grandísimas que deletreaban la marca de un afamado edulcorante, junto a los números 1 y 10, que dispararon el deleite de mis amigas, que se sentaban por turnos sobre la H gigante mientras nos sacaban fotos.
Sumado a eso, un rato antes se había celebrado un exigente concurso de maquillaje frente a los espejos con mil luces que una suponía tenían las supermodelos y afamadas actrices en sus camarines. Mi madre había comprado labiales, sombras, rubores y otras chucherías en una perfumería de barrio y todas teníamos para elegir entre una amplia gama de colores. A mis once años yo ya lo hacía bien. Seleccionaba los colores con cuidado, no exageraba en el rubor y colocaba la sombra exactamente donde hay que hacerlo, sin que todo se viera como un ojo en compota. Elegí para la ocasión, eso sí, un labial carmín tan pero tan fuerte que solo una niña jugando a ser una mujer se atrevería. Demandó tiempo y paciencia materna en salir, untando innumerables bolitas de algodón con crema para que yo me pasara por los labios hasta que recuperasen el color habitual.
La reacción del público el día que se levantó el lienzo que cubría el retrato de Madame X, pintado por John Singer Sargent, en el salón de París en 1884, puede resumirse en una palabra: escándalo. Madame X, cuyo nombre era en realidad Virginie Amélie Avegno Gautreau, era la esposa de un banquero francés y el artista, obnubilado por su belleza, se había obsesionado con retratarla. En su primera versión de la obra, y la que presentó ante el público ese día, Sargent había dejado que una de las finas tiras que sostienen el entalladísimo vestido negro de satén de seda, cayera seductoramente por debajo del hombro. La crítica puso el grito en el cielo y fue lapidaria, madame Gautreau y su madre, por otro lado, fueron un mar de lágrimas (tanto que Sargent tuvo que modificar la pintura y puso la tira en su lugar).
Sorprende el escándalo por un hombro al descubierto y el silencio frente a una Venus naciente de Botticelli que apenas cubre sus pechos con descuido con una de sus manos y con la otra lleva un mechón de pelo largo y dorado para hacer lo propio con su pubis, casi 400 años antes. ¿Por qué habrá sido? Tal vez la de Botticelli no era una mujer real con nombre y apellido que caminaba las calles de París.
Pero más allá del escándalo, estaba el desafío de retratar el particular tono de piel, motivo de orgullo para la propia Virginie, que dedicaba tiempo a maquillarse. Usaba un polvo lavanda que le aportaba palidez mientras que colocaba lápiz labial rojo, no solamente en sus labios si no en las puntas de sus orejas, a la vez que delineaba sus cejas con un lápiz caoba.
Para lograr esa palidez inquietante de la piel de madame Gautreau, Sargent eligió una particular combinación de colores. Mezcló un blanco plomo y un pigmento rojo de nombre Rose madder (que no deberá confundirse con el nombre que eligió Stephen King para una de sus novelas de horror). Este último color, obtenido de una planta cultivada desde la antigüedad en Asia Central y Egipto, se usó para teñir, entre otras cosas, lienzos que se encontraron en la tumba del mismísimo faraón Tutankamón. Después, Sargent sumó viridiano (un verde esmeralda intenso) y bermellón. El toque final fue una pizca de un negro hueso que originalmente se hacía pulverizando restos de esqueletos incinerados.
El diario Times comentó sobre la “coloración azulada” de Madame X y la tildó de “atroz”, mientras que el artista Ralph Curtis dijo que “parecía estar descomponiéndose” como un cadáver. Así, en el resultado final la piel de Madame X se debate entre el deseo que despertaba y la descomposición que evocaba.
Con los años fui adquiriendo aún más destrezas a la hora de maquillarme. Sé escapar de los pigmentos que hacen que mi piel se vea grisácea como así también de esos labiales amarronados que envejecen; conozco la forma de darle profundidad a la mirada (aún detrás de gruesos anteojos) y sé cómo resaltar pómulos de un rosado durazno saludable y todo bajo la contradictoria premisa de “verse natural”. Lo hago en pocos minutos, casi jugando, casi como lo hacía en mi cumpleaños y en aquel bendito concurso.