Los largos tiempos de exposición en los albores de los retratos fotográficos hacían que los protagonistas tuviesen que mantenerse completamente inmóviles
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De no ser por algunas en las que posa conmigo, o lo que es una diminuta versión de mi misma, mi abuela materna no aparece sonriendo en las fotos. Lo sé porque acabo de recuperar (digamos) una tonelada de fotos de la casa de mi madre, después de su mudanza. Son pilas y pilas de imágenes agrupadas sin ningún criterio. Están mezcladas por época, mi madre recién nacida o mi padre de pantalones cortos paseando con mi abuelo, llevando un globo en la mano. Intercaladas fotos en blanco y negro con otras en color y hasta algunas en sepia. También las hay de tamaños diversos: enormes en papel fotográfico brillante, otras mate con esquinas redondeadas, pequeñas con marco blanco y unas diminutas con bordes recortados y ondulantes, en las que habría que usar una lupa para identificar a los retratados. Son fotos con las que crecí.
Decido sin culpa descartar las imágenes de paisajes mientras me indigno con esa manía que tuvimos de fotografiar campos, ciudades, montañas, desiertos y monumentos. Por supuesto que el valor de la fotografía no pasa por su semejanza con el objeto real, pero tampoco veo el motivo para guardar una foto cuadrada de un rincón invernal de La Cumbrecita en los años setenta. En otra instantánea me encuentro sonriendo en ese mismo lugar con un sweater a rayas marrón y blanco tejido por alguna abuela y un clásico pantalón de corderoy también marrón oscuro. Debe haber sido ese invierno en el que me caí en una acequia que me arrastró unos metros hasta que mi padre me rescató. No tengo recuerdo del evento, pero mi amor por el agua siguió intacto, evidencia de que no hubo trauma alguno.
En versión sepia y montada sobre un díptico de cartón con una suerte de papel manteca traslúcido que la protege, está la foto del casamiento de mis abuelos. Mi abuela mira a cámara con cara más seria que nunca, posando junto a mi abuelo y frente a un paisaje pintado, una de sus manos sobre una silla. Con la otra, creo intuir, sostiene fuerte su ramito de flores.
En una columna titulada “Ahora lo sabés”, de la revista TIME, allá por 2016, alguien pregunta por qué la gente se ve tan seria en las fotos antiguas. Se refieren a las clásicas fotografías de fines del siglo XIX. En otra publicación se cita la pregunta de un niño pequeño preocupado por si las personas en las fotos de los años 50 eran realmente en blanco y negro. Yo creo tener recuerdos de infancia en la que todo se ve con los colores lavados de una imagen Polaroid. No puedo criticarlo.
Volviendo a la sonrisa en las fotos de los comienzos de la fotografía (o a su ausencia), parece haber dos grandes conclusiones acerca de los motivos: una versión técnica y otra que tiene que ver con las costumbres de la época. Donde sí hay coincidencia es que le llevó a la fotografía casi cien años desde su invención hasta la década de 1930 para que los retratados estiraran sus comisuras, miraran a cámara y regalaran algo parecido a una sonrisa.
En cuanto a los aspectos técnicos, todo parece adjudicársele a los largos tiempos de exposición en los albores de los retratos fotográficos, que hacían que los protagonistas tuviesen que mantenerse completamente inmóviles, casi de la forma en que lo hacemos nosotros ahora con una radiografía. Mantener una sonrisa congelada era complicado. Si uno se fija con cuidado, en muchas fotografías los niños y los bebés suelen aparecer fuera de foco o movidos: seguramente haya sido imposible mantenerlos quietos. Con la llegada de la Brownie, un modelo de cámara lanzada por Eastman Kodak en 1900, todo empezó a cambiar. Ya no se trataría de retratos a pedido a fotógrafos profesionales como símbolo de estatus, sino de instantáneas disparadas por fotógrafos amateurs que podían acceder a cámaras de costo. Sin embargo, la sonrisa tardaría en llegar.
La otra teoría lo explica por la herencia que recibió la fotografía de la pintura durante las eras victorianas y eduardianas, en las que se consideraba a la sonrisa como algo inapropiado para un retrato. A la hora de posar, era el mismo fotógrafo el que sugería las expresiones serias tan familiares en las imágenes del siglo XIX, llevándonos a pensar que se trataba de generaciones solemnes, tristes, que no reían. Basta con mirar un retrato de Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo. Lo mismo con personajes como Abraham Lincoln, Mark Twain o la mismísima reina Victoria para el caso, aun cuando existen innumerables anécdotas de lo divertidos y risueños que eran esos tres. Tal es el hallazgo de una sonrisa que un grupo de coleccionistas amateurs recopiló en un sitio al que titularon atinadamente “El victoriano sonriente”, The Smiling Victorian decenas de fotos antiguas con gente, efectivamente, sonriendo.
Entre mis favoritas de las fotos rescatadas de la mudanza encuentro una en blanco y negro de mis padres. Mi madre, con el pelo recogido en lo alto y una cara digna de una actriz de Hollywood, está sentada sobre la falda de mi padre, en lo que parece ser el asiento trasero de un auto pequeño. Van camino a una fiesta, él de traje oscuro y ella envuelta en tapado de piel. Mi madre sonríe de oreja a oreja y mi padre, tres cuartos de lo mismo. En esa foto hay un pedazo de mi historia. Y de mi sonrisa.