En la nueva organización familiar, la importancia de mantener espacios fuera de la agenda escolar
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Tanto adultos como chicos nos dividimos en dos grupos: los que están contentos de que empiecen las clases y los que preferirían que ese día no llegue.
Erigimos argumentos pro y contra de todo tipo y color.
Los adultos proclases hablan de que el comienzo les permite organizarse mejor, que la casa se ordena, que los chicos se acuestan más temprano y a la mañana se van y ellos pueden hacer las tareas del hogar y trabajar sin interrupciones. Que no hay tanta lucha para que los chicos no usen tanto las pantallas, que los hermanos se pelean menos entre ellos, que quieren que sus hijos se encuentren con compañeros y amigos –una parte tan importante de la escolarización–, que hagan ejercicio, que aprendan cosas nuevas.
¿Y los chicos? A fines de febrero ya empiezan a aburrirse del dolce far niente, tienen ganas de ver a sus amigos, de usar los lápices, hojas, carpetas cuadernos y libros nuevos que ya tienen en la mochila, de conocer a sus docentes y enterarse del grupo que les tocó este año, hasta de pasar tiempo lejos de casa y de papá y mamá.
Los adultos detractores, en cambio, no quieren madrugar, ni correr, o quieren seguir pasando tiempo con sus hijos sin mirar el reloj. Les cuesta empezar los largos meses de días pautados y sincronizados, de estar encima de los chicos para que hagan la tarea, se bañen, coman, se acuesten temprano. Saben que todos van a estar cansados y seguramente de peor humor y más irritables al dormir menos horas y al estar siempre esclavizados por el reloj y por lo que “hay que” hacer.
Los chicos, a su vez, no quieren horarios, reglas, tareas; quieren seguir disfrutando esos largos días de verano en los que hay que desplegar el ingenio para no aburrirse.
En las familias aparecen estas ideas contradictorias que parecen imposibles de integrar, ¡pero no lo son! Son dos caras de la misma moneda, a todos nos pasan las dos cosas, y solemos cegarnos defendiendo una de las posturas.
¿Por qué lo hacemos? Porque hacer el balance de pros y contras nos resulta más doloroso… y trabajoso. Y lo mismo nos ocurre cuando tenemos que acompañar a nuestros hijos en esa integración de pros y contras, en la aceptación del hecho irremediable, en este caso, de que empiecen las clases pero aplica a mil y un temas de la vida de grandes y chicos. En que algo tiene que terminar para que otra cosa empiece y no siempre es todo entusiasmo y alegría ni todo tristeza y dolor.
Para pensar: si viviéramos de vacaciones no las aprovecharíamos ni disfrutaríamos, no las reconoceríamos como tales, ni tendríamos apuro por hacer tal o cual programa. El ocio tiene sentido cuando es un descanso del negocio, y lo pierde si vivimos sin tener nada que hacer. Del mismo modo si todo fuera trabajo no conoceríamos el descanso ni podríamos anhelarlo.
Lo que se va, lo que viene
En una escala más chiquita es lo mismo que ocurre con nuestra vida, a la que le da sentido nuestra conciencia de que es un tiempo acotado que tenemos que aprovechar, si la vida fuera eterna no la disfrutaríamos ni aprovecharíamos tanto, todo podría quedar para otro día, y nos ganaría la monotonía.
Como las estaciones del año, distintas y disfrutables en sus diferencias, aprendamos –y enseñemos, o acompañemos a nuestros hijos– a tomar lo bueno de cada etapa, sin tapar, sin negar el lado no tan brillante, haciendo –todos– el duelo por lo que se termina. Que empiecen las clases es maravilloso y también duele, que terminen las vacaciones duele y es maravilloso…
Antes de poder acompañar a nuestros hijos en este proceso de integración tenemos que hacerlo nosotros, solo así lograremos no taparles la boca con nuestros argumentos: “Pero si ya estás aburrido”; " si tenés ganas de ver a tus amigos”, o por el contrario “¿no te da fiaca madrugar?”. Permitamos que expresen lo que les pasa y hagamos juntos el duelo de la etapa que termina; es la única forma de lograr pasarla bien en la que comienza.
Nos va a servir a todos –grandes y chicos– preservar algún ritual de nuestras vacaciones durante el año: una noche por semana de jugar a las cartas, una salida a caminar a la tardecita, cocinar juntos… esos rituales semanales nos ayudan a preservar el espíritu juguetón y de “tiempo no apurado” (como decía María Elena Walsh) que tan bien nos hace a todos.
Se convierte en el ratito de vacaciones dentro de las largas semanas de trabajo y estudio que nos va a permitir no desesperarnos por llegar al verano ni acumular tantos deseos y proyectos postergados para las vacaciones como seguramente hicimos en años anteriores y que difícilmente hayamos podido realizar.
Maritchu Seitún es psicóloga especializada en crianza.