Con techos cónicos de piedra caliza, ventanas minúsculas y una única puerta en sus plantas circulares, las viviendas tradicionales de Alberobello se parecen más a la morada de algún personaje de El Señor de los Anillos que a una casa de vacaciones
- 5 minutos de lectura'
No hay una maciza puerta de madera como la de algún cuento medieval, ni una llave para abrir un enorme cerrojo de entrada. El amplio terreno del otro lado y los muros de piedra que lo rodean lo ameritarían. Pero no. De hecho hay un sistema eléctrico que accionamos con un código que nos llega al teléfono: el portón se corre automáticamente para darnos paso por el camino de piedras hasta la casa, nuestro propio trullo pugliese.
Los trulli, así es su plural en italiano, son construcciones rurales clásicas de la Puglia, este pedazo de tierra en el que Italia se convierte en el taco perfecto de una bota, y han estado allí desde tiempos remotos. Con techos en cono cubiertos de losas de piedra caliza, muros circulares de mampostería de piedra en seco y con apenas una puerta de entrada y alguna minúscula ventana, se asemejan más a la morada de un personaje de El Señor de los Anillos que a una casa de vacaciones.
Van salpicando el paisaje del que maneja por los intrincados caminos rurales del Valle de Itria. Cuando los vemos por primera vez los señalamos con entusiasmo, y así cada vez que aparece uno; o sea, todo el tiempo. Martina Franca, Fasano, Locorotondo, Ostuni: los vemos por todos lados. Pero en Alberobello, un pueblo de unos diez mil habitantes, los hay de a cientos y juntos, los verdaderos Trulli de Alberobello, patrimonio de la humanidad según Unesco desde 1996.
Los expertos que han estudiado los restos arqueológicos hallados en la zona creen que este tipo de construcción era usada por trabajadores rurales como habitaciones y almacenes transitorios en los que podían guardar las herramientas para la labranza y también descansar. Los estratos calcáreos de la zona brindaron un terreno rocoso con un fácil acceso a los materiales y los trulli se construían rápidamente. Si bien en los originales montaban la estructura cónica directamente sobre el terreno, los que sobreviven y aquellos refaccionados en sus versiones más actuales cuentan con muros de piedras apiladas y son realizados solo por expertos en esta antigua tradición y bajo estricta inspección de las autoridades locales. Es un arte respetado y solo puede quedar en manos avezadas.
Pintados en cal blanca sobre las tejas grises del techo hay antiguos símbolos cristianos como cruces o corazones atravesados por flechas representando a Santa María Addolorata (“Nuestra Señora de los Dolores”), pero también símbolos astrológicos como lunas crecientes y estrellas. Cada trullo cuenta además con una piedra o pináculo en la cima de su techo, símbolo de identidad, cual estrella en un árbol de Navidad.
Se dice que ante la inminente llegada de una inspección por parte del Reino de Nápoles, con la intención de cobrar impuestos, quitando una única piedra, un trullo podía desmoronarse y convertirse en un lamentable montón de rocas apiladas.
Siendo la menor de una camada de primos y a falta de hermanos, heredé algún que otro objeto de esas ramificaciones de la familia. En principio, fue un piano vertical que me prestaron durante algún tiempo para dar mis primeros pasos. Ya habíamos probado con la guitarra sin demasiado éxito. Y después vino, a modo de préstamo también, aunque creo que nunca volvió, una carpa de campamento que una tarde armamos con mi padre en el jardín con el objetivo de que yo pasara allí la noche con unas amigas.
En el fondo del jardín desplegamos los distintos elementos. Él levantaba un palo metálico y lo miraba con aparente conocimiento (seguramente fingido) y luego de varias vueltas decía: el parante, mientras constataba con el folleto explicativo. Siguieron las cuerdas principales, los vientos laterales y unos ganchos metálicos que a mis ojos se veían como arquitos de crocket. Antes de la caída del sol la carpa estaba armada con bolsas de dormir, almohadas, linternas y algunos libros infantiles. Pasaríamos la noche ahí, en el jardín, a oscuras y a unos pocos metros de la casa que permanecería con la puerta de la cocina abierta por si teníamos miedo en algún momento de la estadía.
Durante las primeras horas nos iluminamos con linternas en ese pequeño espacio con techo a dos aguas que formaba la carpa. Recuerdo que intentamos dormir, pero estábamos demasiado juntas y demasiado cerca de las paredes (tal vez indicios tempranos de mi claustrofobia). Durante la noche se desató una terrible tormenta y rápidamente abandonamos nuestra “casita en el jardín” y corrimos empapadas hasta la seguridad de una cama seca y mullida. A la mañana siguiente la carpa estaba desmoronada y parecía simplemente un montículo de telas y palos abandonados a su suerte, casi como los restos de un trullo ante la inminente visita de un emisario del rey napolitano.
La habitación en nuestro trullo es amplia, y aunque me preocupa que solo tenga como vía de escape la puerta de entrada, logro dormir profundamente y con facilidad. ¿Habrá una piedra que al ser removida desmorone toda la estructura? ¿Cuál será? El techo abovedado encima de nuestra cama se ve seguro. La tormenta afuera apenas se escucha, los muros de piedra son gruesos y amortiguan el sonido. No habrá necesidad de correr en mitad de la noche como en ese campamento improvisado en el jardín de mi infancia. Ya no tengo miedo.