Un zorzal comiendo frutillas en un campo inglés, el disparador de un diseño icónico
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“La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores”. Así empieza La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf, y cada vez que voy a comprar flores para llevar a casa esa primera oración resuena en mi cabeza con todas las diferencias y años de distancia que nos separan. Junto con las flores compro un regalo que adeudo, pero que tiene un envoltorio que desmerece el contenido y decido hacerle un paquete como Dios manda. La señora Dalloway estaría encantada.
Abro uno de los cajones de la vieja cómoda de mi padre que aún conservo y que se ha vuelto ese lugar al que va todo lo que no tiene un sitio determinado, y rescato los blocks de papel de envolver que compro cada vez que puedo en las tiendas de regalos de los museos. Tengo uno con motivos japoneses, otros de artistas art déco y mi favorito, uno con diseños de William Morris, arquitecto, diseñador, poeta y activista británico y uno de los principales representantes del movimiento Arts and Crafts (artes y manualidades). Paso las hojas de papel impreso, algunas satinadas y otras en tintas mate, que son tan perfectas que por lo general me apena usarlas y me dan ganas de enmarcarlas.
En 1871 Morris conoció Kelmscott Manor, la casa rural en Oxfordshire donde pasaría largas estadías con su familia hasta su muerte en 1896, fascinado por la naturaleza que rodeaba el lugar, en la que hallaba gran parte de la inspiración para sus obras.
El jardín con un diseño al estilo medieval contaba con un huerto de frutales, un campo de croquet y una serie de parcelas separadas por cercas naturales, hechas por artesanos locales con ramas de árboles. Morris no compartía el gusto victoriano por las plantas exóticas y grandiosas y prefirió arbustos sencillos y más tradicionales como acantos, jazmines, madreselvas o rosas silvestres.
Cierta mañana, atrapó a unos zorzales traviesos robando frutillas de la huerta y decidió inmortalizarlos en uno de sus diseños más memorables, al que tituló razonablemente Strawberry thief, o el ladrón de frutillas. En el patrón gráfico, los zorzales con sus picos abiertos están listos para cantar (o mejor aún, robarse una fruta apetitosa), posados sobre una intrincada red de hojas, tallos y flores.
Originalmente Morris había pensado el diseño para ser usado en cortinas o bien para entelar alguna pared. Si bien era uno de sus algodones más caros, rápidamente se convirtió en un favorito de los clientes de Morris & Co. La impresión del textil se hizo con tinturas naturales (una de las tantas obsesiones de Morris) a través de un complejo proceso de teñido en tina de índigo. En este antiguo método artesanal, usado durante siglos en Asia y que Morris llegó a manejar a la perfección, la tela se tiñe primero de azul y luego se blanquean secciones particulares de acuerdo al diseño. Sobre el blanco se imprimirá el rojo y se repetirá el proceso con el amarillo para obtener por superposición los verdes, morados y anaranjados.
El regalo es especial y considero que merece, entre todos los diseños, justamente al ladrón de frutillas. Mido el tamaño del contenido y corto para luego doblar los bordes como veo en un tutorial que imito con poco talento. De chica solía quedarme hipnotizada con las vendedoras que dominaban el arte de envolver regalos hasta el momento final en el que rizaban con el filo de la tijera la cinta del moño. Este paquete en particular no llevará moño enrulado pero sí una cinta de tela al tono que acompaña el diseño. Adiós ladrón de frutillas… Paso de Clarissa Dalloway al egoísmo del Ebenezer Scrooge de Dickens y hago inventario de las hojas de papel que todavía quedan en el block.
Uno puede planificar un viaje hasta los más ínfimos detalles, sin embargo, la meteorología puede tener otros planes. Aquel año llegamos a Londres junto con la tormenta Eunice que había decidido azotar a todo el Reino Unido y parte de Europa. Lluvias y vientos huracanados sacuden los faroles sobre la calle Kensington Court, que se tuercen como juncos, y uno se pregunta de qué material están hechos. Durante un viaje una no quiere quedarse encerrada, observando las calles londinenses desde la comodidad de una casa, no importa cuán bonita sea. Y decide tomar riesgos y salir. La enredadera de hiedra que cuelga de los balcones de una casa vecina se levanta como una inmensa alfombra verde con cada ráfaga de viento: va y viene, de la amenaza de salir volando a regresar a su sitio. Llueve mucho y es imposible abrir un paraguas sin convertirlo todo en una escena de Mary Poppins. Lo que iba a ser una caminata de unos 20 minutos hasta el Museo de Arte Decorativo Victoria & Albert termina siendo un viaje a bordo de uno de los clásicos buses rojos de Londres. Después de recorrer las muestras y antes de pasar por la tienda, una taza de té en el salón que se le comisionó al mismísimo William Morris y que fue el comienzo de una larga relación entre el artista y el museo, que trascendió su muerte y perpetuó su obra hasta hoy.
Elijo un block de papel de regalo con sus diseños para tener tranquilizador stock y dos repasadores con el diseño del ladrón de frutillas. “No tengas nada en tu casa que no sepas que es útil o creas que es bello”, es una de sus citas más conocidas. Obedezco. Cuando puedo.