La escritura manuscrita contribuye a la capacidad de síntesis y la ejercitación de la memoria, entre otros beneficios
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Tengo una carta escrita en un papel fino (casi transparente, como el de calcar) con fecha del 5 de octubre de 1970, apenas cinco días antes de mi nacimiento. Ms. Winifred Brightman, la mujer que cincuenta años antes había fundado el colegio al que fue mi madre, y luego yo, manda tres hojas manuscritas desde su departamento a unas cuadras de los jardines de Kensington, en Londres, donde vive su retiro.
Mi madre, una de sus exalumnas queridas y después maestra en su colegio debe haberle escrito anteriormente contándole las novedades de su embarazo. Esta carta trae las felicitaciones del caso.
“Querida Mary (era común que aplique el anglicismo a los nombres de sus alumnas y María Elena, mi madre, pasó a ser simplemente Mary), qué inmensa alegría me da recibir tus buenas noticias. ¡Qué suertudo será ese bebé de tener una madre tan buena, como seguramente también lo es su padre!”.
A primera vista, confundo su letra con la de mi madre; son casi idénticas y por momentos creo reconocer algo de la mía también. Después me encuentro con las particularidades y puedo diferenciarlas bien.
Si alguien dispusiese sobre una mesa un centenar de papeles manuscritos y me pidiese que identificase aquellos escritos por mis padres, mis amigas y mi marido, podría hacerlo sin ningún problema. Podría ir separando, por ejemplo, uno en que mi madre firma Elena con esa “E” cursiva mayúscula con panzas bien redondas y una línea hacia arriba que coloca bajo su nombre como para afirmar que se trata de ella (algo que yo también heredé junto a sus “n” y la forma en que cruzamos nuestras “t” con un pequeño guion apaisado en el mismo ángulo).
La de mi padre: una particular combinación de imprenta mayúscula que se encargó de convertir en cursiva, ya que cada letra va unida de alguna forma a la siguiente. Y después las de mis amigas. Esas también las reconocería entre un millón en un archivo que llevo en la memoria e incluye de notitas pasadas de banco a banco a cartas y postales de viajes, anotaciones casuales detrás de alguna foto, tarjetas navideñas que llegan puntualmente año a año y largos apuntes que usé alguna vez para estudiar. Hasta recuerdo la letra de una amiga a la que no he vuelto a ver, pero que escribía como si lo hiciese sobre una regla y todas las bases de las letras, aun las que debían ser redondeadas como la “d”, la “b” y la “o”, terminan en una estricta línea recta.
Cuando se los cuento, mis compañeros de radio no creen posible que pueda identificar manuscritos pasados tantos años. A mis amigas, por su lado, les parece lo más natural del mundo, casi como reconocer a una persona solo viendo sus manos o sus ojos aislados del resto del cuerpo. Todavía me sorprende que hoy, con el paso de los años y la pérdida de esta práctica, hay gente a la que conozco íntimamente sin saber cómo es su letra.
En 2023, un artículo de The New York Times daba por muerta a la escritura a mano, o al menos se preguntaba en su investigación qué era lo que la estaba matando. En un mundo de tipeadores y texteadores seriales, la conclusión obvia es la tecnología. En 2021, una encuesta de CBS News, el canal de noticias, encontró que el 37 por ciento de los adultos estadounidenses no había escrito ni enviado una carta personal en más de cinco años, y otro 15 por ciento nunca había escrito ni enviado una carta personal… ¡Jamás en toda su vida! Entre los que apenas garabatean una lista de supermercado o anotan un pensamiento aleatorio en un papel para no olvidarlo, la letra manuscrita parecía haberse vuelto más desordenada y menos legible. Para muchos casi un incordio.
En mis recuerdos de la vida escolar se empezaba escribiendo en lápiz negro, para poder borrar y corregir cada vez que algo no cumpliese con unas estrictas reglas de caligrafía. Solo cuando se alcanzaban los estándares, se iban rescatando las palabras una a una del infantil lápiz negro para concederles el privilegio de pasar a tinta (azul y lavable, eso sí). Una suerte de pequeño ritual de paso a la adultez.
Mi letra, defectuosa para los estándares del momento, requirió de largas horas frente a un cuaderno de caligrafía con pequeños renglones, copiando hasta el cansancio mayúsculas y minúsculas. Al final del camino, una letra que no solo cumplió con todos los firuletes de las complejas “H”, “E” y “T” mayúsculas, sino que además resultó ser suelta, legible y personal.
Algunos sostienen que cualquier reverencia por la caligrafía cuidada que aún persista, especialmente la cursiva, puede tener más que ver con la nostalgia que con la practicidad. Personalmente, sigo encontrándole el gusto a escribir a mano.
Donde sin embargo hay cierto consenso es acerca de aspectos beneficiosos de la escritura a mano alzada: la extraordinaria conexión entre la corporalidad y la mente en esa presión que hacemos sobre la hoja y el recorrido único del camino que marca cada letra, la forma en que contribuye a la capacidad de síntesis y la ejercitación de la memoria.
El filósofo Carlos Javier González Serrano reflexiona al respecto y se atreve a decir que escribir a mano “se ha convertido en un acto de sana rebelión y lúcida disidencia”. Parapetada con mi Lamy de tintas de colores, que elijo según mi humor, tomo notas a mano sobre los dorsos de hojas impresas con la intención de no desperdiciar papel.
“Has estado casada por 10 años, ¿verdad? Pero eras muy jovencita cuando te casaste y ahora tu felicidad será completa”, le escribe Ms. Brightman a mi madre. Me pregunto si alguna vez esas líneas habrían llegado a mí de haber sido enviadas en un correo electrónico.
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