Cecilia pisaba los 40 cuando decidió adoptar dos hermanos de 5 y 11 años; miedos, desafíos y alegrías de una maternidad “sin primeros pasos”
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Son las ocho de la mañana del sábado. Podría seguir durmiendo, pero me convoca una calma que prefiero aprovechar, porque puede romperse en cualquier momento. Concretamente, cuando se despierten mis hijos. Por eso, bajo sigilosamente la escalera. Esquivo una pelota, una espada de goma eva, unos crayones. Todas cosas que deberían estar en otro lugar pero que forman parte del desorden diario, desparramadas en el piso de porcelanato. Preparo un mate que me cebo de pie frente a la ventana, intentando no quebrar el silencio que en breve va a ser invadido por reclamos, canciones y peleas.
Apuesto a que el chiquito hoy me va a pedir huevos revueltos para desayunar, y ella un té con tres cucharitas de azúcar que finalmente quedará en la mesa casi intacto. Pienso en esos hábitos que parecen de toda una vida y que, sin embargo, estamos construyendo desde hace pocos meses. Desde que dije que sí a la posibilidad de adoptar dos hermanos de 11 y 5 años. Me pregunto, además, y como casi todos los días: ¿por qué, rondando los cuarenta, sin pareja, con una cotidianeidad relajada, cierta libertad para planificar mis días y el living impecable, elegí esta nueva realidad, llena de obligaciones, de miedos, de culpas?
En octubre de 2018 participé del primer Encuentro Informativo Obligatorio (EIO) del Registro Único de Aspirantes a Guarda Adoptiva (RUAGA) en CABA. El 31 de enero de 2022 mi legajo tenía un número en la Justicia. No son los tiempos formales para la inscripción de quienes se postulan como adoptantes: en mi caso dos de esos años transcurridos se fueron en preguntas, lecturas y terapia. Al completar el ciclo de tres encuentros que forman parte de los requisitos para ingresar al registro, arranqué otro recorrido: el íntimo. Ese que no es obligatorio, pero sí muy necesario. La información que me llevé de esas charlas fue fundamental en mi decisión. Lo básico: ningún organismo estaba ahí buscándome hijos, saciando mi necesidad de ser madre. Tenía que entender a la adopción como un proceso en el que se trabaja para restituir derechos vulnerados de 2200 niños, niñas y adolescentes que esperan encontrar una familia en la Argentina.
Adoptar siempre había sido mi plan A. Tal vez un poco romantizado. Incluso, sin pecar de solemne, ese plan era un posicionamiento casi ideológico sobre la posibilidad de pensar el concepto de familia como algo más dinámico y diverso de lo que cargamos en nuestro imaginario.
En acción
Con esa información, que se nutría de estadísticas, historias de vida y cuestiones legales, comencé a preguntarme si todo aquello que aprendía o confirmaba era compatible con mi deseo y mi disponibilidad. Me acerqué por redes sociales a padres y madres que ya habían iniciado los trámites, otros que estaban vinculando con sus hijos y algunos que ya llevaban mucho tiempo siendo familia adoptiva (hoy papás y mamás que coordinan grupos de apoyo en @militamosadopcion). Ese contacto hizo todo más tangible: adoptar era posible. Estadísticamente probable. Si emprendía el camino, si comprendía y aceptaba sus particularidades, seguramente me convertiría en la madre de un niño o una niña. Aún no sabía que serían dos.
Retomé los trámites. Participé nuevamente de los tres encuentros, completé formularios y esperé las entrevistas individuales. En menos de diez meses mi legajo estaba activo. Consignaba allí mi disponibilidad adoptiva, que era de un niño o niña de 0 a 6 años; sabía que casi no hay bebés en adopción y que la mayoría de las familias se inscriben para chicos pequeños. Esos datos volvían mi proyecto un poco más lejano. Por eso me lo tomé con mucha calma.
Un día llegó, finalmente, el mail en el que me preguntaban si me interesaba conocer el caso de dos hermanitos. Ella de 11 años, muy musical y conversadora. Él de 5, más deportivo y fanático de salir a pasear. Dije que sí. Ya había abandonado la fantasía del arrullo a upa y las primeras palabras o pasos. Veía en el futuro juegos, escolaridad, charlas, películas y otro tipo de primeras veces. Esa expectativa sobre mi rol como madre tomaba una forma más concreta.
Se sucedieron entrevistas en las que me soltaban nuevos datos sobre ellos y, ponían a prueba mi deseo y las posibilidades reales de asumir ese compromiso. Mientras tanto, yo tanteaba mi red, clave en todos los proyectos familiares pero vital en los monoparentales: ¿con quién contar una noche de guardia de hospital o en un día atareado de trabajo? Cada entrevista terminaba con la posibilidad de decir que “no, lo pensé mejor, y no” o “sí, sigamos adelante, quiero saber más”. Yo insistí con el sí. Con todo el temor, la alegría y la ansiedad. A menos de un año de la inscripción formal en el registro, y un día después de Navidad, llegó el llamado del juzgado. Era yo. Iba a ser la mamá de estos hermanitos que deseaban fervientemente una familia. En ese mismo llamado supe sus nombres. Nombres que yo jamás hubiera elegido pero que hoy me encantan y desprendo entre mimos o retos como si fueran los únicos nombres posibles del universo.
Un lunes de marzo me citaron y me dijeron: “Los conocés mañana”. Ellos no sabían nada de mí, se enterarían por la tarde: todavía me cuesta dimensionar la revolución que habrán atravesado.
Hace poco, la actriz Inés Estévez se refirió a su maternidad por adopción como un contrato inclaudicable, sin vuelta atrás, mucho más allá del amor, que hay que firmar con toda seguridad. Así fui a esa cita, el día que comenzó el último otoño: con tanta felicidad como miedo frente a algo desconocido e irreversible.
Me encontré con dos entusiastas. Llenos de preguntas y ganas de jugar. Hay algo muy impactante en notar cómo dos niños (o uno, o seis, no importa) pueden o necesitan configurar la idea de familia frente a alguien que acaban de conocer. Que el primer día me dijeran “vos vas a ser nuestra mamá” me allanaba el camino pero también me partía un poco el corazón y me preparaba para lo que venía: ¿cuánto necesitan esto?, ¿qué marcas de su pasado comenzarán a emerger? Tanto les fallaron algunos adultos que me toca no decepcionarlos, ¿podré?
Los primeros encuentros fueron una luna de miel en la que a los tres nos gustaba todo. Más cerca de la convivencia aparecieron los roces, difíciles, y al mismo tiempo síntomas de que el recorrido iba bien. En poder plantear las diferencias, los desagrados y los miedos hay una muestra de confianza única. El gran tema es aprender de golpe a poner límites, a contener desbordes. Hay toda una serie de códigos a construir en las familias por adopción: una frase graciosa para mí puede ser hiriente para ellos, por ejemplo. Algo de ese desafío de armar un lenguaje que nos represente, en el que podamos reconocernos, me interpela y me sostiene.
De pie, frente a la ventana, a punto de cebar el último mate, me parece escuchar el primer “mamá” de la jornada. No encontré respuestas concretas a por qué elegir esta vida, pero me refugio en todo eso que nos queda por construir, en los hábitos que vamos forjando, en las pequeñas nuevas tradiciones. Mis hijos también me adoptaron y mientras me resigno a los juguetes tirados en el living, ellos se acostumbran a que yo no responda, a que estire este silencio de sábado a la mañana hasta el próximo “mamá”.
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