Hijos de un médico y un ama de casa, los empresarios gastronómicos cuentan cómo llegaron a estar al frente de algunos de los restaurantes más icónicos de Buenos Aires
- 7 minutos de lectura'
Tomás, Alejo y Martín son “los hermanos Waisman”. Los dueños de Sottovoce, Fervor y El Burladero –tres de los restaurantes más clásicos de Recoleta– aseguran que su éxito se sostiene en platos tradicionales y simples, sumados a un servicio que contenta a una clientela exigente.
Con un ojo avezado para ver qué falta en la escena gastronómica porteña, este trío de empresarios nacidos en Banfield es también propietario de La Taberna, en Lomas de Zamora; Il Quotidiano, que cuenta con cinco locales; y es socio de la cadena de sándwiches Milanga & Co. “Los proyectos los llevamos adelante juntos, y después cada uno se ocupa de cosas más puntuales”, explica Tomás, quien está a cargo del área de vinos y salón, mientras que Alejo se ocupa de la cocina y Martín de la parte administrativa.
El primero de estos tres hijos de un médico cirujano y un ama de casa en poner un pie en el mundo culinario fue Alejo. Luego lo siguieron sus hermanos, cada uno a su tiempo. “Estudié gastronomía y cuando terminé empecé a trabajar en Catalinas, con Rodrigo Ramírez Pardo. Él me consiguió varias pasantías en España, y Miguel Brascó, en Francia. Cuando volví a Buenos Aires me llamaron de Cipriani, que estaba por abrir en la calle Posadas. Ahí me sumergí en la cocina italiana”, cuenta Alejo.
Después de un par de años como jefe de pastelería y pastas dio el primero de muchos pasos más: abrió La Taberna, su propio restaurante. En esa etapa del camino, se sumó Tomás. “Yo estaba en el salón, me encargaba de las compras, recibía a los proveedores, pagaba los sueldos y hacía toda la parte contable. También ayudaba con la mise en place y hacía los helados”, recuerda el sommelier.
Como las mesas estaban siempre llenas, los dos hermanos empezaron a barajar la idea de dar un salto y abrir su segundo emprendimiento en el barrio de Recoleta. Intuyeron que el cierre de Cipriani había dejado un nicho vacío y se pusieron a buscar local. Ni bien entraron a la esquina de Avenida del Libertador y Ayacucho, donde antes funcionaba el bar de estilo francés y hoy está Sottovoce, no dudaron: “Sentimos una vibra muy fuerte y nos dijimos: ‘es acá’”.
En ese tramo se unió el tercer hermano, Martín, que hasta el momento trabajaba en el área de marketing en empresas de consumo. “Él trajo una mentalidad más empresarial que nosotros no teníamos. Armó una oficina y desarrolló la parte de sistemas”, explica el cocinero.
Algunos de los destacados de sus menús son las berenjenas a la parmesana, los rótolos, los malfatti, el hígado a la veneciana, los sesos a la siciliana, las gambas al ajillo, la tortilla, o la parrillada de mar.
Aunque dicen que no tienen vocación de tener un perfil muy público ni trabajan para las guías, fueron distinguidos por Michelin y muchas celebridades pasaron por sus restaurantes. Karl Lagerfeld pedía en Fervor que le llevaran la comida a su cuarto del hotel Alvear y Matt Groening –creador de Los Simpson– dejó un Homero dibujado en el reverso de la cuenta que hoy luce enmarcado en una de las columnas de Sottovoce.
–¿Qué recuerdos gastronómicos tienen de chicos?
Alejo: –La comida era muy importante en nuestra casa. Nos gustaba ir a restaurantes y nuestra abuela preparaba muchos platos judíos, pero también recetas que sacaba del libro de Doña Petrona.
Martín: –Había un lugar icónico en Buenos Aires que se llamaba Swissair. Quedaba en un primer piso, en Santa fe, entre Suipacha y Esmeralda. Estaba todo alfombrado y ni bien te sentabas te daban una servilleta caliente para limpiarte las manos. Los chefs eran suizos y servían los platos típicos. Íbamos solo en eventos especiales porque era un lugar caro.
Tomás: –Vivimos cuatro años en Israel cuando éramos chicos y tenemos muchos recuerdos de la comida callejera que probamos ahí: hummus, falafel, shawarma, shakshuka, bagels o los postres con pistacho y almíbar que vendían en la ciudad vieja de Jerusalén. Los aromas y los sabores de esas especias son algo que nunca se te va.
–¿Nunca pensaron en tener un restaurante de comida de Medio Oriente?
Tomás: –Lo estamos armando, pero todavía no podemos contar mucho.
–¿Con Sottovoce les fue bien desde el principio?
Alejo: –Sí, fue explosivo. Incorporamos mucho personal de Cipriani: cocineros, mozos, y a Charly, que era el gerente. Los clientes los reconocían y rápidamente se corrió la voz de que la misma gente había abierto un nuevo restaurante.
–¿Por qué decidieron abrir una parrilla?
Tomás: –Fervor, que fue otro éxito, se nos ocurrió porque no había una parrilla en la que además de carne se hicieran pescados a las brasas. Tenemos una persona en Mar del Plata que trabaja para nosotros y nos consigue el pescado fresco del día: recolecta la mercadería de los barcos de banquina que vuelven al puerto a las tres o cuatro de la tarde y la sube a un expreso que llega a Buenos Aires a las 12 de noche. Los limpiamos –porque vienen enteros–, y al otro día están en nuestros locales.
–¿Con El Burladero encontraron otro nicho?
Tomás: –Faltaba un lugar que recuperara la esencia de la comida española, que preparara sus platos de manera tradicional y no “argentinizada”. Nosotros a la paella la hacemos con arroz bomba, azafrán, reducciones de pescado y la cocinamos en una paellera chata. También usamos muchos productos españoles: los pimentones, el pulpo y los jamones de bellota 5 Jotas.
–¿En qué momento se volvieron una empresa gastronómica?
Martín: –Es una transición en la que seguimos trabajando. Buscamos ser cada vez más profesionales: sistematizar los procesos que nos aseguren que las cosas se realicen bien en todos los locales, y capacitar equipos que funcionen de manera autónoma. Antes estábamos todos los mediodías y todas las noches en todos los restaurantes, pero ya no podemos.
–¿Con Il Quotidiano apuntaron a otro público?
Tomás: –La idea original fue armar un bar de pastas, pero la locación nos hizo cambiar. Nos dimos cuenta de que no podíamos desaprovechar la cafetería con toda la gente que pasaba por la esquina de Callao y Juncal. Agregamos pastelería, desayunos, aperitivos y ampliamos el horario. Il Quotidiano tiene un público más transversal y los clientes perciben una buena relación precio calidad, porque usamos los mismos productos que en el resto de nuestros restaurantes.
–¿Tienen centralizada la organización?
Martín: –Sí, tenemos una oficina cerca de Tribunales en la que funciona compras, recursos humanos y toda la parte administrativa. Fue creciendo y mutando con la evolución de la empresa. Hoy trabajan cerca de 40 empleados. También contamos con un centro de producción en donde hacemos la pastelería, las pastas, los helados y los fondos de cocción.
–Alejo, ¿vos cuándo dejaste de estar en los fuegos?
Alejo: –Yo estoy en la cocina en cada apertura hasta que se pone a punto. Y cada tanto, cuando me agarran ganas, me meto otra vez. Pero los cocineros me echan porque los pongo nerviosos.
–¿Por qué creen que les fue bien?
Tomás: –Porque vivíamos adentro de los restaurantes. El esfuerzo al principio era full life.
Martín: –La fuerza de voluntad sumada al amor por lo que hacemos, a siempre tratar de ser mejores para sorprender a los clientes y lograr que quieran volver.
–¿Tuvieron que cerrar algún restaurante?
Martín: –Hubo varios que no funcionaron por distintos motivos: una cafetería en asociación con Segafredo; el Sottovoce de Puerto Madero que cerró después de la pandemia; y Sexto, en Palermo, que duró solo dos años. También L’Abeille, un bar de cócteles sobre la calle Arroyo con el que nos iba muy bien, pero la noche no es nuestro mundo y trae un montón de cosas que nosotros no manejamos.
–¿Es fácil conciliar trabajo y familia?
Tomás: –Sí, nos llevamos bien. Son muchos años y lógicamente surgen desacuerdos, pero se van solucionando. Los tres entendemos la importancia de seguir adelante con la empresa más allá de las relaciones familiares.
–¿Qué es lo que más disfrutan?
Alejo: –Lo más lindo son las aperturas. Pensamos un proyecto, lo construimos y lo vemos nacer. Después, si funciona, nos sentamos a disfrutarlo.