Pionero en la cocina “de platitos”, el chef Mariano Ramón apostó al minimalismo como sello del restaurante que se transformó en un lugar de culto
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La carta de Gran Dabbang es un mapa de la vida del cocinero Mariano Ramón. Sus viajes por el Sudeste Asiático y por India, la impronta de sus referentes y la devoción por los productos argentinos están resumidos en los 11 platos que ofrece en su icónico restaurante de 30 metros cuadrados y solo 14 mesas.
Mariano nunca asistió a la escuela de gastronomía, pero se formó en las cocinas de dos grandes maestros: Francis Mallmann y Narda Lepes. Paralelamente viajaba para hacer pasantías. Su primera experiencia fue en España, en dos restaurantes premiados con estrellas Michelin, y ahí se dio cuenta de que la alta cocina no era el camino que le interesaba seguir. De regreso a Buenos Aires se planteó qué era lo que buscaba en estas prácticas. “En España había trabajado con gente de 30 nacionalidades distintas, y si bien aprendí un montón de técnicas, de sistemas y probé productos increíbles, no aprendí nada de la cocina española. Entonces empecé a buscar pasantías que me permitieran entender la cultura del lugar”, explica.
Su siguiente destino fue Lima, en un restaurante criollo tradicional, El Señorío del Sulco. En el tiempo libre salía a comer con sus compañeros de trabajo o lo invitaban a sus casas a compartir la mesa familiar. Eso le permitió conocer a la gastronomía peruana desde adentro.
Después de esta experiencia empezó a mirar horizontes más lejanos. Trabajando con Narda se había familiarizado con los sabores orientales que le despertaron la curiosidad por conocer el otro extremo del mundo. Viajó a Nueva Zelanda con un pasaje solo de ida y la idea de juntar plata para luego salir a recorrer el Sudeste Asiático. “Me encontré con un mundo muy distinto al que estaba acostumbrado: gente de las islas del Pacífico, de Pakistán, de Tailandia, de Malasia, y de China”, recuerda. Por las vueltas del destino terminó viviendo arriba de un restaurante de comida india, y desde el primer momento quedó deslumbrado con sus aromas y matices. Como no hablaba inglés, al principio trabajaba con el diccionario sobre la mesada, pero no tardó mucho en hacerse entender y fue a tocarle la puerta al chef Peter Gordon, pionero de la cocina fusión, quien se volvería otro de sus referentes.
En Nueva Zelanda conoció a su mujer, la inglesa Philippa Robson, y juntos recorrieron Tailandia, Laos, Vietnam, y Malasia, probando toda la comida callejera que se les cruzaba. “Entendí las pequeñas diferencias que existen entre las preparaciones, porque si no pasás por una cocina te parece que todo es salsa de soja o de pescado”, explica Mariano.
Cuando terminaron el recorrido se fueron a Inglaterra por tres años con un impasse de seis meses en Dehli. “Conseguí una pasantía con un cocinero que tenía una empresa de catering que hacía las bodas de los millonarios de la India. Para estos banquetes de tres días con 500 invitados buscaba por todo el país a los especialistas de los distintos platos, aquellos que llevaban siete generaciones haciendo un estilo particular de pan o de un curry. Pero eran muy celosos con sus recetas y no las querían compartir”.
Ya en Buenos Aires lo primero que hizo fue organizar el Mercado de la Feria Masticar. “Esto me permitió ver qué productos había en Argentina y entablar una relación con los productores. Me di cuenta de que había un montón de ingredientes que yo había visto en Asia que eran afines a los que se producían en el Litoral. Y que en todo el corredor noroeste había especias que eran muy parecidas a las de India”, explica.
Al tiempo, la pareja encontró el local de Scalabrini Ortiz, al que bautizó Gran Dabbang, por el nombre de una película de Bollywood que estaba de moda cuando visitaron India. “Al principio estábamos solo nosotros dos: yo cocinaba y mi mujer atendía las mesas”, explica Mariano sobre los comienzos de este restaurante inclasificable por sus impensadas combinaciones de sabores.
Desde entonces, todas las noches una fila de gente espera para entrar y probar la dosa de garbanzo con manteca y anchoas, el pan de mandioca y queso de cabra, el magret de pato con miel y ananá asado, o el keema de cordero con naranja sanguínea y aguaribay.
– ¿Cuál fue la idea inicial de Gran Dabbang?
–Mi idea principal, que aún sostengo, por más que mucha gente me critique, era que fuese un lugar muy simple, donde toda la inversión se pusiera en las materias primas y en los recursos humanos. Que los clientes no tuvieran que pagar por la silla, la mesa, la decoración, la vajilla; y así lograr tener productos de alta calidad con el mejor precio posible.
–¿Por qué te critican?
–Me preguntan por qué no le pongo onda al local si la comida es tan rica. Pero para mí es intransable. Quiero que sea un lugar democrático, para todo el mundo, al que podés venir en pijama si querés.
–¿Cómo surgió la idea de ofrecer platos chicos?
–Cuando abrimos el estilo de cocina que hacíamos era bastante diferente a lo que se ofrecía en otros restaurantes en ese momento. Entonces, si los platos eran medianos o chicos, la gente podía probar uno o dos, y si se enganchaban con la propuesta seguir pidiendo, y si no no se enganchaban, podían pagar e irse.
–Hay fila todos los días, ¿por qué no te querés agrandar?
–Yo tengo dos hijos chiquitos y no quiero perderme su infancia, aunque deje pasar oportunidades comerciales. Además, a mí tampoco me interesa hacer cosas solo por plata. Si me veo para adelante, me imagino con algo más chico que más grande: yo solo con otra persona cocinando para 10. Porque hoy, en poco espacio, hacemos muchos cubiertos, y lo que yo busco es tranquilidad.
–¿Qué querés decir con tu restaurante?
–Hoy quiero mostrar la diversidad de la Argentina. Para nosotros es más exótico un chipá o un mbejú que un plato europeo. En los 10 años de Gran Dabbang nunca usamos ni papa ni carne de vaca. Hay tantos ingredientes en nuestro país que prefiero evitar los dos más usados. Ahora vamos a tener brotes de bambú que se cultivan en el Delta, y las mangas de Formosa, que son increíbles.
–¿Querés mostrar las distintas culturas que hay en la Argentina?
–Yo pienso que nosotros en Buenos Aires no explotamos ni celebramos la diversidad gastronómica como un punto de interés turístico. Nos cerramos en carne a la parrilla, papas, y en las influencias españolas e italianas. No nos damos cuenta de que en la ciudad también hay comida china, japonesa, coreana, latinoamericana y de Medio Oriente. Los extranjeros quieren comer carne un día, o dos, pero después ya quieren probar otra cosa.
–¿Qué ingrediente te obsesiona en este momento?
–El pescado de río. Pero mi obsesión recurrente son los piñones de araucaria. Todos los años los usamos, pero todavía no les encontré la preparación perfecta.
–¿Es cierto que solo tienen tres ingredientes que no son nacionales?
–Sí, y ahora estamos pasando a dos: tamarindo y leche de coco. A la salsa de pescado, que era la tercera, la reemplazamos por la colatura de anchoas, que nos manda Hernán Viva, un productor de Mar del Plata.
–¿Cuál es el sello de tus platos?
–Las hierbas frescas –quirquiña, huacatay, rica rica, muña–; el tipo de sazón con limón, oliva, salsa de pescado y chile; y la mezcla de frutas y verduras.
–¿Por qué tienen un solo postre?
–Nuestra cocina es muy chica y no tenemos espacio. A veces directamente quiero sacar el postre, pero la gente me pide que no lo haga. El cremoso de chocolate con hockey pokey (caramelo en forma de panal neozelandés) es rico, sale bien y nunca encontré un reemplazo mejor. Además, ya es un emblema de este lugar.
–¿La comida que hacés cambió a lo largo de estos 10 años?
–El menú fue madurando. Antes era una mezcla de un montón de cosas. Yo venía de trabajar 15 años para otras personas, pensando ideas que después las hice acá en los primeros dos años. Con el tiempo, la carta empezó a tener más coherencia y el restaurante tomó su propia personalidad, más allá de mí.