Best seller y referente de la crianza positiva, el médico psiquiatra lanza un libro en el que aborda los desafíos de la adolescencia y da claves para transitar esta etapa
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“Mi hijo no es el mismo, está cambiado”. La frase es recurrente entre los padres de adolescentes, que de un día para el otro ven perplejos cómo ese niño que hace apenas unos meses se mostraba abierto y amoroso, hoy se encierra en su habitación y esquiva el contacto físico. “¿Qué le pasó?”, preguntan entre sorprendidos y angustiados.
“Lo primero que hay que decir es que no está pasando nada malo, y lo segundo es que la adolescencia es una etapa de vida muy desafiante para los chicos, y también para los padres. Justo cuando muchos le estaban agarrando la mano a la crianza, se dan cuenta de que lo que antes les servía, ya no”, explica el médico psiquiatra y psicoterapeuta Lucas Raspall, un referente de la crianza positiva que se hizo conocido luego de que Antonela Roccuzzo, la mujer de Messi, contara que sigue sus recomendaciones.
Ahora, Raspall pone el foco en la etapa posterior a la niñez con su nuevo libro, Desafíos de la adolescencia, 40 posteos para una crianza positiva, que busca ser una guía para padres y madres que aspiran a transitar de manera más amorosa esta etapa llena de incertidumbre.
–¿Cuándo empieza a sentir el adulto que su hijo es otro?
–En la segunda infancia, antes de entrar de lleno en la adolescencia, ya hay algo que empieza a cambiar. La misma puerta que antes estaba abierta ahora está cerrada, la forma en la que ellos empiezan a tomar ciertos reparos en relación con su cuerpo, con los abrazos, o los besos. Pero en donde aparece de lleno el ‘me cambiaron a mi hijo’ es en la comunicación, porque cambia mucho. Se pierde esa conversación fluida y abierta por una llena de candados. Y después los cambios se ven en los gestos, las contestaciones, la mirada. Todo eso pasa en poco tiempo, no es un proceso largo.
–¿Cuánto tienen que ver las hormonas en estos cambios?
–Son menos responsables de lo que antes creíamos. Hay cambios hormonales enormes, que se ven en el desarrollo del cuerpo. Pero lo que hace a lo emocional, al comportamiento, tiene más que ver con cambios que se dan a nivel cerebral que no están ligados a los movimientos hormonales. Estos cambios en el cerebro se disparan para dar lugar a las necesidades que tiene la adolescencia en ese período evolutivo. Son los que más nos cuestan de esta etapa.
–Se suele hablar del “problema de la adolescencia”. ¿Cuánto influyen estas construcciones en la manera de vincularnos con nuestros hijos?
–Mucho. Si nos decimos que la adolescencia es un problema, vamos a ir configurando la situación como para que termine siendo un problema. Es un poco la profecía autocumplida. Como adultos, lo ideal es que empecemos a nombrar este período con otras palabras. Por eso mi libro se llama Desafíos de la adolescencia, justamente porque es una mejor forma de encarar las cosas. Hay que entender que no es un problema: es un período de crecimiento donde los hijos van a transicionar para conseguir y fortalecer los recursos que necesitan en la vida adulta. En esta transición se produce un triple duelo: el duelo por la pérdida del cuerpo infantil, por la pérdida de la identidad infantil y por la pérdida de la figura de padres como seres todopoderosos. Como adultos nos reflejamos en esos duelos, también hay una pérdida para nosotros. Si entendemos esto, entonces podemos entender que como en todo duelo, se necesita acompañamiento y contención. Lo mejor es que nos abracemos, que estemos juntos y no enfrentados.
–Solés afirmar que un adolescente es una persona que está en construcción, ¿en qué sentido?
–Pensemos una casa en proceso de obra. Cuando estás en ese proceso a vos no te molesta que los cables estén colgando del cielo raso, o que haya polvo o montañas de arena. Se entiende que todo ese lío es parte del proceso. En cambio, nos fastidiamos, o no entendemos la obra en la que están ellos. pretendemos que todo esté ordenado, los foquitos puestos… y no funciona así. Nuestra expectativa es irreal y esto hace que nos frustremos y que la comunicación se rompa.
–¿Cómo lograr entonces una buena comunicación?
–Primero, hay que saber que el adolescente elige los momentos para hablar. Y es importante como padres permitirles que desplieguen esa conversación, evitar interrumpirlos porque si se empieza a parecer a un interrogatorio o perciben que los estás juzgando, va a terminar mal. Para que ellos te elijan como una persona para poder hablar, tenés que saber escuchar, dejar que expongan su punto. Si no, no te van a elegir. La escucha debe ser siempre desde el amor.
–¿Cuánto le irrita a un adolescente que le digas ‘cuando yo tenía tu edad’…?
–[Risas] Mucho. Lo que pasa es que el mundo era otro como para que eso sea nutritivo o enriquezca la conversación actual. No favorece ni aproxima las posiciones. Por el contrario, las separa. Para ellos, nosotros somos viejos. Teníamos como teléfono un aparato conectado a la pared. ¡No lo pueden creer! La brecha generacional es mucho más grande para ellos que para nosotros. Esto es propio de la etapa, siempre fue así. Tenemos que acercarnos de otra manera, no intentar ser iguales.
–De hecho una de las características importantes de esta etapa es la de buscar diferenciarse de los padres, algo que suele confundirse con rebeldía.
–Entre los 6 y los 12 años, los hijos están muy pendientes de nuestras expectativas y se ajustan mucho a ellas. No hay individualidad o una identidad verdaderamente propia. Para descubrirla hay que rebelarse, es la llave para que se encuentren a sí mismos. A nosotros nos molesta, pero funciona así. Si no lo hicieran, el costo que pagarían sería muy alto.
–En tu libro hablás de que los padres nos transformemos en guías amorosos. ¿Cómo lo logramos?
–La adolescencia es un camino empinado, al borde del acantilado y repleto de desafíos: mejor que resistir, paralizarnos o huir, es aprender a funcionar como guías sensibles. Cuando uno quiere escalar una montaña, busca a alguien con cierta experiencia que conozca el terreno y pueda anticiparse a las dificultades. Nosotros debemos ser ese guía. Pero un buen guía tiene que considerar las características de la persona a la que acompaña. Siempre tiene que ir ajustando, adecuando los movimientos. Lo que nunca debe hacer es ponerse a la par: si el adulto se pone a la altura del adolescente, deja de ser ese guía que el chico necesita. Desde el momento en el que nos mostramos como un par o un compinche, los chicos pierden a un papá o una mamá.
–En esta etapa los chicos se aproximan a temas como el alcohol, las drogas, el sexo… ¿Cómo se hace para fijar los límites?
–Primero, desde el convencimiento. Hay que saber que desde el momento en que fijamos límites pasan cosas incómodas: te van a mirar con mala cara o te van responder de mala forma. Siempre que se pone un límite hay que bancarse lo que sigue, sabiendo que lo hicimos desde el convencimiento, no por malos o por viejos, sino porque eso es lo que necesitan para su desarrollo. La exposición a riesgos o daños en la adolescencia puede modificar el curso de su vida: si una chica queda embarazada, si se subió a un auto habiendo tomado y tiene un accidente, son situaciones que lo cambian todo. Por supuesto que el límite no es garantía de que no les ocurra nada, pero hasta ahí podemos llegar como padres. Debemos confiar en la educación y las herramientas que les dimos a lo largo de los años. Al final de cuentas, hay que confiar en ellos y en el trabajo que hicimos como madres o padres.
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