Un flechazo en un micro, un baile en la isla Margarita y un encuentro en un hostal mexicano: encuentros ¿casuales? que terminaron en relaciones fuertes y duraderas
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1. En México.
Una bachata y una invitación: “Le pregunté si quería venir y aceptó”
A Enrique, un joven siempre racional, el 2007 lo agarró desprevenido. Recién recibido de abogado, con un ritmo laboral acelerado y mucho estrés, no sospechaba que ese sería el año que le cambiaría la vida. Pero, así como sucede con los grandes hitos, una decisión tomada en un instante mágico torció el curso de los acontecimientos.
Después de un año bastante agitado, Enrique y dos amigos decidieron tomarse un descanso e irse de viaje a México para conocer a fondo su cultura. ¿Qué podía esperarse de tres jóvenes recién aterrizados allí y desprendidos de una cotidianidad adormecedora? Tequila y cerveza. Así, la primera noche transcurrió tal como la imaginaban: con amigos y un buen recorrido por varios bares. Al día siguiente, se levantaron tarde, un tanto mareados. Incapaces de tomar la decisión de arrancar hacia ningún lado, resolvieron que el mejor destino inmediato sería sentarse en el lobby del hostal a tocar la guitarra y el bongo.
De pronto, Enrique levantó la vista y la vio, la mujer de rulos indomables que lo cambiaría todo. De los instrumentos de sus dos amigos sonaba una bachata y, sin pensarlo, tan solo arrastrado por el impulso, la tomó la mano para bailar el primero de los muchos bailes que les regalaría el futuro. Ella era Paula, una ceramista nacida en Devoto que había viajado a una exposición de Frida Kahlo.
Que Enrique se enamorara al segundo día de viaje es una de las dos cosas que a sus amigos hasta el día de hoy les cuesta perdonarle. La aventura que habían planificado era grandiosa y Paula no era parte del plan. La decisión de pasar las dos noches que les quedaban en la Ciudad de México con ella fue espontánea y apasionante. Enrique nunca se olvidará de la mañana en la que tuvieron que dejar su alojamiento para seguir viaje. Despedir a Paula le resultó mucho más difícil de lo que esperaba. Allí estaban: él, un hombre siempre controlado, frente a ella, una mujer muy sensible; los dos invadidos por sentimientos extraños. Quedaron en hablarse pero sin ningún plan concreto.
Durante el viaje en auto, entre catedrales y ruinas, Enrique seguía pensando en Paula. Lo que no sospechaba es que mientras observaba aquellas vistas y rememoraba los días pasados, el “huracán Dean” venía hacia ellos. La noticia les llegó cuando arribaron a Playa del Carmen. Allí, los tres amigos supieron que iban a tener que buscar resguardo.
Si un huracán los iba aislar por días, era esencial correr al supermercado para comprar las cosas básicas para sobrevivir en una habitación: tequila, una botella de agua de cuatro litros y unas galletitas. A estas provisiones se sumaba una sandía que habían comprado hacia dos días en el mercado de Palenque. Por algún motivo inexplicable, la sandía los acompañaría casi todo el viaje.
Ante el panorama desolador de tener que pasar cuatro días encerrados, y luego de analizar la situación por cinco minutos, Enrique y sus amigos decidieron subir al auto antes de que cerraran las rutas y seguir viaje hacia el Pacifico; más específicamente Acapulco. Tuvieron suerte.
Quizás porque las situaciones extremas nos conectan con la vida de forma inexplicable, Enrique decidió llamar a Paula en el instante en el que supo que había logrado escapar del huracán. “Simplemente le pregunté que si quería venir y ella aceptó”.
Cuando llegó el momento de volver a Buenos Aires, Enrique y sus amigos se dispusieron a preparar el auto para entregarlo en la agencia. Paula quería ayudar y decidió bajar la sandía que habían comprado en Palenque. Pero el fruto resbaló de sus manos y se reventó contra el asfalto. Todos se miraron. Ese fue el segundo acontecimiento que los amigos de Enrique todavía no le perdonan, a pesar de que hoy aprecian mucho a “Frida”, como llaman cariñosamente a Paula.
Enrique supo que quería casarse con Paula unos meses después de conocerla. Se lo confesó a su abuela dos semanas antes de que ella muriera. Fue una revelación que la hizo inmensamente feliz antes de partir.
Pero la verdadera propuesta llegó varios años más tarde. Sus hijos ya habían nacido, era domingo y la casa era un desastre. Todavía con pañales, los chicos estaban terribles y no paraban de llorar. El más chiquito estaba a upa de Paula y la más grande colgaba de su pierna. Enrique vio la escena y sintió que era el momento. Antes de que ella pudiera decirle nada, se arrodilló, abrió la cajita con el anillo y le propuso matrimonio. Incrédula y emocionada, Paula contestó que sí. “El beso que nos dimos en ese momento fue parecido a los de las noches de tequila en México”, dice Enrique. Hoy, con sus tres hijos, también dice que no sabe si existen las parejas perfectas y que claramente ellos no lo son. Como cada historia, ésta se escribe día a día.
2. En la isla Margarita.
Él le pidió casamiento a horas de conocerla: “Supe que sería para siempre”
Allá por el año 2011, en tiempos de fronteras permeables, Vane partió junto a su hermana de vacaciones hacia un destino paradisíaco, en donde anhelaba encontrar descanso y diversión, sin imaginar que la aguardaba un tesoro aún más preciado.
La isla Margarita desplegó su belleza desde el primer día, entre colores, sabores y aromas que la joven abogada de 27 años adoró explorar. Por las noches llegaba la música y el baile, rodeada de hombres y mujeres de diversas nacionalidades, entregados a esos instantes en los cuales los pensamientos habituales de la rutina del año pasan de largo. Vane se dispuso a seguir el ritmo de la melodía junto a un nuevo amigo argentino, cuando de pronto lo vio ahí, parado a unos metros, mirándola fijo: “No dudo que fue amor a primera vista”, asegura.
A Yannik no le importó que Vane estuviera bailando con alguien más. Se acercó decidido, la fue apartando de su compañero y así, casi sin darse cuenta, la mujer ahora movía su cuerpo al ritmo de la música junto a aquel desconocido que la había hipnotizado como nadie. “Me habló con tonada francesa en inglés y me derretí”. Encandilados, el francés y la argentina bailaron toda la noche.
Al día siguiente Yannik pasó a buscar a las hermanas para ir a la playa. Disfrutaron del mar y de un paseo íntimo de a dos por las arenas blancas. Y allí, enmarcados por un paisaje de ensueño, se dieron su primer beso. “Al recordarlo todavía siento las mariposas”, dice Vane. Fue así que él, acompañado por aquella emoción irrefrenable, inesperadamente le propuso casamiento. Entre risas encantadas, Vane lo miró sorprendida y, por supuesto, no tomó en serio su propuesta.
Sin embargo, Mon Amour (así lo comenzó a llamar), no dejaría de sorprenderla. Lejos de tomar su arrebato en broma, y embebido por un sentimiento innegable, cada día desde entonces renovó su petición. Suspendida en aquella nube de felicidad, Vane se sentía profundamente enamorada, pero, ¿cómo no tomarlo como una locura cuando apenas se conocían?
“Él me lo propuso todo lo que duraron las idílicas vacaciones y también los días de amor a distancia. Después, vino a la Argentina a conocer a toda mi familia. Recuerdo que mi abuela, que aún vivía, le cantó una canción. Yannik quedó maravillado con el espíritu de nuestra familia. Y un día, ante su usual pregunta de si quería casarme con él, le dije que sí. Lo amaba desde la primera vez que lo vi. Esa noche en la isla me invadió una emoción que jamás había sentido en mi vida. Supe en ese instante que estaba ante mi amor y que sería para siempre”, rememora.
Se casaron en Argentina, en noviembre de 2012. La celebración se llevó a cabo en Villa Nougués, en los cerros tucumanos y fue el día más feliz de la vida de Vane.
Hoy, Vane y su Mon Amour tienen dos hijos y viven entre París y Normandía. Años atrás, Yannik la había conquistado mágicamente y ahora, con niños, no hizo más que afianzarle su sentimiento. “Con el tiempo me demostró que lo nuestro no solo era enamoramiento, química y romance, sino un compañerismo único”, reflexiona Vane.
“Cuando me vine a vivir definitivamente a Francia, dejar a la familia y a los amigos fue muy difícil. La parte que más me costó fue la profesional, no sabía francés y lo aprendí para adaptarme y poder trabajar. Realicé dos másteres y ahora soy abogada en el Barreau de París y profesora de Derecho en la Universidad de Rouen”, continúa.
“Mi historia con Mon Amour me demostró todo lo que soy capaz de hacer por amor”, concluye con mirada soñadora, mientras espera con ansias volver a emprender los viajes que tanto les apasionan y regresar todas las veces que lo desee a observar el horizonte desde el Puente de las Artes en París, donde años atrás sellaron su amor.
3. En un micro rumbo a Fortaleza.
Él 30, ella 18: “La clave de este amor fue no rendirnos jamás”
Cuando Flavia subió al micro que iba a Fortaleza, al norte de Brasil, Carlos se olvidó de la playa, las caipirinhas y hasta de su primo, que lo acompañaba en el viaje. Desde su asiento, quedó hipnotizado con los movimientos gráciles y la sonrisa de esa chica que acomodaba sus bolsos. Ella también lo miró: el flechazo fue inmediato. Corría 1994, ella tenía apenas 18 y él 30.
Aunque ninguno hablaba el idioma del otro, la atracción fue magnética y estuvieron juntos durante toda la estadía. Al finalizar, Flavia regresó junto con sus padres a Río, mientras que Carlos y su primo continuaron viaje hacia Maceió.
Desde el instante en que se separaron, Carlos no podía dejar de pensar en Flavia. Los nuevos paisajes carecían de sentido y toda la experiencia se había reducido a un solo propósito: volver a estar con ella. El tema eran las edades. A pesar de los consejos y de aquella voz interior que le advertía que se podían venir problemas, Carlos abandonó a su primo al segundo día y fue a buscarla a Río. La locura más hermosa de su vida. “Aparecí en el negocio donde trabajaba, en Tijuca. Ella estaba atendiendo. Sintió mi perfume, se dio vuelta y simplemente nos abrazamos”, recuerda Carlos. Ya eran inseparables.
La vuelta a Buenos Aires era inevitable y, para todos, el encantamiento del verano iba a resistir lo que dura un hechizo.
Pero ellos dos no estaban unidos por una simple fascinación. Así fue como durante los meses siguientes intercambiaron cartas de amor y llamados telefónicos que costaron casi todos sus ahorros. A Carlos nada lo detendría, ni siquiera la oposición de los padres de ella.
En agosto del mismo año fue a visitar a Flavia y le pidió que viajara a la Argentina para conocer a su familia. Pero Vera, una madre carioca de carácter, se oponía de manera rotunda.
Ya de regreso en Buenos Aires, y lejos de darse por vencido, Carlos continuó invitándola, hasta que un día le envió un pasaje. La madre de Flavia le cambió varias veces la fecha hasta que, finalmente, le dio el permiso para viajar en octubre con la condición de que ella viviera en la casa de la hermana de él.
Sin una sombra de duda, y apenas nueve meses después de que el destino los cruzara en un micro, Carlos le propuso casamiento. Para abril de 1995, Carlos y Flavia ya eran marido y mujer.
Juntos y felices en Buenos Aires, la pareja descubrió que superar la oposición de la familia, la diferencia de edad y la distancia había sido el reto más sencillo. Desde el primer año de matrimonio buscaron tener familia, pero ese hijo tan deseado no llegaba. Pasaron los años y aquello con lo que soñaban (despiertos y dormidos) seguía ausente; el deseo compartido se les estaba escapando de las manos.
“En una de las consultas los médicos nos dijeron que no podríamos ser padres biológicos. Ese día fue terrible, pero después de llorar mucho juntos nos prometimos que íbamos a agotar todas las posibilidades que hubiera para cumplir nuestro sueño”, recuerda Carlos al hablar de los incontables tratamientos de fertilidad que atravesaron desde ese momento.
Eso no fue todo. Quizás una de las pruebas de amor más fuertes para una pareja es no soltarse la mano aun cuando alguno de los dos se hunde en la desesperanza. Tampoco el día en que a Flavia le detectaron un carcinoma papilar. El nuevo diagnóstico, como un balde de agua helada, los obligó a tomarse de la mano más fuerte aún para enfrentar lo que se avecinara: “Flavia es de hierro, fue intervenida con éxito, pero obviamente tuvimos que posponer nuestras ganas de ser padres”.
A pesar de que todas las cartas parecían jugar en su contra, la pareja jamás bajó los brazos. Recuperada Flavia, y después de varios intentos, un 29 de agosto de 2013, a los 38 años de ella y los 50 años de él, nació finalmente Helena. Diecinueve años después de conocerse, el sol brillaba para ellos más fuerte que nunca. “La emoción que tuvimos no puedo describirla de lo inmensa que fue.
La clave para alcanzar nuestro sueño fue el amor incondicional y no rendirnos jamás”, concluye Carlos, quien agradece cada día las decisiones que tomó aquel verano mágico de 1994.