Exembajador de la Argentina en Francia, cuenta cómo transcurre su presente en Buenos Aires
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Todo, absolutamente todo lo que cuenta, analiza y muestra en su deslumbrante piso en el Palacio Estrugamou, produce fascinación. Juan Archibaldo Lanús (diplomático, abogado, escritor, doctor en Economía de la Universidad de la Sorbona) es dueño de un sinfín de anécdotas, pero hay una en particular que nada tiene que ver con su brillante carrera: el milagro de la medallita. Se trata de algo que le sucedió hace unos pocos años, ligado a su infancia, a una pérdida en la playa y a un final que él mismo describe como ‘una bendición’. “De chico siempre llevaba conmigo una medalla de la Virgen del Perpetuo Socorro, regalo de mis padres en el bautismo. Pero a los ocho años la perdí en la playa, en Mar del Plata –cuenta Lanús–. No sé por qué, toda mi vida recordé el instante de la pérdida; todavía me veo buscando en la arena. Lo increíble de esta historia es que hace unos cinco años recibí un llamado diciendo que unos buscadores de metales la encontraron ahí mismo. Como la medalla tenía grabado mi nombre y apellido, enseguida me localizaron. Azorado, les pregunté cuánto les debía y me dijeron que nada, que querían dármela porque necesitaban participar de ese milagro. Fue algo maravilloso porque esa es mi identidad, y la encontré finalmente. Fueron más de 70 años de arena, espuma, aire, agua, miles de personas que pasaron por encima. Y volvió a mí. Siento que estoy bendecido por mis padres”, dice con emoción el diplomático que se desempeñó como embajador de Argentina en Francia en dos ocasiones, entre 1994 y 2000 y, nuevamente, entre 2002 y 2006. También nos representó ante la Unesco, fue secretario de Relaciones Exteriores de la Nación, presidió el Comité Ejecutivo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, fue negociador argentino ante la Ronda del GATT hasta su conclusión en los acuerdos Marrakech y trabajó como representante ante numerosos foros.
Si hay algo que hoy impacta en su casa son las bibliotecas: pasillos perfectamente ordenados con un total de 5000 libros. No solo eso: Archibaldo también posee platería que perteneció a próceres, cartas de San Martín y Rosas, vajilla de la época, óleos históricos, papiros, fotos, poesías dedicadas muy especialmente y tomos repletos de tarjetas e invitaciones que dan cuenta de una vida apasionante de relaciones y eventos impensados.
–Esta es su casa y oficina; su mundo. Hace un rato comentó que jamás descansa, que no hay vacaciones...
–Yo trabajo todo el día, no tengo idea de vacación ni hay un espacio de reposo. Para mí es lo mismo un domingo que un martes. Aterrizo en los días de la misma forma, pero siempre haciendo diferentes programas. Hay épocas en las que debo estudiar más. Otras en las que me dedico a escribir sin pausa, o prepararme para actividades públicas. También hay momentos en los que me pongo más con el piano, y tengo mucha lectura. Así fue siempre mi vida. Porque creo que el ser humano es una construcción de nuestra voluntad y nuestro espíritu. A diferencia del animal, el hombre es una construcción, es lo que puede ser. Y eso, el poder ser, es lo que me ha ocupado siempre.
–¿Qué le sucede cuando observa el pasado?
–Veo que mis gustos siempre fueron iguales. Empecé con el descubrimiento del mundo y del espacio. Buenos Aires, que era una ciudad menos habitada, el campo, las costumbres gauchescas, mucha poesía y literatura. Nací con una tradición argentina mirando al mundo. Y fui descubriendo de a poco diferentes conocimientos y actitudes. Siempre está ahí la postal de la enseñanza. Aún conservo mi primer libro, el de primero inferior. Tuve una niñez muy linda; nací acá enfrente. Mi iglesia fue la del Socorro y siempre la escuela pública. Luego la Universidad de Buenos Aires.
–Un momento oportuno para hablar de eso...
–Sí, yo hice todo público porque mi padre creía que había que tener contacto con toda la gente. Eso es muy importante. El no quería que yo me criara en una burbuja de gente rica; le gustaba que me mezclara con todo el mundo. Y tuve una excelente performance, por cierto. Si usted me pregunta por la marcha [en referencia a la movilización ocurrida el 12 de mayo pasado] pienso que fue el pueblo expresándose sin condicionamientos políticos ni clases. Había un ideal argentino. Y se vio muy claro que expresaba algo profundo de nuestro pueblo, que es la idea de que aquí se puede aprender sin pertenecer a una clase alta ni privilegiada.
–¿Cuál es el estado de ánimo de la Argentina que usted ve hoy?
–Puedo decir que la observo con cierto asombro; me asombra que esté buscando nuevamente su camino. Yo escribí un libro que se llama La Argentina inconclusa. Y siempre digo que, al revés de lo que se cree hoy, la república no se equivocó. Fue un país excepcional que tuvo mucho éxito ubicándose en los primeros lugares del mundo; que tuvo en pocas generaciones un gran camino. Fuimos muy importantes hasta prácticamente los años 70. Creamos con patrimonio del Estado empresas exitosas como YPF, tuvimos el primer subterráneo de América Latina. ¿Y qué pasó?
–Esa es la gran pregunta, ¿no?
–Creo que ese país excepcional, por una razón solamente ideológica o un resentimiento –no lo sé exactamente– fue poco a poco destruido en las bases que había construido. Esas de integración, de ser un país para todos basado en el bienestar y en materia educativa. A partir del golpe cívico-militar de 1976 comenzamos una caída sistemática con una política que se fue repitiendo, poco a poco, acumulando pobreza. El país se derrumbó pero, además, lo hizo endeudándose y desindustrializándose. Angus Ferguson, un gran historiador inglés, dice que la Argentina tiene de tanto en tanto una vocación de autoinmolación.
–Usted estuvo 25 años en París. ¿Qué es lo primero que hace cuando regresa a esa ciudad?
–Amigos, encuentros. Actualmente vivo en el Jockey Club porque soy socio. Voy a la Brasserie Lipp. No tanto por la comida (siempre elijo ensalada de remolacha y foie gras) sino por la atmósfera del lugar. Elegimos la mesa de los presidentes, la que alguna vez escogió François Mitterrand. Igual la ciudad ya no es la misma, como el mundo.
–¿Qué se extraña más?
–La gente ya no tiene tiempo, todos están apurados. Hay mucha comunicación tecnológica, pero poca información directa del ser humano. Existe una enorme conectividad pero en un aislamiento. Y hay problemas de dinero, miedo y hábitos.
–Hablando de hábitos, son muy famosos los cócteles en su casa. Y el suflé de queso, que ya es icónico.
–Sí, me gusta reunir gente interesante. Lo hice toda la vida. Y tengo una cocinera sensacional, paraguaya, que además del suflé hace excelentes canelones de humita, todo tipo de pescados y muy delicada pastelería. Francisca Herrera, se llama, y trabaja a mi lado desde hace 25 años.
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