Lejos de diferenciar los platos entre “buenos y malos”, conviene enseñar la moderación y la variedad, sin usar la comida como premio o castigo
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Ni alimentos buenos ni alimentos malos: moderación y variedad. Esa es la clave para pensar la alimentación de los chicos. Si no queremos que ellos coman algo, está en nosotros que no forme parte de la oferta culinaria durante los primeros años de vida. No tenemos que habilitar la existencia de lo prohibido, a sabiendas de que a todos nos gusta “portarnos mal”. Las papas fritas, por ejemplo, son espectaculares, pero las comemos de vez en cuando y siempre caseras. Háganme caso: prohibir comidas no funciona.
La variedad se logra poniendo al alcance de la mano de nuestros hijos la oferta que habilitamos para toda la familia, no solo para ellos. El tema también está en no arruinarles el paladar con mucha grasa, azúcar o sal. Que sepan apreciar una amplia gama de sabores, no solo cuatro. Si el chico quiere chocolate está bien, pero que también coma porotos (incluir legumbres en la dieta es algo que deberíamos hacer todos en general, no solo los niños). Con el correr del tiempo, los hábitos alimenticios de nuestros hijos se parecerán a los nuestros.
Recompensar con comida no es buena idea
No hay negocio, no hay premios ni castigos: al menos, no con la comida. Recompensar con comida cuando los chicos se portan bien resultará en que de grandes prefieran esa comida (chocolates, postres, papas fritas). Crear vínculos emocionales con ciertos alimentos, como una salida en familia a un fast food, es complejo. Si los recompensamos con premios por comer sus vegetales, de grandes solo vamos a lograr que los elijan menos (“ahora que nadie me obliga, no los como”). Lo mismo sucede con los castigos por no comer. “Si no terminás el plato, no jugás a la Play”. Malo, muy malo a largo plazo. Queremos que les guste, no que detesten las verduras de por vida.
Hackear el sistema
El medio en el que crecimos y crecen nuestros hijos es muy diferente al primitivo. La oferta exagerada de azúcar, hidratos y alimentos procesados baratos cambió el panorama. Está en nosotros combatir esto con otras fortalezas. La programación que traemos de fábrica tiene una herramienta muy fuerte para estos casos: la adaptación. Sabemos y podemos cambiar. Nuestro cuerpo está programado para buscar y elegir lo más calórico; los chicos prefieren todo lo que aporte mayor densidad energética porque están creciendo. Por eso, aman la manteca (de chiquita, mi hija se la robaba de a trozos). También por esto nos gustan los dulces, los hidratos y la grasa desde que somos bebés.
Pero nuestro cuerpo no evoluciona al ritmo que cambian los tiempos. Estamos diseñados para la escasez, no para la abundancia. La preferencia por ciertos alimentos o sabores está condicionada por nuestros primeros meses de vida. Si comemos salado cuando somos bebés, nos va a gustar lo salado durante toda la vida (lo que puede llegar a crear riesgos de hipertensión ya adultos). Así que de bebés, sin sal; de niños, poquita.
En definitiva; todos preferimos lo dulce, y a todos nos saca una sonrisa probar ese sabor por primera vez. En cambio, lo amargo y ácido generan muecas graciosas, como el ceño fruncido, sacudones de cabeza o aleteos.
Lo importante es saber que un niño no elige o rechaza un sabor en sí mismo (muchas veces quiere seguir chupando el limón), sino la experiencia. Cuando algo no le gustó, por ejemplo, un puré con brócoli, hay que volver a intentarlo una y otra vez, porque en algún momento le va a cambiar la percepción. Por eso es tan importante la hora de la comida: hay que tomarse ese tiempo para generar un momento placentero. Estar ahí al cien por ciento. No olvidemos que la campaña dirigida a los chicos por las cadenas de comidas rápidas es fuerte. El marketing de alimentos infantiles bordea la inmoralidad, incluso después de la ley de etiquetado frontal. Y no necesito aclarar que no hablo de una hamburguesa en sí, sino de la idea de una alimentación basada en los parámetros de la comida rápida.
Categorizar, sectorizar
El niño arma sus categorías: lo verde, lo rojo, las verduras, lo largo, lo blando, lo blanco, lo crocante, lo chiquito. Categorías que no tienen que ver con “lo malo o lo bueno”. Eso funciona para excluir alimentos, pero también para incluir. Con un alimento verde aceptado, abrimos camino a otros. Los chicos mexicanos no son genéticamente diferentes a los argentinos, pero comen picante porque ven a otros comer picante, porque sus padres comen así, por son expuestos a eso desde muy chicos...
La experiencia social promueve la variedad en la alimentación. Ver a otros, y más aún si son de su entorno y le generan admiración (padres, hermanos mayores o el héroe de turno), ayuda a los chicos a probar cosas nuevas.
Comer delante de ellos y que nos vean disfrutar, también contribuye a que quieran probar alimentos por voluntad propia. Porque como decimos siempre, los niños replican lo que hacemos, no lo que decimos.