No hay que confundir el amor a uno mismo con el amor al propio ombligo
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Es esencial sentir que somos valiosos y que hay un lugar en el mundo para nosotros. Todos lo sabemos, pero no es tan fácil. Alguna vez alguien tuvo la buena idea de decir que, si no nos queremos a nosotros mismos, poco podremos querer a otros y, menos aún, estar a gusto en una vida en la que corremos el riesgo de sentirnos descartables. De allí nació la idea de la autoestima, una manera de percibir que somos valiosos desde la raíz, y no solamente a condición de reunir ciertos requisitos no siempre muy saludables.
Se sucedieron generaciones enteras que sentían que solamente se lograba ser querido a fuerza de rendir exámenes, tener condiciones específicas (cierto tipo de cuerpo o condición social, por ejemplo) o conseguir éxitos en ciertas áreas para satisfacer expectativas ajenas que cosificaban la existencia. Era lógico pensar que en algún momento alguien diría basta, así no se puede seguir. No podemos vivir mendigando un reconocimiento al que solamente se puede acceder al alcanzar lo inalcanzable para no caer en el abismo del fracaso.
Y de allí nació entonces la idea de que es importante lograr una autoestima significativa, para no sentirse extorsionado emocionalmente y con una fragilidad psicológica que se nota en el empobrecimiento de la calidad de vida.
Pero ocurre también que en ocasiones se entendió mal eso de “quererse a uno mismo”. Es que la autoestima no es un fin en sí misma y nada tiene que ver con mirarse el ombligo o alabar infinitamente la propia imagen en el espejo. Es el inicio del viaje, no su estación de destino. De hecho, la autoestima en nada compite con la “estima mutua”; es decir, no es que para quererse a uno mismo hay que dejar de querer a los otros, sino todo lo contrario. La cuestión no es tenernos como único objetivo (el famoso egoísmo) sino que se trata de contar con suficiente validación interior como para no estar tan pendientes de nosotros y poder así vivir más plenamente las cosas, sin tanto resguardo y mezquindad.
A la larga se hace obvio que no hay autoestima sin estima recíproca, y viceversa. No hay que confundir el amor a uno mismo con el amor al propio ombligo, tampoco hay que confundir el amor al otro con la sumisión y la claudicación emocional.
Sirve entonces definir la estima por sus frutos y no tanto por lo que es en sí. Si sentimos cierta confianza en la vida y en lo que desplegamos en ella (aun con sus tropiezos), o si contamos con alguna capacidad de querer a los otros sin confundir eso con tener una hemorragia emocional en nombre del amor, estamos yendo por buen camino.
La autoestima no es un producto que hay que “conseguir y agarrar” sino la conciencia de una condición inicial que todos tenemos, que es aquella que nos hace ser dignos de estar acá, viviendo la vida. Después, habrá que saber honrar esa condición inicial mencionada, pero esa ya es otra historia.
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