Facundo Kelemen dejó su carrera y apostó a un lugar que ofrece comida tradicional porteña, con un toque moderno
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La cocina nunca fue su plan A. Antes de decidir que las sartenes serían más que un hobby, y que abriría su propio restaurante, Facundo Kelemen (36) transitó una carrera académica y laboral que nada tiene que ver con la gastronomía: estudió derecho en la Universidad Austral y trabajó como abogado, igual que sus padres. Un poco más atrás, su sueño era seguir los pasos de su abuelo paterno, Juan José Kelemen, futbolista y jugador de Racing, el equipo por el que hincha toda su familia. Hoy, la pasión por crear sus platos y compartirlos con sus comensales supera su gusto por jugar al fútbol (aunque lo sigue haciendo) y le interesa más que revisar expedientes en Tribunales. El volantazo en su carrera parece brusco, sin embargo Facundo no se arrepiente de sus decisiones ni del recorrido que lo llevó a estar al frente de Mengano, destacado como Bib Gourmand por la Guía Michelin: un local ambientado como bodegón en una antigua casa chorizo de Palermo, con fotos familiares, una barra desde la que se ve trabajar al equipo y una carta reducida, inspirada en cocina tradicional porteña, que incluye platos como empanadas, matambre o postres como el almendrado, pero con un toque original que lo diferencia.
–Lo primero que uno pensaría si escucha un resumen de tu historia es que siempre quisiste ser cocinero y, finalmente, pateaste el tablero.
–No, fue todo más sencillo. A la abogacía llegué, al terminar la escuela secundaria, sabiendo que ya no iba a ser futbolista profesional [risas]. Además no quería hacer ninguna carrera con matemática o ciencias exactas y mis padres son abogados, supongo que eso colaboró con la decisión de ir por ahí. Me llevó cinco años, entre la cursada y algunos finales. Hasta ese momento, de cocinar, nada. Recién apareció algo durante uno de los últimos semestres, por un viaje de intercambio estudiantil a Valencia, al que fui con un amigo. Teníamos que cocinarnos, obvio, y me fui contagiando de la cultura gastronómica española, copiando platos, probando, combinando ingredientes. Volví a Argentina y seguí con el derecho, porque tampoco se me ocurría abandonarlo. Pero, de a poco, empecé a hacer cursos y recién ahí entendí que cocinar quizá podía ser una profesión.
–¿Cómo siguió tu recorrido?
–Entre el final de la carrera y mi primer trabajo en un estudio me anoté en varias clases de cocina. Lo que más me llamaba la atención era el sushi, la comida japonesa. Los primeros cursos fueron con Iwao Komiyama, después me pasé al IAG. Irónicamente la carrera profesional de chef no la terminé, porque empecé a probar cómo era trabajar en una cocina. Primero en el bar de un amigo, por Recoleta. Después en Naná en Vicente López, donde fui a cubrir una suplencia, y luego con una pasantía en Tegui. Para ese momento los tiempos entre el trabajo de abogado, la maestría, la carrera en el IAG y los pasos por las cocinas ya no eran compatibles. Y ahí sí, me mandé, entendí que tenía bastante para dar como cocinero. En Tegui me quedé trabajando un tiempo más, cerca de un año. Era un gran grupo de cocineros muy jóvenes, yo era el más grande y sin embargo el menos experimentado.
–¿Qué te convocó a quedarte?
–Me di cuenta de que me gustaba mucho el trabajo físico, poner el cuerpo, algo que la oficina no tiene. Además se me hizo adictiva la presión del servicio. Y confirmar que yo también tenía una veta creativa que podía poner en práctica.
–De ahí a tener tu propio restaurante no pasó mucho…
–Tuve la chance de viajar a Nueva York. A mi mujer, economista, que en ese momento era mi novia, le ofrecieron una pasantía en Columbia. Yo siempre había querido vivir ahí, así que la acompañé y aproveché para hacer stages (pasantías cortas) en varios locales, muy prestigiosos, con estrellas Michelin, como Contra, Attera, Stella, The Nomad y Eleven Madison Park. En Nueva York, que para mí es un destino gastronómico top five, empecé a pensar en el concepto que yo trabajaría si tuviera mi restaurante. Surgió la idea del bodegón en Buenos Aires como inspiración pero con una mirada más moderna, como estaba sucediendo, por ejemplo, con el Bistró francés. Al volver a Argentina me junté con un amigo interesado en invertir en la apertura de un restó y le dije que me sumaba si íbamos por el camino del bodegón. Nos pusimos de acuerdo, por suerte.
–Tenías acumulada cierta experiencia en cocinas importantes pero, ¿conocías el negocio?
–No. Si lo pensaba mucho, no lo hacía. Como con todo, me mandé. Un poco de ego también ayudó, confiaba mucho en mi cocina. Pero hoy puedo decir que fue bastante jugado, no me conocía nadie.
–¿Te topaste con obstáculos?
–Hoy lo haría todo diferente. El principal problema fue mi inmadurez en el mundo gastronómico. En general los cocineros que abren sus propios locales (y prosperan) tienen una trayectoria más extensa. Llevan 10 o 15 años trabajando en cocinas con referentes del negocio. Yo empecé a pensar en Mengano a mis 29 y lo abrí a los 30, pero tenía muchos menos años en el rubro, con experiencias intensas pero breves en la cocina. Lo más difícil fue el manejo y la organización del personal. El primer error fue abrir con pocos empleados, contratar amigos. Las cosas se confunden y además, lo que parece ser “un ahorro” termina siendo pérdida y mucho estrés. Las decisiones las tomé frente a la incertidumbre de no saber si nos iba a ir bien, si tendríamos clientes, pero a la distancia puedo decir que me hubiera gustado arrancar con más personal para hacer todo más sencillo.
–¿Sentís que pudiste plasmar la idea original?
–Sí, pero fue un desafío imponerla. Porque la palabra bodegón con la que presentamos Mengano traía algunas confusiones en el público que se acercaba. Ahora está más extendida la idea de la reversión, pero en ese momento teníamos algunos clientes que cuestionaban la honestidad, porque no servimos porciones exageradas o porque cambiamos algún ingrediente. Nos decían “eso no es un revuelto de gramajo”, porque le ponemos cebolla caramelizada y queso de cabra, entonces en la carta lo titulamos “No tan revuelto de gramajo”. Con ese tipo de vuelta de tuerca hicimos convivir esos mundos. Hay elementos del bodegón tradicional, incluso en la ambientación, con homenajes al fútbol, la inmigración, al campo, pero yo digo que el uso del concepto es algo irónico. Los platos están inspirados en esos sabores pero siempre pensamos un poco más allá: hacemos un matambre a la pizza, OK. ¿Con qué lo acompañamos? En lugar de enfocarnos en el matambre pensamos en la pizza y ahí, la idea: ¡sale con fainá! La milanesa no es esa gigante que uno imagina en el bodegón, cubierta de papas. La hacemos en sándwich, la carne es tapa de asado de wagyu cocida al vacío por 10 horas, que empanamos en panko antes de freír. Con recortes de esa carne hacemos las empanaditas, pero con un caldo gelificado que la vuelve parecida a un dumpling chino con sabor argentino. Otro ejemplo son los ñoquis de chipá o la ensalada: no sirvo una mixta, la nuestra tiene boquerones.
–¿Y ahora el público lo entiende?
–Habrá quien todavía se quede enganchado con el concepto bodegón sin poder resignificarlo, pero en general llegan informados. Quieren comer bien y en todo caso se divierten con la propuesta. Yo escucho las distintas demandas y busco adaptarme pero con ciertos límites. No cambio los platos de la carta, salvo contadísimas excepciones. Pero no le hago unos fideos de paquete a alguien porque vino pensando en un platazo de pastas. Eso no lo transo.
–Mengano recibió una mención en la Guía Michelin, resaltando la relación precio-calidad. ¿Trabajás para ese tipo de reconocimientos?
–Fue una sorpresa y nos encantó. La noche de la premiación fue espectacular. Lo que cambió es que, si bien solemos trabajar con los cubiertos completos, ahora encontramos gente haciendo fila para entrar. Es mucha visibilidad, especialmente con el público extranjero. Es un gran estímulo para mejorar, sin dudas.
–Hablando de visibilidad, ya no sos un desconocido de la escena pero tampoco se te ve activo en redes o medios. ¿Es algo que te gustaría explorar?
–Sé que la tele o poner la cara en redes sociales le daría al restaurante mucha difusión. Algo me han ofrecido pero no me veo ahí porque soy muy tímido. Ya las fotos me cuestan un montón. Y por eso me parece que lo haría mal. Prefiero concentrarme en mis platos. Eso lo hago bien.
–¿Vos salís a comer?
–Salgo poco, pero porque tengo dos hijos muy chiquitos (2 años y medio y 7 meses). Trescha es un inevitable, me gusta Corte, también lo que hacen los chicos de Niño Gordo, La Carnicería.
–¿Tenés proyectos a futuro?
–Sí, una apertura en Colegiales pensada para mitad de año, enfocada en el vino, con platos de autor y productos de estación. Estamos en obra y ahora tengo la posibilidad de no cometer los mismos errores que en mi primer restaurante. Aunque, digamos, tan mal no salió.