Hace más de 50 años, en Acassuso, Carlos Lausi compró un pequeño local que nació para darle de comer a empleados de una empresa norteamericana y lo transformó en leyenda
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Entra como pancho por su casa, a pesar de que hace 15 años que vendió el local. Justamente, en este mítico restaurante de Acassuso, Carlos Lausi trajo a Buenos Aires el hot dog texano, con una salchicha extra grande –que por acá se desconocía–, queso y panceta. También fue pionero en ofrecer hamburguesas y milkshakes. Su querido The Embers fue el primer restaurante de comida norteamericana de Argentina. “Son 50 años de historia para contar, ¿cómo los resumo?”, pregunta Carlos, emocionado de estar en su segunda casa para esta entrevista.
Arrancó en 1961, con 17 años, y permaneció hasta que se retiró. “Cuando empezamos, Avenida del Libertador tenía una zanja a cada lado, que después entubaron. Algunos me criticaban por ofrecer carne picada, que llamaban comida para gatos. Y en realidad, cada vez venía más gente. Los fines de semana vendíamos 1500 hamburguesas por día”, revive Carlos.
Durante décadas, este fue el punto de encuentro en las afueras de la ciudad. En las noches de verano explotaba, estaba de moda ir a Libertador para comer la novedad: la hamburguesa. Con aros de cebolla y papas rejilla. “Fuimos primeros en muchas cosas, los manteles de papel no se usaban en Buenos Aires. El ice cream soda solo podías tomarlo acá. La cocina estaba a la vista”, sostiene Carlos.
Para el momento, era algo inédito sentarse en una barra y ver cómo preparaban un sándwich a la plancha. O un pancake en la estación de postres. La gente que acudía al río o al Hipódromo de San Isidro luego cerraba su paseo en este restaurante. Como había gimnasios cerca, The Embers también era el punto para tomar el desayuno americano, junto a muchos extranjeros que iban a Acassuso en busca del waffle con huevo, bacon y jugo de naranja. El lomo Manhattan también se ganó sus adeptos, así como las ribs con barbacoa y papa rellena. Por entonces, ellos mismos elaboraban los aderezos, que en la época de carnaval tenían que retirar de las mesas, porque en el tumulto la gente apretaba los pomos. Los mozos vestían pantalón negro, camisa y chaleco blancos, con botones dorados y moño. Lo único que no había era sistema operativo. Era todo memoria. Tampoco Excel. Los números se hacían a mano, con lapicera. “En el 69 inauguramos en Callao y Santa Fe, luego en la avenida Cabildo y en la peatonal Lavalle. De acá salieron cinco The Embers”.
El traspaso de mando
Cuando Carlos Lausi decidió jubilarse, sus hijos eran todavía muy chicos, así que traspasó el negocio a Guido Campos y Fernando Louro, dos amigos que se habían conocido trabajando en gastronomía y que un día decidieron emprender juntos. “La familia de Fer se dedicó a esto toda la vida, nos enteramos de que The Embers estaba en venta a través de su papá, que casualmente había trabajado como extra en el local. Yo, por mi parte, siempre quise tener un restaurante”, cuenta Guido.
En esa inversión, el desafío era múltiple: preservar los recuerdos de su infancia y devolverle el esplendor a la marca, porque para entonces el único local que seguía existiendo era el original. “Yo iba de chico. Mi viejo trabajaba en San Isidro y cuando lo acompañaba, el plan era ir a The Embers. El negocio estaba bien, pero tenía muchos años, entramos nosotros con ganas de hacer cosas, sin tocar el espíritu, teníamos claro que no queríamos alterar su esencia”.
Lo compraron en 2010 –antes de la movida de las hamburgueserías en Buenos Aires– pero al poco tiempo se prendió fuego: “Con Carlos Lausi hacíamos muchos viajes juntos –recuerda Guido–. Cuando estábamos en Tailandia, yo veintipico, él sesenta y pico, me llamaron y me dijeron que el local se había incendiado. Como era un chalet, tenía mucha madera, ardió todo. Y a él también lo llamaron para avisarle. ‘Zafaste que lo vendiste justo’, le decíamos a Carlos, para consolarlo. Las malas lenguas decían que era para cobrar el seguro, pero nada más lejos. Fue muy heavy recuperarlo. Mantener los sueldos del personal con nueve meses cerrados por obras”, describe Guido.
El frente lo pudieron salvar. La plancha de hierro donde hacían las hamburguesas también.
Actualmente, lo que se conserva del The Embers fundacional es la fachada, las recetas, la tradición de las banderitas y el ambiente familiar. “Lo que tratamos de hacer es generar nuevos recuerdos para que nuevas generaciones, el día de mañana, puedan revivir esta experiencia. La carga emotiva que despierta esta marca en el cliente es un montón, así que hay que tratarla con mucho respeto”, cierra Guido.
Nuevos tiempos
Con la actualización, volvieron a tener seis sedes. Esta vez, en lugar de puntos neurálgicos de la ciudad, fueron por más locaciones en zona norte (Tortugas, Pilar y Martínez, además de Acassuso), reconquistando su tierra natal.
–¿Cómo se gestó The Embers, Carlos?
–Corría el año 1958, estaba Arturo Frondizi en el poder. Este local era una casa de discos, muy angosto, realmente pequeño. Un ingeniero de la fábrica de automóviles Kaiser Argentina, de la IKA, tuvo la idea. Acá había muchos chicos norteamericanos, petroleros, que no tenían dónde comer hamburguesas. Así que el estadounidense llamó a un argentino que vivía acá a la vuelta, en la esquina, y se llamaba Adalberto Casinera: juntos crearon el concepto, armaron una barra, pusieron dos cocinas comunes, empezaron a preparar aros de cebolla y milkshakes y se llenó.
–O sea, ¿el lema dice ‘since 1961′ pero están desde antes incluso?
–Claro, en el 61 es cuando entra mi familia con Carlos Nusbaun como socio administrador. Se lo vendieron a mi tío, Enrique Oliver. Además estaba mi madre en compras, que como se separó tuve que ayudarla. Desde los 18 años yo venía todos los días, fines de semana también, salvo los miércoles que tenía franco.
–¿Cuál fue el secreto del éxito?
–El personal. A mí me decían “Pablo Paz hace la mejor salsa de champiñones” y yo lo iba a buscar.
–Eras un cazatalentos…
–Yo me dedicaba a ir a los mejores restaurantes, al Plaza Hotel, al Tabaris, para dar con los mejores cocineros y los mejores mozos, y los traía acá. Se iban jubilando pero los nuevos iban aprendiendo de ellos. Hacíamos todo nosotros, la mayonesa casera, la mostaza con semillas y cerveza. El chilli era complicado para hacer. La pavita... ¡Hasta las banderitas!
–Y despachaban una gran cantidad de postres, que venían con la famosa banderita. ¿Ustedes mismos hacían una por una?
–Sí, una por una. Con escarbadientes y cintas de colores, que eran rayadas. Después, un proveedor nos empezó a acercar las banderitas, se llamaba Elías. Hizo una plancha con 260 países y se la daba a gente de barrios carenciados para que las armara. Nosotros no dábamos abasto.
–¿Por qué venía la gente?
–Para comer las mejores hamburguesas. La calidad y la originalidad de la comida llamaba la atención. Ni las cadenas estadounidenses habían llegado al país. The Embers fue el creador de las hamburguesas en la Argentina, esa es la verdad. Después vinieron los demás: Paty, Pumper Nic, McDonald’s... Me decían: “Te vas a fundir, en el país del bife de chorizo vendiendo hamburguesas”.
–Pero fue un éxito.
–La hamburguesa tenía 150 gramos, recibíamos 1500 kilos de carne. Era una locura. Compramos el local de al lado y ampliamos arriba. Teníamos 35 mesas en la vereda. Entraban 600 personas. Acá, a las 14 horas, parecía que paraba un tren de la gente que había. Teníamos 35 personas trabajando. Los mozos eran amigos de los clientes. Te preguntaban cómo te fue, cómo comiste...
–De esos a los que los llaman por su nombre. Como Beto, que está desde hace 44 años...
–Sí, yo trabajé toda la vida con Beto. Él no fue “robado”, entró como lavacopas y fue ascendiendo.
–¿Qué significa este lugar para usted?
–Lo tengo en el corazón. Todo lo aprendí acá. Con la gente que trabajé acá.
–¿Por qué lo vendieron?
–Estábamos mayores, mis chicos eran muy chicos para hacerse cargo, así que el traspaso se dio hacia afuera. Con Nusbaun decidimos vender. Estuve 50 años, llegué a tener 19 restaurantes. Este fue el primero, y el único de hamburguesas, por supuesto.
–¿Qué quiere decir el nombre en inglés?
–Es una reunión de gente. Por ejemplo en un campo, unos amigos que se juntan, toman café, tocan la guitarra, prenden un fogón, bueno, todo eso, “cozy” [acogedor] es The Embers.