La periodista transformó su popular podcast, “Chat de Mamis”, en un libro donde comparte vivencias, información y entrevistas a expertos
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El despertador suena 7 am y el día empieza a correr en la casa de María Julia Oliván, muy cerca de los estudios de Border, esa aventura autogestiva que dirige y que la reconcilió con el periodismo. Durante años, Oliván le puso el cuerpo al oficio, simbólica y literalmente: fue redactora, columnista, panelista, incluso conductora, hasta que la llegada de su hijo Antonio (8) y su posterior diagnóstico de TEA (Trastorno del Espectro Autista) la obligaron a decir “basta”. María Julia se bajó entonces de la calesita frenética de las noticias: renunció al programa Intratables, se fue de la radio, y entró en un paréntesis de incertidumbre, ahí donde las señales que daba su hijo empezaban a ser claras pero el camino a seguir, en cambio, se presentaba cada vez más oscuro. “Primero pensé ‘bueno, no me van a llamar nunca más, terminó mi vida de periodista’ –recuerda hoy, entre mate y mate–. Pero al mismo tiempo empecé a hablar con otros padres que atravesaban lo mismo que yo, prácticamente todos los días, para orientarlos a partir de lo que iba averiguando. Ahí me di cuenta de que hablaba con diez personas por día, diciéndoles a todas más o menos lo mismo, porque hay diez chicos que tienen problemas de esfínteres, ocho que tienen problemas en la educación, y así”, explica. Justo en ese momento, además, la llamaron de España para hacer un podcast sobre crímenes reales, pero la propuesta no terminaba de cerrarle. “¿A vos qué te late?”, le preguntaron, y cuando María Julia respondió que quería hacer algo con autismo, la respuesta, tajante, fue que no, no iba a funcionar. “Y bueno, me cebaron”, asegura hoy, entre risas. Fue así que se le ocurrió hacer el podcast ella misma y así surgió Chat de Mamis, episodios grabados en su propia casa donde compartía la información sobre autismo que había recopilado con expertise de periodista. “El día que salió por primera vez Lanata me estaba haciendo una nota, así que en el pico de rating de su programa aproveché y le dije: ‘Pará, tengo que chivearte algo: hoy saco Chat de Mamis’ [risas]. Fue impresionante la cantidad de gente que empezó a escribirme, a llamarme”, cuenta María Julia, y desliza lo triste que la pone el estado de salud del periodista, con quien tiene un vínculo realmente cercano (“tiene unas ganas de vivir tremendas, ahora gracias a Dios hablan las chicas, que es lo que corresponde”).
El punto es que, solo el primer episodio del podcast, tuvo 50 mil escuchas y pronto se convirtió en uno de los más buscados de Spotify. Ahora, Chat de Mamis (Diana) se transformó en un libro en el que Oliván mecha su experiencia personal con información, consejos y entrevistas a profesionales.
–¿Por qué creés que Chat de Mamis generó tanto interés?
–Creo que la sociedad es cada vez más consciente de que la neurodivergencia es parte de la vida. Todos tienen un amigo, un pariente, un compañero que la tiene. Yo, por mi oficio, cuento de una forma natural cosas que para otros son muy complicadas de explicar. Durante el tiempo que no estuve en los medios, me preguntaba quién era yo, dónde estaba la persona que había sido toda la vida. Y me di cuenta de que estaba ahí, hablando con padres, buscando y dando información, usando esa información como un servicio. Cuando vi lo complejo que era para mí entender la cantidad de trámites, leyes y toda la burocracia alrededor de esto, me dije: “Si a mí me está resultando difícil, no puedo imaginar lo que debe ser para una persona que tiene cinco hijos, o que no tiene nada de información”.
–¿Cómo se explica a grandes rasgos el autismo?
–Una imagen clara es algo que me dijo una vez una terapeuta: en el autismo, con la falta de lenguaje, el mundo frente a vos se presenta bullicioso y desordenado. No podés nombrarlo, pero tampoco podés sentirlo de una manera filtrada. Por eso lo primero que hay que entender es que el lenguaje no es la comunicación, la comunicación es mucho más. Acá el círculo de comunicación no son palabras, se trata de un ida y vuelta de miradas, de sonrisas, de algo que parezca un pedido...
–Contaste que al principio te frustraba mucho intentar hablar con tu hijo.
–Sí, nosotros volvíamos del jardín en el auto, en salita de dos, y yo le preguntaba: “¿Cómo te fue? ¿Cómo la pasaste con los amigos?” Nada. “¿Y qué hicieron?” Nada. Entonces de repente paraba el auto y me ponía a llorar. A veces él miraba por la ventana y se ponía a decir las patentes, “21AB”, empezaba, ¡y era un bebé! A la noche yo me acostaba con él, le leía un cuento, le decía: “Mirame, hijo”, y él miraba para otro lado. O le hacía ruiditos con el libro, esos que son táctiles, y tampoco. Yo insistía: “Mirame a los ojos”, lloraba, me ponía mal. Después nos contaron que había una cosa muy piola que era vestirte de payaso, ponerte una peluca y una nariz roja, para lograr que te mire. Lo empecé a hacer y la habitación de Antonio se transformó: ponía música, luces. Él empezó a reírse, pedía cosquillas, y cambió todo. Empezó una forma de comunicación, pero de ahí a que yo le diga “Antonio vení” y que venga, pasó un montón. Luego empezamos con Floortime.
–¿De qué se trata?
–Es la terapia de piso, que para mí es la adecuada para los primeros años. Lograr jugar con tu hijo, encontrar esa mirada, es fundamental. Porque siempre que se habla de las personas con autismo se dice que no tienen brillo en los ojos, que no encuentran placer en estar con otros, pero no es cierto. Lo que pasa es que les genera un desafío tan grande, tan estresante, que no lo hacen. Es como si a vos te pusieran a hablar con Xi Jinping [secretario general del Partido Comunista de China] y la verdad que no, paso [risas]. Si alguien te habla en un idioma que no entendés, a una velocidad que no podés seguir, si querés hablar pero no podés, y encima hay ruido, el estrés es enorme. Entonces el Floortime propone un lugar de calma. Tenés que sentarte en el piso, encontrar la mirada de tu hijo, lograr que se divierta con vos, que lo que le propongas sea fácil, usar menos palabras. Todo es un proceso más largo. Es muchísimo trabajo, se te va la vida, pero es la manera que encontré de ir viendo cómo mi hijo subía escalones. Es mucha demanda física, yo me siento constantemente cansada.
–¿Y hacés algo para compensar?
–Entreno, pero nada más. No voy al teatro, no voy al cine, no salgo a comer con amigas. No hago cosas divertidas y sé que está mal. Pero lo que me nace en mi tiempo libre es llamar a los padres que me contactan. No lo digo como algo positivo, es lo que me acostumbré a hacer.
–¿Te escriben, te llaman?
–Sí, hay de todo. Cuando me piden un fonoaudiólogo, ponele, digo “no, buscalo vos”, pero cuando me escriben y me dicen “María Julia estoy desesperada, me quedan cinco días y mi hijo se queda sin colegio” es otra cosa. Una vez una mamá me escribió en la pandemia, porque su hijo tenía 100 convulsiones por día. Les conseguí terapeutas, los contuve, les hablé, hoy sigo presente en las distintas etapas de su vida.
–¿Y eso lo hacés todos los días?
- Sí, es un trabajo más, pero siempre lo hice, soy así, no me hago la buena. Lo hacía antes de que naciera Antonio con otras cosas, por notas que hacía: con situaciones de pobreza, de vulnerabilidad, de mujeres golpeadas, gente que necesitaba medicamentos. El periodismo te da cierto poder, y a mí me cierra el círculo cuando sirve para algo.
–¿Qué fue lo que más te marcó de las cosas que te contaron?
–Una madre de Cosquín, que el otro día me llamó porque ahora se está por recibir de Asistente Terapéutica [sonríe]. Ella era empleada doméstica y como a su hijo, en el aula, no lo dejaban copiar más despacio, la madre iba a la vereda, se ponía atrás de la ventana que daba al aula y copiaba del pizarrón para que él no se atrasara. Después me mandó videos de su hijo multiplicando, escribiendo… el mismo nene al que querían mandar a un colegio especial, aunque hiciera cuentas a los cinco años. Yo la fui ayudando, la fui guiando, hasta hoy me manda mensajes.
–¿Qué terapia hacen ahora Antonio?
–Ahora está haciendo ABA, que es análisis de comportamiento aplicado, es la más conductual de las terapias, que no tiene muy buena fama en el país pero es muy popular en Estados Unidos. Yo hice el recorrido de ir preguntándoles a padres de chicos con autismo qué les pasaba, cuáles eran los principales problemas cuando eran más grandes. Y ahí encontré el tema conductual como una cosa muy marcada, difícil de manejar, como un punto en común. Entonces aparece ABA en mi vida. Se trata de encontrar, a través de la observación y de un montón de planillas que llenan las terapeutas, cuál es la función de determinada conducta del chico: por qué lo hace, qué quiere lograr con eso, qué consigue, y luego, poder ignorar el grito o ese comportamiento particular, redirigirlo, y subrayar las conductas positivas con reforzadores, que es como si fuesen premios. Con eso, lo que lográs es, primero, que te haga caso; después, que empiece a entender que puede establecer un orden, que puede ordenarse. Esta terapia lo que hace es ordenarte de una manera cronológica, de paso a paso, te orienta sobre cómo hacer cosas que otras personas hacen naturalmente. Esa es la terapia que hacemos desde que Antonio tiene cuatro o cinco años. A su vez, como yo soy muy obsesiva y participo de las sesiones, le mezclo con otras cosas. Para mí no es ABA todo el tiempo; es ABA con las terapeutas y conmigo es imaginación: volar, probar.
–¿Ahí te permitís ser intuitiva?
–Yo soy así y él es mi hijo. No voy a resignar ser este tipo de madre. A mí me gusta inventar cuentos, canciones, y él improvisa conmigo. Son cosas muy positivas porque Antonio se da cuenta de que con el lenguaje que tiene, que no es el lenguaje de un chico de ocho años, puede inventar, puede jugar, puede cantar. Cuando lo veo muy agotado, cambio el modo. Todo el tiempo hay que estar observándolo, viendo qué le pasa.
–Ahora vienen las Fiestas, ¿cómo se manejan con eso?
–Desde que nació Antonio, algo que hice en las Fiestas fue dormirlo a la hora de siempre, no hacerlo esperar hasta las doce, por ejemplo. Cada vez que vamos a un lugar, además, busco un cuarto de calma: un cuarto de servicio, un lavadero, una piecita que quede disponible. Y si se pone muy heavy, muy ruidoso todo, me voy ahí con él para que pueda regularse. Yo les diría a los padres que están en mi situación que no traten de hacer lo que hace todo el mundo, sino que hagan lo que a ellos les hace bien, que no piensen en el qué dirán ni busquen encajar en la felicidad ajena, yo ya no lo hago. Les diría que encuentren la felicidad en lo poco y no tan poco que es la paz familiar, o lo que puedan hacer; que no se sientan menos ni que no están pasando Navidad por no estar haciendo “la típica”. La mayoría de la gente hace un montón de cosas, y sí, yo también los veo a todos bailando a las doce, pero bueno, en el primer tiempo lo importante es que el chico vea que no va a ser expuesto a cosas que no puede manejar. Eso va a darle la seguridad de saber que está siendo cuidado. Una vez que esté maduro, para lo cual no va a tardar dos años sino seis, siete, va a poder animarse a probar otras cosas. Y ahí empezás a vivir un poco “esa normalidad”.
–¿Y tema vacaciones?
–Lo mismo. Para nosotros una salida es ir a pasear a San Isidro, comprar una cosa y volver. Otra salida es ir al supermercado y hacer una lista de cosas. Al principio yo decía ‘tengo que ir a Temaiken, al teatro, acá, allá', y te volvés loco porque el pibe se te escapa. Antonio se escapaba del cine hasta los seis años; ahora quiere ir todos los domingos. Yo les diría entonces a todos los padres que lo que pasa hoy puede cambiar, y que no traten de amoldarse a nadie ni que nadie se amolde a ustedes. Un poco hay que abrazar no solo al autismo, sino a la vida que tenés, que sí, se te limita, se te reduce, pero bueno, hay que encontrar ahí la paz y la diversión con tu propio hijo, en lugar de tratar de seguir el ritmo de un mundo que va a toda velocidad… De la raíz al árbol, como me enseñaron.
–¿Pensás en el futuro?
–Pienso en lo que tengo que hacer para que el futuro de mi hijo sea bueno. Concentrarme en la autovalidación; darle el contexto para que genere autoconfianza; hacerlo sentir amado; validarle los logros. Desde los tres años lo hacía cocinarse la croqueta conmigo, lo voy haciendo hacer cosas para que gane seguridad. Un poco lo que hicieron conmigo cuando me criaron: cuantas más cosas podía hacer de manera independiente, más segura me sentía y menos miedo tenía. Tal vez eso me lleva a superar obstáculos permanentemente.