Con su llegada a la Argentina, la “biblia de la gastronomía” que premiará a restaurantes en dos destinos ya desata todo tipo de especulaciones
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Después de varios rumores que corrieron durante el año y muchos incrédulos del mundillo gastronómico que aseguraban que era “imposible”… pasó. Hace casi dos semanas, se anunció la llegada de la célebre Guía Michelin a la Argentina, que por primera vez en la historia incluirá restaurantes de dos destinos locales: Buenos Aires y Mendoza.
Sin dudas, el primer logro es que el proyecto beneficia a una ciudad y a una nación, lo cual, en año electoral, habla bien de quienes lo hicieron posible y nos deja ver que se puede trabajar en conjunto porque es innegable que suma, por donde se lo mire.
Rápidamente, las especulaciones empezaron a correr: qué va a pasar, qué restaurantes van a recibir la distinción, cómo son los jurados... y la rueda sigue girando. Todo, o casi todo, se centró en qué opinábamos los cocineros. Pero lo cierto es que la Guía no está hecha para los cocineros; tampoco por ni para periodistas. Desde su inicio, la Guía Michelin fue hecha para viajeros. Y las categorizaciones eran más o menos así: una estrella, un buen lugar donde comer; 2 estrellas, vale la pena desviarse del camino por ese lugar; 3 estrellas, el restaurante merece un viaje hasta la ciudad que sea para conocerlo.
En este sentido, el turismo que atrae la alta gastronomía es innegable. El destino Buenos Aires-Mendoza es un combo atractivo de por sí para los fanáticos de la comida y este impulso va a traer más “turismo foodie”, que sigue las novedades del rubro.
Al principio, la Guía Michelin se fue expandiendo por distintas ciudades de Europa, estableciendo pautas que se mantienen hasta hoy. Trabajar con ese nivel de profesionalismo no es sencillo: mandar inspectores, que logren mantener su anonimato, que hagan varias visitas en el año a una gran cantidad de restaurantes para deliberar cuáles llegan al estándar de sus clientes (los viajeros que siguen la Guía para decidir sus viajes y comidas) es caro y trabajoso. Pero a la vez, es una garantía indiscutible.
Para los restaurantes de una estrella no hay un promedio global claro, pero para los de 2 estrellas, el promedio de cubierto es de US$ 250 y para los de 3 estrellas, US$ 357. Claro que a los de 3 estrellas hay que sumarles algunos detalles, como la dificultad para conseguir mesa (con listas de espera de mas de 6 meses). De hecho, concretar ciertas reservas es, muchas veces, una muestra de poder e influencia.
Hay personas que ni siquiera nombran el lugar o el chef y simplemente mencionan que fueron a “un 3 estrellas”: la marca pesa más que todo.
Unos años atrás, la lista de restaurantes que uno imaginaba para Argentina era más clara, un poco más obvia. ¿Las razones? La escena local y el mundo eran otros. Hoy, el panorama es diferente y prolífico. Puede haber algún numero cantado, pero el resto, es pura incógnita... y mito. Que sin manteles o servilletas de lino no hay estrella, que si el baño no esta inmaculado tampoco, que debe haber al menos un camarero cada 5 personas, que miden cuánto tardan en servirte el agua o recoger una servilleta caída… ¿Acaso hay lugares donde la comida es excelente pero no serían tomados en consideración porque no son “elegantes”? ¿Hay algunos “descalificados” por no tener la formalidad necesaria en la atención? Lo sabremos después del 24 de noviembre. En lo personal, creo que son factores que solo van a depender de cuánto la Guía considere (o no) que sus clientes estarían dispuestos a aceptar.
Cuando la Guía Michelin llegó a Japón, en 2007, Tokio obtuvo en su primer año más estrellas que París y Nueva York combinados. Por supuesto que esto enfureció a los franceses, pero quien haya visitado Japón sabe que la búsqueda de la perfección y la atención al comensal están por arriba del estándar internacional.
Por otra parte, vale decir que el peso para los restaurantes con estrellas Michelin es enorme. En promedio, una estrella garantiza un 20% de incremento en el negocio, y 2, hasta un 45%. Perderla, en cambio, puede implicar una baja de 75%...Mantenerla, en tanto, significa gasto constante en mejorías del local y aumento de la nómina de empleados, por ende, de los costos: muchos restaurantes no soportan financieramente la exigencia constante. Y, por otro lado, está la presión personal del cocinero, que se traslada a todo el staff (no es lo mismo para un bachero lavar una copa de $1500 que una de $25.000). Según un estudio de Nestlé, en 2017 el 51% de los chefs sufría ansiedad; en 2019 alcanzó el 81%. “Ganar la estrella es fantástico, mantenerla es un infierno”, es el resumen de muchos testimonios. Veremos qué pasa cuando todo esa presión se encuentre con las nuevas formas de llevar adelante un restaurante, donde muchos buscan no solo la excelencia culinaria, sino la sustentabilidad, el sentido de comunidad y el propósito.
Que las estrellas se den y se quiten cada año es malo para la psiquis de los cocineros, pero bueno para los comensales: la reevaluación constante genera una Guía confiable. El primer año será todo alegría; veremos qué pasa el segundo.