Los mitos de la parrillada: ¿los ricos no comían achuras?
A principios del siglo XX, un cocinero del Congreso de la Nación puso a diputados y senadores a degustar chorizos y chinchulines
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La anécdota la contó Jorge Luis Borges en una entrevista publicada en la década del 70 que circuló desde entonces y hasta el día de hoy. Allá por los años 20 y siendo bastante joven, decía Borges, fue al mercado del Abasto y comió parrillada con chinchulines. Al enterarse, su padre puso el grito en el cielo: si no le daba vergüenza, le preguntó contrariado, siendo él un criollo de familia vinculada al patriciado, comer achuras. El episodio (que viniendo de Borges nunca sabremos cuán verdadero fue) legitimó así una vieja idea: que los “ricos” no comían esas cosas. Lo que el papá de Jorge Luis no sabía es que el primer recetario de autoría argentina (1880), salido directamente de dos ilustres familias porteñas (los Pueyrredón y los Pelliza), incluía achuras en varias de sus recetas…
Por otro lado, hay una versión que asegura que la parrillada criolla (hoy “parrillada mixta” o a secas) habría sido inventada a principios del siglo XX por un cocinero afroargentino llamado Antonio Gonzaga, que puso a toda la élite de la ciudad de Buenos Aires a comer chorizos, chinchulines, ubre y otros embutidos y achuras.
“El Negro Gonzaga”, como lo apodaban, era un profesional experimentado y de un gran conocimiento de la comida. Nacido en Corrientes alrededor de 1875, fue cocinero en la Armada y en la década de 1920 llegó a ser Jefe de Cocina del Congreso de la Nación. Esto no era una rareza, porque una gran cantidad del personal no administrativo del Congreso era afroamericano, y porque también lo había sido el cocinero de moda en Buenos Aires varias décadas antes: Francisco Figueredo, que había cocinado para los Mitre, los Cullen, los Figueroa Alcorta y los Lacroze, entre otros.
En 1928 Gonzaga publicó un recetario y un libro llamado El arte de la cocina argentina y francesa con la receta de “parrillada a la criolla” (la primera en figurar en formato libro) que incluía cortes de carne, chinchulines, ubre, chorizos, costillas, tripa gorda, morcillas, pechito de cordero y varias cosas similares. Además, se animó a incluir parrillada en el menú del comedor del Congreso.
Ahora bien; lo cierto es que los llamados “despojos” (chinchulines, cuajo, mondongo, librillo, tripa gorda) eran lo más barato de la producción de una carne vacuna que ya era en sí misma, en los siglos XVII y XVIII de nuestra historia, sorprendentemente barata. De ahí que los antiguos relatos y testimonios que presentan a las achuras como comida destinada a la alimentación de los esclavos africanos y afroamericanos no mientan ni exageren. Desde la publicación de El matadero, de Esteban Echeverría, (1871) en adelante, la figura de las “negras achuradoras” que se llevaban las indeseables partes animales a sus hogares se repitió una y otra vez en nuestra cultura impresa. Sin embargo, de ahí a creer que en el siglo XX la incorporación de achuras en un conjunto de carnes asadas sea obra exclusiva de un famoso cocinero solo porque era afroargentino, hay un larguísimo trecho. Él fue, en todo caso, el primero en publicar una receta sobre esta preparación.
Por otro lado, ya desde antes la conducta alimentaria de las élites porteñas estaba estructurada en un modo que la antropóloga Patricia Aguirre, tomando la expresión de Lévi-Strauss, denominó “diglosia culinaria”. ¿Qué significa esto? Que las familias pudientes tenían dos estilos de cocina según la ocasión: para las comidas sujetas a la mirada pública (los banquetes en la ciudad), cocina francesa canónica; para las comidas íntimas e informales, o las que se hacían en las estancias, cocina criolla, la cual incluía achuras y embutidos frescos asados a la parrilla. Sí, a nadie se le ocurría (igual que sucede hoy) vincular estos ricos trocitos de pura proteína y lípidos con el consumo suntuario y elegante... Pero varios de los personajes descollantes de lo que ha sido llamada “la Belle Époque argentina” no le hacían asco ni a los chorizos criollos (es decir, frescos) asados, ni a los chinchulines. Nada más y nada menos que Miguel Cané (el autor de Juvenilia) y Carlos Pellegrini (el que fuera presidente de la Nación), eran afectos a estas achuras según una carta que le envió el primero al segundo en 1897.
Por último y más allá de todas estas anécdotas, algo está claro: hay evidencia en la prensa periódica de la existencia de parrillada antes de la década del 20. Porque tanto en Buenos Aires como en Rosario y también en Uruguay, se hacían abundantes asados a la parrilla con sus correspondientes chorizos, chinchulines y morcillas. Algo que Borges, sin lugar a dudas, habría aplaudido con ganas.
La autora es semióloga e investigadora en historia de las culturas alimentarias de la Argentina