Nuestros ídolos también son el espejo de cómo son aquellos que lo miran
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Muchos se sorprendieron al ver a Madonna en la entrega de los premios Grammy. El rostro de la artista se mostraba extraño, blanco y marmóreo, con una expresividad desconcertante que muchos calificaron como siniestra, lo que dio pie a sensaciones como el temor, la pena o la angustia lisa y llana.
En este punto vale recordar que las figuras icónicas “sirven” para representar algo que les pasa a muchos que no son famosos, pero que los artistas hacen visible exponiendo cuerpo y alma de forma a veces riesgosa.
Chesterton decía que “a algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino que los revelan. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”. Lo mismo vale para el rostro y la manera en la que lo “editamos” ante la mirada de los otros. Si los ojos son el espejo del alma, el rostro es también el espejo de lo que se ha vivido y del cómo de ese vivir.
Pero también es el espejo de cómo son aquellos que lo miran . El cruel mirará con crueldad el rostro ajeno, el mezquino lo hará con mezquindad y el generoso sabrá ver desde su generosidad aquello que se presente ante su mirada.
Es así entonces que Madonna nos pone de alguna forma frente a nosotros mismos. Hay un cierto regodeo de muchos al ver que quien parecía una deidad “sucumbe” de manera quizás fallida ante el eterno tema del paso del tiempo y la finitud que nos iguala.
Esa es la crueldad de la idolatría que se disfraza de amor y lejos está de serlo, porque acepta al ídolo mientras este no muestre su humanidad, tal como lo ha hecho días atrás una Madonna que, como todos, hace lo que puede con el paso del tiempo ya sin el refugio del disfraz de diosa omnipotente.
Sabemos que es bueno abrevar en un amor incondicional que no requiere ni que seamos jóvenes por siempre ni que debamos andar borrando huellas de la vida para cambiarlas por una máscara que solo muestra, como quizás en este caso, el miedo al desamor.
Es bueno poder decir o escuchar: “no te esfuerces tanto en complacer un ideal, te queremos así como sos, con el tiempo transcurrido incluido”. Es un alivio poder vivir el tiempo desde esa perspectiva, sin andar tratando de atrapar eternidades, editando cuerpos, caras, actitudes y demás.
Cosas peculiares de esta vida nuestra: en escenas aparentemente banales aparecen las cuestiones de siempre, entre ellas esa extraña envidia que le tenemos a los dioses eternos y el afán fallido de emularlos.
Posiblemente sea mejor transitar territorios más sosegados, apostando a que, si de eternidad estamos hablando, sea la eternidad del amor que hayamos sabido vivir siendo lo que somos, sin miedo a lo que el tiempo talle en nosotros. Así todo se vive con más serenidad y sin tantas exigencias por ser algo distinto de lo que somos. Esa serenidad se verá reflejada, sin dudas, en el rostro que los años nos vayan dibujando y, tal vez, sea esa, al fin de cuentas, la verdadera belleza.
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