Radicada en Uruguay y dueña de la finca Lapataia, habla de su estilo de vida y su actual visión de la Argentina
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La princesa que lleva un nombre que significa júbilo, alegría y delicia, se ríe con ganas cuando se entera de que algunos la bautizaron “su alteza rock”. “Me divierte. Porque si tener rock es sinónimo de libertad, de devorar la vida, viajar, diseñar veranos e inviernos con encanto, cruzar océanos para ver moda, arte o disfrutar de una ópera, bueno, entonces seré eso”, dice pícara y con un cigarrillo electrónico en la mano Laetitia Marie Madelaine Valentine de Belsunce d’Arenberg. Una mujer que tiene tantos nombres como títulos nobiliarios.
Hija del marqués de Belsunce, que falleció en la batalla de Montecassino, y de Marie Thérèse de la Poëze d’Harambure, llegó al Río de la Plata en 1951 siendo una niña. En ese entonces ya se daba a conocer con el nombre que la haría famosa en estas tierras, porque su madre se había casado con el onceavo Duque d’Arenberg, de quien adoptó el apellido.
Aunque pasa buena parte del año en Europa, su lugar favorito es la estancia Las Rosas (Montevideo), de donde surgió Excalibur, el mejor caballo del mundo, en 2014. Se la conoce también como la reina del dulce de leche porque, entre sus múltiples emprendimientos, compró la finca turística Lapataia, donde organiza desde hace más de 30 años la Fiesta de la Patria Gaucha. Lo cierto es que esta mujer de casi 83 años nacida en Brummana (Líbano, en tiempos del protectorado francés) es, para muchos, fascinante. Primero por su compromiso con las cuestiones solidarias, pero también por su vitalidad, sus looks y su pasión por los animales. “Tengo cientos de bichos divinos y mis famosos perros chihuahua de pelo largo. Begonia es ‘mi hija’, quien me acompaña por el mundo”, cuenta mientras la invita a posar sobre su mesa francesa, en el departamento porteño que cada año la recibe.
–¿Qué le gusta de la ciudad?
–Todo. Yo adoro Buenos Aires. Además de los amigos, considero que no perdió su elegancia ni su identidad. La gente es regia. Desde ya no es la de antes, pero eso no sucede en ninguna parte del mundo, excepto en Italia. Siempre hay una cosa de este país que me atrae. Existe cierto refinamiento heredado de los europeos.
–¿Usted mira a la Argentina con esperanza?
–Claro. Y tiene que ver con el presidente que gobierna ahora. Yo me siento un poco pionera. Hace algunos años lo escuché y dije: “¿Este pájaro quién es?”. Lo fui siguiendo y de pronto terminó en el sillón de Rivadavia. La verdad es que me enamoró, quisiera conocerlo. Todas las noches, cuando rezo, pido que a Francia le llegue un presidente como él.
–¿Tiene algún sueño pendiente?
–Más que pendiente, es un sueño loco, una fantasía que siempre anduvo por ahí, en mi cabeza. ¿Sabe lo que a mí me hubiera gustado? Haber nacido en una familia normal y poder recorrer el mundo solo con una mochila, mi perro y una amiga. También me hubiera gustado la idea de una combi [risas]. Qué maravilloso.
–¿Princesa rock o princesa hippie?
–Uno es un poco y un poco, me parece. Se nace con ciertas características, pero también te marca el entorno. En mi caso fue Mapi, mi niñera. Una mujer suiza, budista, con una vida terrible porque le habían fusilado al marido, sus dos hijos y al perro, en Croacia. Mi padre buscaba una mujer que hablara idiomas, así que quedó ella. ¡Lo que me enseñó! Antes de que existiera el puente de La Barra, en Punta del Este, cruzábamos la laguna a caballo. Lo mismo en José Ignacio. Nos tirábamos al mar, lanzábamos palos para ver la dirección de la corriente. Estuvimos juntas hasta que se enfermó gravemente y murió, toda una vida. Con ella descubrí lo que era la casita de la telefonista, que luego transformé en mi amado rancho de verano, frente al mar.
–Tuvo una función materna...
–Sí, nunca me despegaba de ella. Me enseñó el amor por las plantas y los animales. Mi mamá adoraba sus rosales y me recuerdo una tarde viendo cómo las hormigas comenzaban a devorarlos. Era muy chica, así que empecé a pisarlas. Pero llegó Mapi y me explicó que no hacía falta hacer eso porque íbamos a poner un producto, que obviamente muchas iban a morir, pero que el resto se iría a otra parte para buscar comida. Me enseñó a no matar y hoy no puedo ni con una mosca.
–Su hermano Rodrigo –excéntrico personaje del jet set noventoso– era un famoso cazador. ¿Cómo convivían con eso?
–Fue un buen hombre, adorable. Pero tuvo su época de excesos y ni qué hablar de eso. Lo que hacía en Villa d’Arenberg era terrible. Todo lleno de animales que había matado, una cosa horrorosa. Yo nunca fui a su departamento porque había osos, panteras, pieles por todos lados. Viajaba al África con amigos, una cosa que ni quería escuchar porque me hacía pomada. Y todo ese espanto salía en las revistas. Mejor no recordar.
–¿Es cierto que jamás jugó a las muñecas?
–Sí, me crié en un ambiente muy masculino, así que prefería jugar a los indios. Si me regalaban una era muy posible que terminara atada a un árbol. Además trabajábamos. Nuestros padres nos obligaban a trabajar dos horas por día, cocinando, pelando papas, leyendo libros a personas ciegas o cualquier tarea solidaria en el hospital.
–Y se recibió de chef...
–Sí, de grande estudié en Francia, en Le Cordon Bleu. La gastronomía es mi perdición. Hace años que no cocino, pero sé hacer todo.
–¿Cuál es su hit?
–El risotto con trufas, el suflé de queso, los pescados con diferentes salsas. Los postres no son mi fuerte porque no me gustan.
–¿Qué cosas la indignan?
–La envidia, la mentira y los celos. Y todo lo detecto enseguida, tengo una mirada 360. Apenas lo huelo ya me pongo insoportable. Y me duele tanto, hiere mi ser.
–¿La traicionaron mucho?
–Sí, hubo unas cinco o seis amigas que no lo eran. Sucede. Mapi siempre me decía: “¿Usted cree que si no tuviera tantas cosas tendría tantos amigos?”. Ella me advertía. Pero también me enseñó a no juzgar. A mí me gusta la gente, me sale de adentro. Pero ojo, que no vea un maltrato a un niño o a un animal. Ahí sí me vuelvo loca y me pongo muy mala.
–¿A qué le tiene miedo?
–Ni a la muerte ni a cumplir años, que me encanta. Hay que saber envejecer bien. Uno al fin encuentra la sabiduría y el equilibrio. Y si Dios te dio la posibilidad de vivir lo que soñaste... ¡adelante! A honrar eso. Todas las noches rezo para dar las gracias.
–¿Cuál es el secreto para estar bien?
–Yo, a mi edad, decidí crear una fundación que tiene como objetivo el bienestar animal, la protección del ambiente, la educación y la cultura de chicos con pocos recursos. John (Anson), mi compañero de ruta, ya está muy mayor, pero eso no me permite detenerme. El secreto de la juventud es conservar proyectos, moverse, dejarse llevar por el deseo y la curiosidad.
–Su vida merece ser contada.
–No, ¿para qué? Hay tantas vidas importantes. También ahí está el secreto. Nunca hay que pensarse tan especial.
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