El célebre actor español traerá pronto a la Argentina a Bruto, su propia etiqueta; en paralelo a su carrera artística, ha elaborado vinos con grandes bodegueros
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Es más bien poca la ceremonia que despliega Imanol Arias cuando se le sirve una copa de vino. Mira, huele y prueba como cualquiera que disfruta del vino con cierta afición, pero a juzgar por la falta de espamento y de pose nadie diría que esta bebida tiene un papel central en la vida del célebre actor español. Amante de la gastronomía –su multipremiado programa Un país para comérselo es un clásico de la televisión española–, Imanol no solo hace vino, sino que juega en las ligas mayores.
Su más reciente creación, Bruto, que pronto llegará a la Argentina, nace de su asociación con una bodega de reputación internacional. Antes, en otras oportunidades, hizo vino junto a grandes estrellas del fútbol como Ronaldo y Figo. “A mí el vino me ha regalado todo”, dirá en algún momento de esta entrevista, en la que no habla en su más conocida faceta de actor, sino como hacedor y amante del vino.
–¿Cómo empieza tu relación con el vino?
–Bueno, yo no fui a una escuela normal. A los 10 años entré en la escuela del taller, donde trabajaba mi padre, que era tornero. Por lo tanto, tenía los mismos horarios que él. Comenzábamos a las ocho de la mañana, cuando el dueño abría la fábrica, y salíamos a las 12. Luego, de 12 a 12.15 o 12.20 los padres chiquiteaban.
–¿Qué es chiquitear?
–Chiquitear es ir tomando vino. Lo que pasa es que tomas de pie. Entra al bar toda la cuadrilla y todo el mundo sabe quién tiene que pagar la ronda; simplemente van y te ponen unos [vasos] chiquitos junto con unas gildas, que son las tapas clásicas que llevan una guindilla vasca, una aceituna y una anchoa de mucha calidad. Y así vas tomando tus chiquitos y tus tapas. En 20 minutos mi aita [padre, en vasco] se podía bajar una botella.
–¿Qué hacías vos mientras tanto?
–Muchos chicos jugaban al fútbol. Pero los mayores como yo salíamos pitando para casa. Nos daban una botella de litro y medio, vacía, y bajábamos a la bodega. En la bodega había vino de Rioja, que es el vino que se toma en el país vasco. Había de diferentes bodegas, como Haro, Remelluri, Labastida... A mi padre le gustaba el de Labastida, de Rioja Alabesa. Entonces bajabas y pedías “vino para casa”. Primero te ponían un chupito para ver si lo reconocías, y recién después te llenaban la botella. Ahora sí, con la botella llena, corrías a la casa y cuando llegaba tu aita lo recibías con el vino. A mí, por ser el mayor y haber llevado el vino, me dejaba tomar un poquito con gaseosa. En el país vasco, el vino es muy importante en las relaciones humanas.
Tengo una foto de niño en la que estoy al fondo, con un pantalón corto, una camisa y una corbatita –debía ser un día de comunión o un día de boda–, mirando la cuadrilla de los mayores, con la botella de vino y una servilleta que llevaba para subir el vino a casa. Esa foto es el primer recuerdo que tengo con el vino. Nunca me sentó mal. Hasta que una vez, como con 15 años, en un primer enamoramiento, me cogí un pedo de esos que deliras (ríe). Y a partir de ahí me di cuenta que en el amor y en el vino hay que ser comedido. Primero. no hay que tomar cualquier cosa. Y segundo: cuando decides, ser persistente.
–¿Cómo fue evolucionando tu relación con esta bebida?
–Yo seguí chiquiteando, pero solo tomaba vino. No me sentaban otros alcoholes. Hoy solo tomo vino y whisky. E indefectiblemente después de beber mucho tiempo vino, uno llega a descubrir que siente una pasión por el Champagne. Todos los vinos del mundo se resumen en una gran copa de Champagne.
–¿Esa síntesis la hiciste solo?
–Sí, con el tiempo. Fui descubriendo que mis amigos en el mundo del vino nos juntamos... ¿y qué tomamos? “Vamos primero con un poquito de Champagne”, decimos. Y después tomamos vino. Pero hay algo con el Champagne que uno va descubriendo y es que allí está todo: la selección de los componentes, la evolución...
–¿Te considerás un conocedor?
–Para mí el vino es puro placer. Nunca me he sentido un conocedor excesivo, excepto que he aprendido mucho bebiendo. Y tengo, además, cierta memoria de las botellas que he bebido. Luego empecé a interesarme de dónde viene el vino y cómo se hace.
–¿Cómo pasaste de beber a hacer vino?
–En 2002, época en que yo tengo un éxito en televisión tremendo, cuando arranca Cuéntame cómo paso, me contratan para hacer eventos de puros cubanos. Yo tengo una relación con Cuba, porque mi primera película la hice allí, y guardo muchos recuerdos. En las fábricas de puros de Cuba había siempre un lector o una lectora: mientras torcían las hojas de tabaco, alguien leía una novela o el diario. En los días que no había rodaje, yo iba a la fábrica de Partagás y leía. Años más tarde, cuando España compra todas las fábricas de puros cubanos, se empiezan a hacer eventos en Madrid, Bilbao, Barcelona, París, Roma... Y en el primer evento que me contratan, mi asistente ve que en el otro extremo de la mesa que me toca está el nombre de un gran bodeguero: José Moro, de las bodegas Emilio Moro. Entonces cambia los carteles con los nombres y me coloca a su lado.
Durante la comida, en un momento determinado le digo “me encanta el vino”. Y él me dice “¿Te gustaría tener algo que ver con el vino?”. Le dije “sí, me encantaría”. Pausa muy larga. “Oye chaval, ¿tu cómo quieres estar en el vino? ¿Así? [Imanol golpea la mesa en gesto de poner dinero] ¿O así? [se da una cachetada]”. Yo le dije “Estoy ganando dinero, quiero estar así [golpea la mesa]”.
José Moro creó entonces Cepa 21, una bodega ultramoderna que tuvo mucho éxito. Y en Cepa 21 estábamos Ronaldo, Figo y yo como agentes externos. Y durante muchos meses hice muchísima publicidad para esa bodega. ¡Salía hasta en la revista HOLA! A partir de ahí era propietario y accionista de una gran bodega. Pero luego, por mis problemas fiscales, me tuve que deshacer de ella.
–¿Qué te dejó esa primera experiencia?
–Esa fue mi primera incursión y donde empecé a oler a vainillas, a estar con las maderas, a ver todo el proceso. Y también a aprender a vender el vino. Porque el vino más que venderlo hay que presentarlo como un amigo. Y el comprador te lo elige o no te lo elige. Es muy difícil imponer. Nadie puede con el gusto personal de un vino. Pero antes de vender mis acciones tuve una relación maravillosa con su padre, Emilio Moro. De hecho yo tengo unas botellas de su bodega personal que me cedió. Yo no era su hijo, Emilio tenía suficientes hijos, pero dijo: “¡que al sobrino nunca le falte!”. Y en el entierro de Emilio Moro, conocí a otro gran bodeguero, Alejandro Fernández, que estaba esperándome vestido de negro, en la plaza del pueblo, con una botella de su Tinto Pesquera, de esas que han andado por el mundo. Y me dijo: “Emilio siempre me ha hablado mucho de ti”. Y ahí entré en una especie de fascinación por los viejos viñadores. Por esa alquimia con la que trabajaban; capaces de hacer el vino corriente y los grandes vinos, que no tenían mercado siquiera en esa época.
–¿Y cómo llegás a Bruto, tu propio vino?
–Ahí es cuando yo hago un programa que se llamaba Un país para comérselo. En uno de los episodios en que viajamos a Murcia, para hacer un homenaje a Paco Rabal, me bajo una botella de la bodega Gil en 4 minutos hablando de Paco Rabal en cámara. Al tiempo y por medio de un amigo publicista me llega un mensaje de que los Gil me querían conocer. Y la oferta fue muy sencilla: “Nos gustaría hacer un vino con usted”. Yo me quedé acojonado. Me encantaban los vinos de Gil y yo pensé que iba a ser lo mismo que con Moro, de hacer muchas portadas y publicidad para la bodega. “No –me dijo Gil–. Vamos a empezar desde la finca de la que salen unas 2000 botellas que hoy no se utilizan para El Nido”, que es su gran vino reconocido internacionalmente. Y así surgió esta joya que me regalaron. Ahora es cuando empiezo a valorar el tener algo de lo que no depende mi vida económicamente, pero que de lo que empieza a depender mi vida anímicamente. Hay algo de necesidad, de seguir ampliando el conocimiento, y también de agradecimiento...
A mí el vino me ha regalado todo. Hasta la pequeña pérdida económica que tuve con el proyecto anterior me dio la sensación de estar entre barricas, de conocer los trabajos del campo.
–¿Con tu vino participás del armado de los blends?
–Sí, y es una gran experiencia. Trabajamos con varias parcelas de Monastrell, algunas de Syrah y el Cabernet Sauvignon. Y me encuentro con 16 botellas, así oscuritas, en una mesa llena de copas. Al principio me costaba mucho escupir después de catar... Recuerdo que un día vino el representante de [la publicación especializada en vino] Robert Parker y se metió con Gil a catar los vinos. Cuando fui a despedirme, vi que los dos estaban tumbados en el sofá porque no habían podido dejar de beber y de hablar. A mi eso me pasó una vez también. Pero ya no, ahora lo disfruto. Disfruto entender cómo cada componente es diferente, según hacia donde está orientada la parcela o si ha llovido mucho antes de la cosecha. Estoy viviendo un momento, en este tercio de mi ida, donde el vino culturalmente tiene toda la relación que me interesa.
–¿Por qué se llama Bruto?
–En esta línea de vinos hechos con Monastrell, la bodega tiene uno que se llama El Nido, un vino precioso con una producción muy limitada en volumen, y otro que se llama Clio. El Nido se exporta, por lo que es más fácil encontrarlo en Texas que en España. Clio también viaja mucho. Para mí El Nido sería Julio César, que está siempre fuera de Roma. Es un gran conquistador de mercados, pero no está en el día a día. Clio sería Marco Antonio, que está siempre presente pero anda con muchos líos de faldas y se va al Nilo. Y al final el que se queda es Bruto, que tiene 36.000 botellas, no ocupa toda la República, pero tiene tiene trabajo en el Senado. No creo que Bruto vaya a apuñalar al César [ríe], pero desde luego quiero que esté presente en la república de mis sueños de vino. Bruto allí es el jefe del Senado.
–Hay mucho arte en su etiqueta...
–La etiqueta viene de la creatividad de uno de mis socios en este proyecto, que tiene mucha relación con artistas. Él convocó a un pintor de la época de la movida en Madrid, la época de Almodóvar, que se llama Ángel Haro. Y la propuesta que nos hizo Haro fue hacer un molde, en el que echa sobre papel secante tinta china y tinta de vino de la primera cosecha de Bruto, y luego sopla sobre esa moldura para ir creando texturas. Y así, cosecha tras cosecha, va cambiando la imagen, siempre a partir del mismo molde.
–Si hicieras en la Argentina un programa sobre gastronomía, como Un país para comérselo, ¿qué historias contarías?
–Yo haría un programa sobre cómo la gastronomía argentina ha ido evolucionando junto con el vino. La Argentina es un país para comérselo y bebérselo. Aquí hay dimensión para eso. Diría que hay al menos cinco bodegas de nivel mundial. Algunas de ellas las mejores del mundo en algunos años.
–¿Cuáles son tus restaurantes preferidos en Buenos Aires?
–Han ido cambiando, aunque hay algunos clásicos más por un tema personal. Hay muy buena gastronomía italiana aquí, pero cuando voy a La Stampa cocino con Felice [su dueño] y cenamos juntos. Es uno de los restaurantes que yo considero mi casa. También Piegari: cuando vengo a Buenos Aires vivo siempre en la Recoleta y ahí me tratan como si fuera sobrino suyo desde siempre. Pero ahora estoy flipando, porque estoy descubriendo restaurantes que me están haciendo olvidar muchos otros de los que tengo recuerdos.
–¿Algún recuerdo de restaurantes?
–Recuerdo hacer el ridículo en Lola, en el 94. Iba allí y coincidía con Sábato y con Bioy Casares. Era la época del uno a uno y me acuerdo que tenían un plato que se llamaba “ravioles franco torti”. Nunca había comida una cosa así en mi vida, pero costaba 36 pesos... ¡36 dólares! Un día estaba con mi amigo Fabián Vena en Lola y yo me ponía muy pesado. Entonces me dijo: “Che, dejate de hinchar, son cuatro ravioles a ocho dólares cada uno... ¡sabés lo que te hace mi mamá con 36 dólares”. Yo me quedé comiendo un poco ofendido. Miré alrededor y lo veo a Bioy Casares que le dice a Fabián: “Sí, cuéntele la verdad que no gusta, esto está caro”.
Pero volviendo a la gastronomía argentina actual, creo que está pegando un cambio radical. Incluso en el tratamiento de los asados, en la cantidad, la proporción, las salsas (que antes eran tres). También posiblemente vaya a haber sorpresas en las guías, o bueno, ya las está habiendo. Pero, ¿qué me falta a mí en Buenos Aires? Quedarme. A mi me falta tiempo en Buenos Aires.
–¿Quedarte aquí es una posibilidad?
–Ese es el proyecto. Yo estoy donde trabajo y trabajo solo en una lengua. Y hay dos sitios con distinto acento y la misma lengua. Ninguno de los dos rechaza mi acento, pero por muchos motivos yo creo que tendría que estar más aquí. De una manera natural, el teatro va sustituyendo todo lo que has hecho en el cine, que tiene que ver con las edades. Cuando tienes 20 pegas unos pelotazos si das bien en cámara, a los 40 estás en la cumbre, pero al final es el teatro el que te va sosteniendo. Y yo ya no quiero hacer muchos más personajes de padres ni de abuelos.
Y por otro lado, hay una enorme diferencia entre el teatro en Buenos Aires y en el resto del mundo de habla hispana. No hay teatro en castellano como aquí. Ni en la cantidad de obras, ni en la cantidad de maestros y de escuelas. Y los argentinos –quizás porque no tomaron tanto vino como los españoles, ni tantas tapas– en la hora del teatro van al teatro. Eso les ha dado muchos siglos de ventaja con respecto al público español, que prefiere meterse una tapa y un vino a las 8 de la tarde aunque esté Robert De Niro haciendo una obra de teatro. Por eso yo me estoy inventando y planteando en esta parte de mi vida tener un pie aquí, un pie a tierra.
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