José Eduardo Abadi. “Hay que animarse a pedir ayuda cuando se la necesita”
Psiquiatra y psicoanalista, aborda en su último libro “Y el mundo se detuvo” los efectos de la pandemia que, aunque no nos demos cuenta, todavía nos afectan
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Pasaron más de tres años desde que el Covid puso de rodillas al mundo y exactamente dos desde que el psiquiatra y psicoanalista José Eduardo Abadi, junto con sus colegas Patricia Faur y Bárbara Abadi, presentaron el libro Y el mundo se detuvo (Grijalbo). A pesar del tiempo transcurrido, el reconocido especialista, autor de una decena de libros sobre salud mental, afirma que todavía las esquirlas de la pandemia siguen lastimando la psiquis de las personas.
“Fue un acontecimiento muy difícil de barajar emocionalmente, aun hoy la amenaza está latente. Digamos que es un fantasma que se controló, se inactivó, pero que puede volver vestido de otra manera y ponernos nuevamente en jaque.” A pesar de todo, afirma, la vida ofrece una nueva oportunidad.
–¿Cuáles son las secuelas que se mantienen?
–Por empezar, se desarticuló el sistema imaginario de impotencia e invulnerabilidad. Una de las cosas que tuvo y tiene un efecto traumático es que evidenció que el poder de la humanidad es limitado, que los hombres y mujeres somos frágiles y que, naturalmente, somos mortales. Por supuesto nadie cree conscientemente que es inmortal, pero a nivel inconsciente era una creencia.
–¿O sea que la pandemia volvió a ponernos en nuestro lugar como humanidad?
–Digamos que la pandemia puso a la muerte en un lugar totalmente distinto en un momento en que la humanidad jugaba a ser inmortal. La ilusión del envejecimiento eterno, vivir 500 años, es lo mismo que la inmortalidad. Spinoza decía: “Hasta los 45 años todos sabemos que la muerte existe, pero pocos creemos en ella; después, ya sabemos que es verdad”. La pandemia ubicó a la muerte como una realidad y esto generó conductas concretas en las personas sobre qué hacer con el tiempo que les queda.
–¿Qué tipo de conductas?
–Saber que nuestro tiempo no es ilimitado nos convierte en viajeros dentro del tiempo. El tiempo es lo infinito, lo transitorio es la persona. Esto llevó mucha gente a potenciar algo que es propio de la posmodernidad: el presentismo. Esto significa que el tiempo que más le ocupa, interesa y jerarquiza es el tiempo presente. Es un aspecto que está muy enganchado con otras claves de la posmodernidad, como la jerarquización de la subjetividad, del yo, del placer y la imaginación.
–Privilegiar esos aspectos hizo que muchas personas tomaran importantes decisiones de vida, como dejar trabajos o relaciones en los que no eran felices. ¿Forma parte de la nueva oportunidad que mencionás?
–La respuesta no es unívoca. Por un lado, es muy bueno que al tener noción de que uno no es eterno elija cómo quiere vivir, o por los menos que lo intente. Es un argumento auténtico, pero tiene su parte sintomática. Esa parte es la urgencia. Si se toma una decisión con urgencia, se puede perder parte de la lucidez con la que actuamos. Prestigiar la subjetividad y el placer, está muy bien, pero si lo convierto en narcicismo, en falta de empatía y compasión, eso es negativo. Por eso es fundamental trabajar, en este contexto, la noción de “individualismo responsable”, que implica que mi realidad es siempre porque reconozco al otro.
–¿La pandemia ayudó a poner en valor al otro?
–Sin duda. De las crisis, si somos inteligentes, sacamos aprendizajes. Y una cosa positiva que nos enseñó la pandemia es la importancia de la relación con el otro. Me siento vivo si tengo un vínculo que me permite alojarme dentro del otro y el otro dentro mío. Se pusieron en valor sentimientos en desuso, como el cuidado. Una cosa interesante que sucedió es sentirse más seguro si cuido del otro. Hay comunidad cuando hay reconocimiento en la importancia del otro. Nadie es si se piensa ni se salva solo. Y eso lo comprobamos con la pandemia.
–Otro aspecto positivo fue poner en primer plano la salud mental. ¿Hay menos prejuicios que antes en torno a la búsqueda de ayuda terapéutica?
–La salud mental nunca antes se había visto tan afectada. Se vieron como nunca antes cuadros de angustia y generó en adolescentes y en personas mayores cuadros llamativos de depresión, la sensación de pérdida, de desamparo, que todavía tienen que trabajarse. Pero si hay algo positivo de todo esto es saber la importancia que tiene la salud mental y animarse a pedir ayuda cuando se la necesita.
– Hay un concepto que mencionás en el libro: el miedo útil. ¿De qué se trata?
–Lo que planteo es que hay que desactivar la teoría de que el miedo es malo. El miedo es un aliado, te pone en una alerta sana frente a lo que la persona debe enfrentar. Permite decidir cómo enfrentar ese problema, ver su real la dimensión. Si es más fuerte, permite analizar opciones, por ejemplo, ver si me retiro, si espero. El miedo útil es un aliado de la inteligencia, permite saberme vulnerable y tomar, en función de eso, la mejor decisión. Es fundamental para la vida cotidiana y para situaciones sociales. El pánico inútil, en cambio, es el que aparece frente a un peligro imaginario y uno queda anulado. El miedo útil va de la mano del optimismo lúcido, que es aquel que nos permite preguntar y dudar para no ser ingenuo.
–¿Cómo se lo pone en práctica, con qué herramientas?
–Lo ideal es tener un interlocutor en el que se confíe. Puede ser un interlocutor terapéutico, alguien que puede ayudar a diferenciar el miedo del pánico y explicitar qué aspectos de la vida de la persona ponen en marcha determinados mecanismos. Hay entornos familiares en los que el modelo identificatorio es el miedo, donde predomina la narrativa del desastre o del derrumbe. Por eso, para poder poner en práctica el miedo útil no hay mejor cosa que convocar un diálogo con otra persona o con un grupo, nunca en soledad.
–En muchos aspectos la pandemia nos dejó agotados. ¿Nos hemos vuelto una sociedad del cansancio?
–No tiene que ver con la pandemia, sino con el vivir para el afuera, con confundir velocidad con vértigo y el ser uno con hacer lo que se espera de uno. Aquella sociedad que se olvida del ser para destacar el hacer, que ve la realización productiva como la clave de la felicidad o la autoestima, es una sociedad cansada porque cuando se privilegia vivir para el afuera, las personas quedan siempre agotadas e insatisfechas.