Conocido como “el abogado del rock”, representó a Calamaro, Charly García y Luca Prodan; un flamante documental cuenta su vida
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Nadie se convierte en estrella de rock sin meterse en algunos problemas, y para esos casos es importante tener en la agenda el teléfono de un buen abogado. ¿Qué fue lo primero que hizo Calamaro cuando la justicia lo imputó por decir públicamente que era una linda noche para “fumarse un porrito”? Llamar a Joe Stefanolo, al igual que Charly García cuando se quiso divorciar, que Luca Prodan cuando necesitó acomodar sus papeles para cobrar las regalías de Sadaic, que Los Violadores cuando los acusaron de tener dos kilos de cocaína sobre el escenario.
En las más de cuatro décadas que lleva en ejercicio del derecho, Stefanolo se impuso como “el abogado del rock”, aunque su tarea está lejos de limitarse a sacar a sus clientes de un apuro. Su trabajo, por ejemplo, fue fundamental para lograr la despenalización del consumo personal de estupefacientes a partir del caso Bazterrica (por Gustavo Bazterrica, guitarrista de Los Abuelos de la Nada), o para exponer la trama de corrupción judicial detrás del caso Coppola.
Formado en el idealismo hippie de los 60, en los años de su juventud Stefanolo fue compañero de Luis Alberto Spinetta en el colegio San Román y vio de cerca la gestación de Almendra y el primer rock nacional. Quiso ser músico, pero, según él mismo, no era lo suficientemente bueno. Entonces encontró en el derecho las herramientas que le permitieron profundizar su búsqueda por otros medios, y se convirtió en una especie de “abogado justiciero”, tal como lo define Andy Chango en Llamen a Joe, el documental sobre la vida de Stefanolo, dirigido por Hernán Siseles, que se estrenó recientemente en el Bafici.
–¿Qué cosas de tu juventud ligada a lo artístico se trasladaron a tu manera de ejercer el derecho?
–Un montón, pero principalmente el valor que le daba Cortázar a las palabras. Si escuchás mis alegatos, soy muy respetuoso del idioma. Spinetta es otra influencia: tenía esa manera única de manejar la metáfora, las letras tan coloridas… También Kafka y sus laberintos. Todo eso forma parte de mi estructura a la hora de analizar algo. Se cuela la poesía ahí.
–Cierto idealismo, también, ¿puede ser?
–Los ideales del hippismo, claro: yo vengo de ahí, del flower power. El criterio de solidaridad y ayuda es fundamental. Nadie puede salvarse solo. De jóvenes soñábamos con hacer del mundo un lugar mejor, y para eso hay que cuidar el entorno y sobre todo al prójimo. Después, bueno, el mundo es lo que es, pero uno tiene que intentarlo, fallar y seguir intentando. De ahí sale la motivación para todo.
–Da la sensación de que esa motivación en vos fuera infinita. Te tocó, por ejemplo, trabajar durante más de 10 años en el caso de Calamaro. ¿Nunca perdés el entusiasmo?
–Es que no se trata tanto de tener razón sino de lograr demostrarlo. El desafío está ahí. ¿Cuánto tiempo lleva eso? Yo suelo decirle a mis clientes que no hay tiempos. Hay una frase célebre en Mesa de Entradas que es: “La Corte no tiene plazos”. A mí eso me parece pésimo, obvio, es monárquico. ¿Cómo no se va a autolimitar la Corte? Pero, bueno, lo planteé cada vez que tuve la oportunidad y ya no depende de mí. Me fui armando de paciencia.
–¿Qué pasaba con la paciencia de Calamaro durante ese caso?
–Yo le decía: “Andrés, si vos querés, la terminamos acá: hacés un recital a beneficio, nos dan la probation y te sobreseen”. Pero aceptar la probation era como admitir que había hecho algo mal, lo cual era absurdo. Así que los dos estábamos de acuerdo en ir hasta el final, durara lo que durara. Había que dar esa batalla.
–Fue un caso muy mediático, incluso estuvieron con Calamaro en Hora clave, el programa de Mariano Grondona…
–Imaginate lo ridículo que era todo que hasta Grondona, un tipo muy conservador, se puso del lado de Andrés. Dijo algo lógico: la opinión no puede tener límites. Increíblemente, después el fiscal de La Plata pidió ese video para ver si había delito ¡en lo que dijo Grondona! Por suerte el juez no le dio bola.
–Durante el caso Coppola viste de cerca cómo la justicia se puede corromper, y de hecho el juez de la causa terminó preso. ¿Cómo se le hace frente a eso siendo abogado?
–Fue tremendo, porque ahí estaba todo sucio a nivel institucional. Por suerte éramos un equipo muy unido, y nos ayudó la difusión pública del caso. Yo planteaba que la figura del “agente encubierto” es inconstitucional de por sí, porque es un tipo que, amparado en una mejoría de la instancia de investigación, invade tu privacidad. O sea: delinque con la potestad de la ley. Pero además estos tipos eran muy truchos, una banda de forajidos. Me acuerdo de uno que había hecho supuestas tareas de inteligencia en un boliche... ¡que estaba cerrado! Inventaban cualquier cosa con total impunidad.
–En el caso Bazterrica te pasó algo paradójico: el fallo fue favorable porque llevó a la despenalización del consumo, pero al poco tiempo la ley pasó a penalizar la tenencia…
–Otra ridiculez. Lo digo en la película: ¿cómo se puede consumir algo que no se tiene? La resolución de ese caso fue muy importante en mi carrera, pero la modificación legal que generó no fue satisfactoria. Y mucho menos teniendo en cuenta la práctica actual del autocultivo. Estamos ante la oportunidad de hacer mil cosas, aceite medicinal o lo que sea, y hay gente presa por tener una planta. Es otra de esas batallas largas.
–Claramente tu vocación era esta…
–¡No! ¡Yo quería ser músico! Lo que pasa es que no era bueno, entonces no pude. Cuando terminé el secundario no estaba convencido de nada. No tenía ninguna vocación particular. De pronto me encontré con el derecho y me gustó, me di cuenta de que me daba herramientas útiles. Pero fue un proceso. A veces veo dramas familiares porque los chicos no definen rápido una vocación, y me gustaría decirles que eso no tiene por qué pasar. Capaz empezás una cosa, después otra y otra. No hay que tenerle miedo a eso.
–Estos consejos paternales aparecen en los testimonios de la película. Joaquín Levinton (cantante de Turf) lo dice explícitamente: “Joe es como un papá”
–Diría que soy un protector, y eso hace que la figura sea medio paterna. A mí me gusta ser un decodificador, un traductor, la persona que acerca a las partes. Por ejemplo, como abogado de músicos, cuando vemos temas de contratos, siempre estoy buscando la manera de que las cosas se hagan, y ahí lo que me ayuda es que puedo interpretar tanto la parte legal como la artística. Soy público de rock, tengo afinidad con la música, entiendo el lenguaje. Por eso los artistas se sienten cómodos.
–Tu estudio es casi como un bar: se cruza gente muy diferente…
–Es un lugar de encuentro, sí, sobre todo la escalera, que es como la sala de espera. A Luca Prodan le encantaba. Se ponía a charlar con la gente y trataba de dar un mano. Venía y me decía: “Ese tipo está muy mal, hay que ayudarlo”. Un personaje muy carismático, Luca: la gente lo adoraba. Mis clientes pueden pensar cosas muy diferentes, pero en mi estudio todos conviven en función del respeto hacia el otro.
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