Huesos y obras congeladas: quién es Nat Orlowski, la mujer que retrató la luna
La naturaleza es “cocreadora” de las pinturas e instalaciones realizadas por esta artista que apela a su inconsciente para revelar imágenes misteriosas
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Solo le faltó aullar aquella noche de invierno en que se propuso retratar la luna. Parecía en trance cuando extendió sobre el pasto la tela de diez metros de largo. Primero la roció con agua, luego tiró sobre ella tinta china sin tocarla. Estaba tan concentrada que ignoró el hambre y el frío; apenas tomó un whisky para entrar en calor y se fue a dormir, a las tres de la mañana.
“Al día siguiente tuve que sacar las costras de laca congelada; el canvas parecía de cartón. Después el sol la empezó a derretir”, dice a LA NACION Nat Orlowski mientras extiende el imponente resultado en la terraza de su taller. “Parece la piel de la luna –observa-. Si te acercás, ves la huella de la escarcha”.
La pintura integra la serie Registros, que acaba de exhibir en el Museo de Arte Contemporáneo del Sur (Macsur) de Lanús. Son impresiones de la naturaleza, una fuerza que considera “cocreadora” de sus obras. Con tanta incidencia sobre el resultado como su propio inconsciente y el colectivo, que se manifiesta en formas abstractas. Allí, incluso, ha encontrado sorpresas: imágenes que al espejarse se asemejan a ciertos arcanos del Tarot.
“Me parece mágico: cuando se acalla el ego, fluyen cosas. Todo tu ser se empieza a revelar y esa unidad te sana, es algo universal. En forma cíclica somos el mago, la sacerdotisa, el loco… atravesamos distintos estados en nuestro proceso de evolución”, explica esta lectora de Carl Gustav Jung y de Clarissa Pinkola Estés, autora de Mujeres que corren con los lobos.
En este último libro, que aborda mitos e historias del arquetipo femenino salvaje, se describe a una mujer llamada “la loba” o “la huesera”, porque su cueva está llena de huesos de todas las criaturas del desierto. Algo así guarda Orlowski en un rincón de su estudio, ubicado en el último piso de una centenaria casa sobre la calle Castex.
Sobre un colchón de hojas secas hay restos óseos de vacas que encontró en el campo durante la pandemia, unidos a hojas de palmera para formar libélulas gigantes. “Son insectos sagrados, un símbolo de buen augurio en muchas culturas –señala la artista-. Los samuráis tenían libélulas en sus escudos”.
La misteriosa instalación, exhibida el año pasado en el Museo Benito Quinquela Martín y escenario de un retrato que le realizó Arturo Aguiar, permanece ahora en una pequeña sala en penumbras, custodiada por la cabeza de una loba embalsamada que habría pertenecido a su abuelo: el conde Carlos Orlowski, un coleccionista y mecenas que impulsó el arte argentino desde su propia galería en París.
Heredera de esa vocación familiar, Nat se sintió atraída por el arte desde chica. “No tenía Barbies ni televisión”, recuerda con humor al describir su forma de entretenerse en el campo en Córdoba: hacía collages que podían llegar a incluir cortezas de árboles. “No seas artista, te vas a morir de hambre”, le advirtió su padre.
Pero si bien ella se recibió de técnica en producción de campo, nunca abandonó su sueño. Tras estudiar cuatro años Instituto Superior Santa Ana, egresó de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Luego se formó en arte contemporáneo con Matilde Marín y Elena Oliveras, hizo un taller con Julio Lavallén y un año de maestría en curaduría de arte. “Cuando terminé la carrera ya vendía obras”, celebra con orgullo.
Entre las primeras se contaron las peonías blancas recreadas una y otra vez en homenaje a su abuela Rosa, ya que suelen florecer en Europa en junio. “Son las flores que dejamos de plantar en la ciudad y muchas de ellas son blancas, porque para que tengan ese color se necesita barro –observa-. No hay luz sin oscuridad, todo tiene que ver con el círculo de la vida”. O con los “rulos”, como ella suele referirse a ese devenir espiralado.
Además de dedicarse a su obra, Orlowski formó una familia con Alberto Gowland, con quien tuvo cinco hijos. Y durante casi dos décadas se dedicó a recaudar fondos a través de subastas para la Fundación El Arca Argentina. Desde 2017 es consejera de Mecenazgo, el programa de financiamiento impulsado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que permite el desarrollo de proyectos artísticos.
Su trabajo, ya expuesto en las galerías porteñas OdA y Praxis, es representado también por Gagliardi en Gran Bretaña, Artform en Portugal y The Art Project en Estados Unidos. Durante la reciente semana del arte en Miami, esta última incluyó su presencia virtual en una muestra colectiva titulada The Storm, todo un presagio de lo que ocurrió días atrás en Buenos Aires. Como no llegó a enviar una obra física, aportó una imagen digital: según como se mire evoca los arcanos de Los enamorados o El colgado, figura invertida que invita ver las cosas desde una nueva perspectiva.
“Tengo sueños premonitorios”, asegura esta artista urbana que mantiene una fuerte conexión con la naturaleza más salvaje. Esa fascinación por lo onírico hace que se sienta atraída por las surrealistas Leonora Carrington y Remedios Varo. Y si bien se identifica también con la “paleta de colores” de la pintora expresionista abstracta estadounidense Helen Frankenthaler, por momentos se inclina también a una figuración en la que aparecen animales tan amenazantes como una manada de hienas.
Con Martín Reyna comparte algo de la producción al aire libre, aunque aclara que no hay en sus pinturas chorreaduras como las que provoca el viento en el caso de su colega argentino radicado en París. Lava en cambio el exceso de laca, para dejar huellas blancas a las que llama “llagas”. “La obra acontece”, asegura al asumirse como un mero canal del proceso creativo.
Como parte de esa múltiple manera de manifestar, a los cincuenta años está produciendo kimonos inspirados en las telas de sus obras junto con María Vibradios, la misma directora creativa que confeccionó piyamas todoterreno con imágenes de corales para Gaspar Libedinsky. Una forma de convivir con el arte y la naturaleza en la vida cotidiana, donde la voz de la intuición se hace oír más fuerte durante las noches de luna.
“Toda mujer tiene potencialmente acceso al Río bajo el Río –subrayó Orlowski en su ejemplar de Mujeres que corren con los lobos-. Llega allí a través de la meditación profunda, la danza, la escritura, la pintura, la oración, el canto, el estudio, la imaginación activa o cualquier otra actividad que exija una intensa alteración de la conciencia. Una mujer llega a este mundo entre los mundos a través del anhelo y la búsqueda de algo que entrevé por el rabillo del ojo. Llega por medio de actos profundamente creativos, a través de la soledad deliberada y del cultivo de cualquiera de las artes. Y, a pesar de todas estas actividades tan bien practicadas, buena parte de lo que ocurre en este mundo inefable sigue envuelta en el misterio, pues rompe todas las leyes físicas y racionales que conocemos”.
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