En sus 60 años dentro de la bodega familiar revolucionó el estilo del vino argentino y al día de hoy sigue obsesionado por descubrir los mejores terroirs del país
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Cuando a principios de los 90 Nicolás Catena Zapata decidió plantar un viñedo a 1500 metros de altura sus colegas pensaron que se había vuelto loco. “Dijeron que la uva no iba a madurar y que la helada me iba a liquidar”, recuerda Nicolás, que para ese entonces ya había comenzado a revolucionar el estilo de los vinos argentinos y a hacerles un lugar destacado en el mundo del vino internacional. “Lo cierto es que la uva madura perfecto y nunca tuvimos helada”, agrega.
Lo que no dice -quizás por pudor- es que de ese viñedo que lleva el nombre de su hija menor, Adrianna, sale hoy un puñado de vinos que no paran de obtener los puntajes más altos de la crítica internacional, a tal punto que se venden en el más exclusivo de los mercados del vino de lujo: La place de Burdeos (Francia). Sesenta años atrás, cuando con solo 23 años de edad se hizo cargo de la bodega familiar, nadie en su sano juicio hubiese imaginado que los vinos argentinos algún día competirían de igual a igual con los del viejo mundo.
Nicolás tiene mucho que ver con eso. Lo que le ha valido numerosos reconocimientos internacionales: desde el Distinguished Service Award (2012) otorgado por la prestigiosa Wine Spectator hasta el Man of the Year (2009) de Decanter, e incluso el Lifetime Achievement Award (2021) de Wine Enthusiast, que por primera vez recayó en una personalidad del mundo del vino de Sudamérica.
Su vínculo con el vino es de sangre y se remonta a Italia, a comienzos del siglo XIX, cuando el abuelo de su abuelo, Vincenzo Catena, cultivaba la viña en Regione Marche. De él aprendió el arte de la poda de la vid su nieto, Nicola, que con 17 emigra a la Argentina. “Fue recibido en Peyrano, Santa Fe, por una familia italiana, que eran amigos de sus padres. Estuvo ahí unos 3 años, y después se fue a Mendoza, donde con un dinero que le dieron sus padres al emigrar compró una propiedad de 11 hectáreas a orillas del río Tunuyán, que es donde años después nace mi papá, y donde nazco yo”, cuenta Nicolás.
“La propiedad tenía 4 hectáreas de viña y olivos, y ahí empieza su historia como viñatero. Pero muy pronto decide elaborar vino con sus uvas. Él siempre me contaba que su fantasía era hacer vino, porque en Italia solo eran viñateros”.
-¿Cómo era su vida de chico?
-Mi vida hasta los 12 años es totalmente campesina. La primaria la hice en una escuela de campo, pero de campo campo, donde mis compañeros y amigos eran todos hijos de empleados de la viña o de las bodegas. A los 6 años hacía trabajos específicos con horario, como cuidar los animales. Desde los 4 años andaba a caballo y tenía que ir a buscar los caballos al potrero antes de ir a la escuela. Así que me tenía que levantar muy temprano, ¡y en Mendoza en esa época hacía un frio! En mi casa predominaba una cultura italiana muy ascética. Usted tenía sus funciones y había que cumplirlas. Y yo era muy cumplidor, tal vez en exceso.
-¿Y la secundaria?
-Fui al Liceo Militar en Mendoza, y ahí conocí la ciudad. Era un internado de domingo a la noche hasta el sábado a la una del mediodía. Era muy duro, con mucha disciplina, pero yo lo respeto porque fue una muy buena educación. En el cuarto año me dieron la bandera, algo muy importante en el liceo, y el quinto decido hacerlo libre. Ahí entro en la facultad con 16 años.
-¿Qué estudió?
-Resulta que cuando voy a hablar con mi madre de la carrera que quería estudiar, ella que era la directora de la escuela más importante de Rivadavia me dice: “Espero que no se te ocurra ser un empresario como tu padre”. “¿Y qué es lo que usted cree que yo debería hacer?”, le pregunto (yo la trataba de usted). Mi madre lo piensa y me dice: “Buscar el premio Nobel”. ¡Así me dijo! Entonces yo decidí estudiar física teórica y me inscribí en el Instituto Balseiro de Bariloche. Me aceptaron pero me pidieron que fuera el año siguiente, porque por una epidemia de poliomielitis que hubo en Mendoza no me podían dar el título. Hablo con mi papá y me dice: “¿Por qué no estudia un año de Ciencias Económicas y después va al Balseiro?”. Minuto fatal. Yo lo quería tanto que dije “bueno”.
-Y así es como se terminó recibiéndose de doctor en Ciencias Económicas...
-Tuve que rendir equivalencias de bachiller a perito mercantil, y después me quedé porque había dos profesores de matemáticas muy buenos. Y a mi la materia que más me gustaba era matemática. Terminé a los 22 años, después de 6 años de carrera. En ese momento quise volver a lo académico pero me terminé quedando en la empresa.
-¿Por qué?
-Yo había aplicado para un posdoctorado en Economía Matemática en la Universidad de Chicago y había sido aceptado. Mientras esperaba viajar voy a la bodega a ayudar a mi papá. Allí me doy cuenta de que estaba muy afectado emocionalmente porque se habían muerto mi mamá y su padre en un accidente automovilístico. Entonces digo “no, me voy a quedar”. Por eso soy empresario. Porque mi vocación original era el mundo académico, la investigación teórica. Pero ahí cambió todo. Me metí en la bodega familiar y mi padre inmediatamente me dio el mando. Y él pasó a dedicarse a la política. Fue intendente, diputado, presidente del partido.
-¿Cómo era la bodega cuando usted llega?
-Cuando yo entré vendía casi 5 millones de litros por mes, un número gigante. Mi abuelo había empezado vendiendo su vino, enviándolo en barriles a sus amigos italianos de Santa Fe, y le fue muy bien. Después, cuando entra mi padre, empieza a dedicarse a una actividad que se llamaba tipificación.
-¿Qué era la tipificación?
-En esos años el vino se enviaba en barriles a los lugares de consumo, donde se fraccionaba en botellas o damajuanas. El más importante era Buenos Aires, pero iba a todo el país. Además del vino que producía, mi padre compraba vino a otra bodegas y lo tipificaba: armaba 4 cortes o blends distintos. Un blanco, un rosado y dos tintos de distintas calidades, Buenos Aires 1 y Buenos Aires 2, donde el 2 era mejor que el 1. Lo que es interesante es que él creía que sus cortes tenían un sabor especial, único. Porque mezclaba el vino mendocino con pequeñas cantidades que traía de Salta, Catamarca, La Rioja y San Juan. Era el único que hacía eso y le fue muy bien, llegó a ser el tipificador más importante del país.
-¿Y cuando usted llega a la bodega sigue con esa forma de trabajo?
-Cuanto entro en la empresa tipificadora llego a la conclusión de que tengo que vender mis propias marcas, no vino a granel, y tomo la decisión de cambiar todo. Entonces compré dos empresas embotelladoras. una en buenos Aires, que era Vinos Crespi, y otra en Córdoba, que es Bodegas Esmeralda. Y cuando hago este cambio tengo demasiado éxito con las marcas Crespi, Facundo y Valderrobles. Pero el primer vino importante que hago es Saint Felicien, que es la primera vez que se identifica un varietal en la etiqueta.
-Saint Felicien Cabernet Sauvignon 1963, ¿no?
-Sí. Mi papá, además de vender a granel, había hecho un salón al lado de la bodega con unos 18 toneles de roble francés que destinaba a guardar los mejores vinos que elaboraba o que compraba. Eran vinos finos, que los vendía a Bodegas Esmeralda, o que se los hacía probar a quienes quería homenajear cuando visitaban la bodega. El asunto es que cuando compro Esmeralda me encuentro con la cosecha 1963 de Cabernet de mi padre, y decido sacarla con el nombre Saint Felicien. Y fue muy exitosa.
-¿La vida académica quedó completamente de lado?
-En el 70 andaba todo muy bien en la bodega y no se ocurre nada mejor que intentar satisfacer mis fantasías académicas: hacer un posdoctorado en Economía Matemática en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Ahí fue con mi mujer Elena (me había casado después de entrar en la empresa familia) y mis dos primeros hijos, Ernesto que tenía 5, y Laura que tenía 2. Estuvimos unos dos años, volvimos, pero a fines de los 70 decido hacer un cambio en mi vida y volver al mundo académico. Acepté un puesto como profesor invitado en el Departamento de Economía Agrícola de la Universidad de California en Berkeley y vendí todas mis empresas dedicadas al vino de mesa, que estaban en su mejor momento. Me quedé solo con los vinos finos.
-Y ahí aparece Mondavi...
-Berkeley queda a menos de una hora en auto de Napa Valley. Uno de los primeros fines de semana que estábamos en Berkeley decidimos ir a visitarlo, conocer todo lo que significaba desde el punto de vista vitivinícola. La primer bodega que se nos ocurre visitar fue Mondavi, de Robert Mondavi, la figura más importante del vino californiano. Llegamos como turistas, pero mi mujer que habla muy bien inglés les dijo que yo era productor. Entonces apareció el jefe de enología y nos atendió mejor imposible. ¡Nos pasamos todo el día ahí! Probamos todo los vinos que tenían y a mi me parecieron que eran algo muy distinto a lo que nosotros hacíamos, tanto en sabor, color y aroma, y algo muy superior.
Eso me produjo un shock, porque honestamente yo no sabía que existían ese tipo de vinos. Había ido ahí a hacer investigación en Economía, pero inmediatamente me metí a estudiar qué era lo que estaban haciendo estos californianos. También me vinculé a través de la universidad con la Universidad de Davies, que era el corazón pensante, conceptual y teórico del vino de California.
-¿Y conoció a Mondavi?
-Volví a la bodega y me atendió él. Era una persona exageradamente amable, cariñosa, generosa. Me introdujo a otros bodegueros, me ofreció su conocimiento y sus consejos. Le debo haber caído bien, algo pasó. El asunto es que me dijo: “Nicolás, no hay que inventar nada. Los franceses ya han inventado todo. Lo único que hay que hacer es hacerlo un poquito mejor que ellos”. Con lo aprendido en Napa desarrollé un plan para transformar la viticultura y la enología que practicábamos en Mendoza.
-¿Cuál era el cambio que buscaba?
-En esos años, los mejores vinos mendocinos eran añejados 3 o 4 años en toneles grandes y viejos; el resultado eran vinos muy oxidados, con dejos ajerezados, sin aromas y sabores de fruta. En contraposición con ese estilo “italiano”, estaba lo que me gusta llamar estilo “californiano-francés”, en donde la fruta y la crianza en barricas de roble era muy importante. Para ejecutar ese plan de cambiar el estilo del vino, volví a Mendoza y contraté consultores externos: Paul Hobbs, un californiano especialista en Chardonnay, Jacques Lurton, de una legendaria familia de Burdeos, y Atilio Pagli, de la Toscana, que se terminó convirtiendo en un experto en Malbec.
-¿Cuándo comienzan a cambiar sus vinos?
-La primera cosecha que hacemos con los consultores, en el 89, no me gustó. Pero la 90 fue muy buena y decidimos exportarla. En ese momento, el vino argentino más caro valía 2,95 dólares, y el chileno más caro 4.95. Pero yo le pongo como precio 15 dólares al Cabernet Sauvignon y 13 al Chardonnay. Y aquí fue muy importante mi mujer, que me ayudó a introducirlo en los Estados Unidos. Ellaviajó a Boston a reunirse con el principal distribuidor de vinos. Cuando le menciona el precio, él le dice “señora, la Argentina en este mundo de la calidad es absolutamente desconocida. Para que yo pudiera vender un Chardonnay argentino a 13 dólares tendría que tener la misma calidad que un californiano 3 veces más caro”.
Entonces mi mujer fue muy audaz y le dijo “bueno, si tiene ese Chardonnay californiano, probémoslo a ciegas con el argentino”. Este señor la miró y le dijo “voy a probar su vino”. El asunto es que vendimos toda la cosecha en 30 días y ese señor es al día de hoy uno de nuestros mejores distribuidores.
-¿Y el vino argentino cambió?
-Nosotros nos orientamos a hacer lo que se hacía en Napa y todos no siguieron en un estilo californiano-francés, y al final del siglo la exportación argentina de vino había crecido significativamente. Pero para ese entonces había otro cambio en camino,
-¿Cuál?
-Resulta que un día estaba almorzando con Jacques Lurton y le hago probar unos Cabernet mendocinos muy buenos que me habían regalado. Él con toda sinceridad me dice “muy buenos vinos, me hacen acordar a los vinos de Languedoc. Este es el sabor de una zona un poquito caliente”. Entonces yo dije “¡acá hay un problema!”, porque decir Languedoc en Francia es un insulto, son los vinos menos reputados. Tengo que plantar viñedos en zonas más frías, pensé. Ahora, en Mendoza ir a zonas más frías era ir hacia el sur o hacía arriba de la montaña.
Nosotros teníamos viñedos en el sur, en La Consulta, donde la helada era muy peligrosa y nos hacía perder muchas cosechas. Por eso cuando me ofrecieron comprar una propiedad a 1500 metros de altura, al pie de la montaña, en Gualtallary, me entusiasmé. Ahí nadie había plantado viña nunca. Solo había nogales. Eran 115 hectáreas con agua, y me la vendían a 300 dólares la hectárea. La compré y a mi me cuentan que cuando se enteraron mis colegas dijeron en una comida “Este tipo se rayó, enloqueció. Porque ahí la uva no iba a madurar y la helada me iba a liquidar”.
-¿Y maduró?
-Sí, nunca tuvimos helada y la uva madura perfecto. Y ahí comienza la revolución de los vinos de altura. Porque cuando cosechamos el Malbec, el Chardonnay y el Pinot Noir que habíamos plantado nos encontramos con sabores completamente diferentes. La intensidad se duplica y cambia significativamente la estructura del vino: más denso pero no más áspero. Y eso los convierte en algo muy atractivo, y muy diferente a los del resto del mundo.
-Imagino que la zona se revalorizó desde entonces.
-Hoy una hectárea con agua en Gualtallary, sin viña, sale casi 100.000 dólares. Si es que se la venden.
-Y después de la revolución de los vinos de altura, ¿qué siguió?
-Al final de los 90 aparece mi hija Laura. Se había graduado en Harvard como bióloga y siempre le había gustado el tema del vino. No se si por acompañarme a mi o por gusto de ella viene conmigo en un viaje Bordeaux. Ella que habla muy bien francés me hizo de traductora. El asunto es que conocemos al barón Éric de Rothschild, que era uno de los dueños de Château Lafite, que le dice que le gustaría hacer un vino en Argentina. Terminamos haciendo una sociedad con Lafite y así nace Caro, un corte de Cabernet y Malbec. Pero lo más importante de esa sociedad, es que mi hija, que es muy estudiosa, se mete en Château Lafite para introducirse en la teoría francesa del terroir.
-¿Que postula esta teoría?
-Que la calidad del vino depende exclusivamente del microclima del viñedo y de la composición física, química y microbiológica de su suelo. Ella decide fundar un Instituto de Investigación, el Catena Institute of Wine, para estudiar el tema de la calidad con la premisa de que, si todo depende del terroir, cómo puede uno descubrir el terroir en la Argentina que da la mejor calidad. Ella entonces introduce el concepto de vino de parcela, que no es exactamente francés. En Château Lafite seleccionan las 20 o 30 mejores parcelas, y con ellas hacen su gran vin. Pero Laura propone identificar las pequeñas parcelas que producen el mejor vino, pero embotellar sus vinos y venderlos por separado. Así nacen los 3 Malbec y los 2 Chardonnay de parcela del viñedo Adrianna.
-Con esos vinos ha obtenido varios 100 puntos de la crítica internacional.
-A nosotros el descubrimiento de las parcelas nos generó la fantasía de que podíamos competir con los mejores vinos del mundo. Esta fantasía puede ser catalogada de pretenciosa, pero no es descabellada. Cuando presentamos nuestros vinos de parcela en La Place de Burdeos [el mercado de vino de lujo más importante del mundo] fue allí que nos dijeron “ustedes pueden competir”. Creo que la teoría francesa que vincula a la calidad con el terroir es el hecho nuevo que va a modificar la concepción de calidad del vino argentino.
Creo que todas las bodegas que nos siguieron cuando cambiamos hace el vino californiano-francés o cuando fuimos hacia la altura, ahora nos van a seguir con la teoría del terroir, y cada bodega va a descubrir sus mejores parcelas. ¡Y nos vamos a llevar una sorpresa!
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