¿Hay que preocuparse? Hasta dónde llegan los tentáculos de El juego del calamar
Fascinación por la muerte o sublimación de la angustia a través del arte: bueno, nada de eso
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El juego del calamar es una serie violenta como tantas. Algo especial debe tener sin embargo, ya que gana sobre otras y se entroniza como una de las producciones más vistas de la plataforma Netflix.
El argumento trata de gente caída en desgracia que, ante la posibilidad de ganar una enorme cantidad de dólares, se deja reclutar para participar de un juego siniestro en el que la muerte es el destino de todos los perdedores.
Dicen que la serie en sí misma es mala. Sin embargo, acá hablamos de ella no tanto por sus (dis)valores artísticos, sino por lo que representa en clave simbólica. Es que, en ese sentido, alguna fibra ha tocado como para tener un éxito tan masivo.
En Europa se preocupan porque en los recreos los chicos empiezan en sus juegos a imitar la crueldad de ese mundo cerrado de la serie, en el que los ganadores viven y los perdedores mueren violentamente. Posiblemente esos chicos vean en El juego del calamar la representación del mundo tal como se lo muestran los grandes: un duro universo darwiniano en el que solo se redime el vencedor de un juego perverso y arbitrario.
Muchos entienden que la vida es así: que hay reglas crueles y sádicas que se imponen y obligan a jugar brutalmente, como si ese poder manifestado por los diseñadores del juego representara un Dios arbitrario y perverso que goza mientras que “la gilada” se degrada en la desesperación.
El tema da para profundizar mucho, pero no es la idea ponerse muy sesudo en estas líneas. Sabemos que la muerte fascina, que sin algún contacto con ella no nos damos cuenta de que estamos vivos y que hay aspectos de nuestra vida diaria en la que estamos adormecidos en rutinas y zonceras. A ese nervio existencial llega el Juego del Calamar con sus tentáculos, representando una de las versiones del mundo (la más cínica tal vez) que subyace bajo el manto del día a día.
Es verdad que hay otros juegos que se juegan y no siempre tienen series que los representen. Juegos más colaborativos e inteligentes, jugados en clave de eficacia grupal y no tan individualistas o desesperados. En esa línea podemos imaginar que los colegios que tengan una manera menos competitiva y más entusiasmante y cercana de educar no deberían preocuparse tanto en los recreos porque los chicos no apuntarían a imitar un juego en el que reina la rabia y la agresividad competitiva, y sin dudas encontrarían otras formas de divertirse.
La sublimación de la angustia a través de algún tipo de arte o juego es algo esencial para los humanos. Si el Juego del Calamar sirviera para poder “exorcizar demonios” y pasar a jugar a otra cosa sería maravilloso. Pero difícilmente sea así porque no es esa la intención del espectáculo.
Sabemos que no solo de “emociones fuertes” está hecha la vida, sino también de lo que hacemos con esas emociones tras experimentarlas. Y en ese hacer está el principio de la historia, no su final.
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