Cuáles son los bufetes y cantinas de estos espacios deportivos donde conviven habitués, socios y familias
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“El deporte y el buen comer se mezclan en este tradicional restaurante”, dice el lema de Cantina Palermo, parte del histórico Club Atlético Palermo. Esas palabras se comprueban apenas se entra al salón, con casi 200 camisetas de distintos equipos colgando desde las paredes. Abundan los recortes de diarios donde aparece el Diego, hay fotos de jugadores icónicos, en un sitial de honor se ve una réplica exacta (la hizo la misma empresa que hace las originales) de una Copa Libertadores, tan realista que muchos clientes piden sacarse una foto junto a ella.
“La decoración la definí yo, soy muy futbolero”, cuenta Juan Manuel Tarzia, a cargo desde el año 2014 de la concesión de Cantina Palermo. “Empecé a armar el salón con algunas camisetas y otros elementos del fútbol y de a poco me fueron llegando más, me las regalaban clientes y jugadores como el gran Walter Ervitti. También están las de los cuatro hermanos Higuaín, que comenzaron jugando acá. Hoy ya no entran más; para poner una camiseta nueva, debo sacar otra”, dice.
ADN albiceleste
Que el fútbol es una pasión argentina no es necesario decirlo. Lo mismo que sucede con una buena comida casera y el encuentro dominguero en familia y con amigos. Un ADN albiceleste que encuentra en los clubes un espacio ideal donde desarrollarse.
Fue hace más de cien años, en 1914, cuando el Atlético Palermo abría por primera vez sus puertas. Nació como lugar de encuentro y de pertenencia de los vecinos, ubicado en los arrabales de una ciudad que se reconfiguraba con la llegada de miles de inmigrantes. En su mayoría europeos, que además de sus desgastadas valijas traían en su equipaje distintos idiomas, culturas, ambiciones y miedos. Es en ese contexto que brilla la necesidad social que cumplió el fútbol en Argentina: los clubes, como el Palermo (que empezó con fútbol y luego se hizo famoso por su básquet), conformaron un espacio para reunirse, donde los más chicos podían jugar libremente, mezclándose y conociéndose entre ellos.
Junto con las opciones deportivas aparecieron también los bufetes donde tomar una gaseosa, comer un pebete de jamón y queso y recuperar la energía gastada en los partidos. Con el paso de los años, algunos crecieron, ganaron independencia y se convirtieron en cantinas, parrillas y bodegones que hoy convocan a los socios y vecinos, todos alrededor de una misma mística: el fútbol y la buena mesa.
“Lo alquilamos hace ocho años con la idea de hacerlo crecer y funcionó”, afirma Juan Manuel. La fórmula es tentadora: los platos de siempre en porciones generosas a precio de barrio. Hay lengua a la vinagreta, mayonesa de atún, salpicón de ave, lomo al champiñón, costillitas de cerdo a la riojana, matambrito al verdeo, mollejas al vino blanco, ranas a la provenzal, suprema Maryland y mucho más, mostrando una radiografía del comer porteño. “Podés venir en familia, con amigos, en pareja, no importa. A muchos les gusta el fútbol (hay varias TV sintonizando partidos), están los socios del club que comen antes o después de un partido de sus hijos, de una clase de karate o de básquet, pero también hay clientes del barrio y de otros lados”.
La historia se repite con pequeñas diferencias. Aprovechando la lógica zonal y el espacio físico, en varios clubes surgen propuestas de cocina que acompañan al deporte. Cuando un restaurante funciona, significa una ayuda importante a la sobrevida de estos espacios sociales que en las últimas décadas sufrieron los mismos vaivenes económicos de toda la Argentina. Un lugar exitoso paga puntualmente el alquiler, mantiene las instalaciones en buen estado y atrae un público renovado que muchas veces aprovecha también las opciones deportivas del club.
“Atrás mantenemos el bufete para que los más chicos coman un sándwich en medio de las actividades. Adelante armamos una propuesta mucho más gastronómica, el bodegón del Kimberley”, explica Walter García Díaz, que tiene muchos años de experiencia en cocina (tuvo a su cargo abrir La Cabrera Express, entre otros lugares). Walter empezó allí como un padre más que llevaba a su hijo de tres años a la escuelita de fútbol. Tiempo más tarde otros socios, sabiendo de su experiencia, lo convocaron y entre todos decidieron renovar por completo el restaurante. “Venían mal, me llamaron, analicé el punto, el lugar y entendí que se podía hacer algo interesante”.
También con más de un siglo de vida (desde 1906), los futboleros conocen la importancia histórica y actual del Kimberley Atlético Club (KAC), que supo ser parte de la Primera División y que hoy es uno de los principales protagonistas del futsal nacional. El bodegón se muestra como buena vidriera, con fotos de los chicos que juegan allí, una camiseta del gran Santiago Basile (jugador del club y de la Selección Nacional) y con el escudo del Kimberley en la vajilla. Desde unas mesas se ve a través de un ventanal la cancha de baby fútbol; en plena pandemia muchos padres reservaban esos lugares para ver desde ahí los entrenamientos de sus hijos.
Ubicado en Devoto, pero algo alejado del centro más concurrido, el Kimberley supo aprovechar muy bien la revolución gastronómica que vive este barrio en una versión relajada, donde todavía se puede estacionar en las calles aledañas y disfrutar de una cocina casera y bien hecha. Hay, sobre todo, carnes de alta calidad en la parrilla (el bife de chorizo es un hit) y platos de bodegón pensados con óptica actual. “Redujimos el número de platos, buscando que sean impecables: si hay una milanesa, debe ser de diez”, dice Walter. La estrella de la casa es el patio interno, donde también está la parrilla. Los comensales piden, entre otros, pollo al ajillo, vacío a la parrilla, ricos chorizos, asado de tira, milanesa napolitana, pastas caseras, buñuelos de acelga y unos ñoquis de papa Kimberley con tuco casero, crema, parmesano, verdeo, panceta y un huevo poché arriba.
Festejos, escuelita y brasas
Se dice que el fútbol llegó a la Argentina de la mano de los empleados ingleses contratados para armar en el siglo XIX la red ferroviaria. Y de tren y de fútbol (y también de paddle) se trata el Club El Anden, que cumple 30 años en Caballito. Un proyecto familiar de alquiler de canchas que mantiene una escuelita de fútbol y otra de paddle con los mismos equipos desde hace ya un par de décadas. Si bien no hay socios, sí abundan las familias que hicieron de este lugar su punto de encuentro, con padres y luego hijos (y cada vez más hijas) aprendiendo a pegarle a la pelota, vistiendo camisetas con el escudo de la casa.
“Nos convertimos en un lugar típico de Caballito”, cuenta Soledad Jordan, parte de la nueva generación a cargo. Con un amplio jardín delantero, durante la semana las mesas se llenan con los propios jugadores que arman su “tercer tiempo” comiendo sándwiches y tiras de asado al por mayor. “De mediodía es más gente de barrio; de noche se mezcla todo”, dice Soledad. Es una lógica familiar, donde abundan las cervezas de litro, vinos de precio amigable y platos que se rejuvenecieron sumando aros de cebolla con cheddar, un poderoso sándwich de vacío y los inevitables parrilleros como el matambre de cerdo, el chorizo o la provoleta.
La lista sigue con más ejemplos: el Club Gimnasio Chacabuco, que arrancó su historia hace más de medio siglo con once amigos (número futbolero si los hay), que armaron las bases de este club deportivo. Con los años el lugar se hizo fuerte en básquet para terminar convirtiéndose en un referente del barrio, instalándose de manera definitiva sobre la calle Miró y sumando un bodegón (@RestoChacabuco en Instagram), donde ofrecen desde milanesas a tortilla de papa, pasando por boconccinos de lomo y canelones.
También se puede mencionar el bufete de la Asociación de Fomento Parque Chas, fundada en 1929 y convertida en una verdadera “usina de cracks”, tras ganar varios campeonatos consecutivos de FAFI (Baby Fútbol). “Es un bufete dirigido a los padres de los chicos que vienen a jugar acá. Somos una familia a cargo, tenemos milanesas, empanadas, pebetes, sándwiches de miga, y cada semana sumamos un plato especial como una bondiola a la cerveza o un pollo al disco”, cuenta Migue, a cargo de la propuesta.
Hay otros casos donde la oferta gastronómica creció tanto que es más conocida que el propio club, como Club Eros, el reconocido bodegón palermitano que es en realidad parte del antiguo Club Social, Deportivo y Cultural Eros: el pasillo de entrada está sobre la calle Uriarte, por donde entran los niños que juegan al fútbol en la cancha del fondo.
Y se suman ejemplos donde la gastronomía es casi lo único que subsiste, como pasa en el Club Defensores de Almagro: un lugar con historia futbolera (en 1970 obtuvo el título de la Primera D de la AFA), que hoy ya no tiene actividades abiertas al público: solo una sala de juegos de mesa y un bufete escondido lleno de banderines de fútbol. “Intento que se coma rico”, cuenta Pablo Toledo, a cargo del lugar. “Todo lo hago en el momento, incluso las pastas son caseras. Si pedís un pollo a la portuguesa, será como tiene que ser”, asegura.
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