Sigman no reniega del término “autoayuda” y explica por qué las palabras impactan en nuestras decisiones y formas de vincularnos con los otros
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Del otro lado del océano y de la pantalla, Mariano Sigman se dispone a hablar de uno de los temas que más lo apasionan: la comunicación. Autor del libro El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro y (tu vida) conversando (Debate), que ya lleva 8 ediciones y encabeza los rankings de ventas, se propuso investigar a fondo este tema que nos atraviesa a todos.
Físico recibido en la UBA con un doctorado en Neurociencias de la Rockefeller University de Nueva York y un posdoctorado en Ciencias Cognitivas del College de France en París, nació en Buenos Aires, pero pasó gran parte de su vida en otras partes del mundo. Asentado en Madrid, donde es uno de los directores del Human Brain Project, un centro de investigación que busca entender cómo funciona el cerebro, es un apasionado de las palabras y del impacto que producen en la vida cotidiana, tanto en nuestras decisiones como en la forma en la que nos vinculamos con los demás.
A pesar de los títulos que se ha ganado en el mundo científico, Sigman no tiene prurito en que su obra esté dentro del universo de la autoayuda. “Mi libro habla de una idea muy antigua, que es la búsqueda de la virtud en el sentido de encontrar una buena vida –sostiene–. La autoayuda tiene mala fama porque pretende vender la idea de que podés manejar tus emociones simplemente leyendo el libro. Eso no existe. Pero la autoayuda vista como la idea de aprender cosas que te den la capacidad de actuar sobre vos mismo, de resolver problemas, es noble. No hay ningún padre o madre que no quiera darles herramientas a sus hijos para superar la adversidad o gestionar sus emociones cuando se sienten desbordados”.
–¿Hemos perdido el interés o la capacidad de comunicarnos?
–No perdimos ni la capacidad ni el interés, tampoco es el momento de mayor polarización. Basta ver qué pasaba en la Francia medieval, en la que si no pensabas lo mismo te cortaban la cabeza. Por eso, no es un problema actual. Creo que la crisis fundamental es de disposición o de predisposición, esa es la razón por la que fallan las comunicaciones. Es algo que es muy estructural del cerebro humano.
El ejemplo más clásico son las peleas de tránsito. Cuando chocamos, entramos en un estado fisiológico de pelea. Entonces empezamos a hacer todo para optimizar eso: desde bajarse del auto con un palo hasta cambiar cómo ves las cosas, porque cuando la otra persona se está acercando, en vez de verla como una persona, la ves como un monstruo: cambia hasta la percepción física. Es un cambio completo de disposición y una vez que uno entra en ese estado no lo puede frenar.
–¿Cómo hacemos para pasar de lo reactivo a lo reflexivo? ¿Eso se puede entrenar?
–Si vos entrás con una disposición de que el otro se equivocó, pero no por eso es un criminal, entonces lo más probable es que todo se resuelva de la mejor manera. Con las peleas de pareja también pasa. El ejemplo típico es cuando el otro llega tarde y empezás a conjeturar razones, a decirte que siempre hace lo mismo, que cómo puede ser... Tu cerebro empieza a predisponerse para una discusión, y cuando tu pareja llega le ponés una cara malísima, el otro ve tu cara y todo deriva en una discusión. Si vos cambiás la predisposición, si en lugar de seguir ese reflejo que te propone el cerebro le ponés un freno en el momento, la conversación va a lugares mejores. Hay dos ideas importantes. La primera es parecida a la medicina de prevención, es decir, es mucho más fácil resolverlo antes de que explote: a una persona que ya está en la pelea es muy difícil pararla porque disparó una cantidad de mecanismos que son como una especie de fuego, ve todo a través del lente de la ira.
Y la segunda idea es entender que muchas veces uno hace cosas para convocar estas emociones que no nos hacen bien. Un ejemplo claro son los celos, revisarle el celular, las redes o el bolso a tu pareja. Tu cerebro está pidiendo combustible para enojarse. Ahí todavía no se disparó nada, no perdimos el control, podemos ponerle un límite. Pero no se resuelve la primera vez. Tenés que entrenarlo, porque cambiar un hábito lleva tiempo y esfuerzo.
–Las personalidades tipo “Bombita Darín”, que explotan, ¿también pueden lograrlo?
–Si vos decís “soy Chispita y soy así,” entonces vas a ser así. Si decís “soy Chispita, pero lo quiero cambiar”, es probable que lo hagas, pero no solo por quererlo. Requiere de una cierta motivación. Como todos los hábitos, después de un tiempo se internaliza y va a funcionar solo. Pero cambiar un hábito requiere un gran esfuerzo consciente, hasta produce fatiga, por eso hay que priorizar.
–Para poder comunicarnos con los demás, ¿tenemos que aprender primero a hablar con nosotros mismos, a mantener diálogos internos más amables?
–Yo creo que la conversación con los demás es mucho más fácil de practicar que con nosotros mismos. Si vamos por la calle y una persona se tropieza, nos sale el reflejo de ayudarla y preguntarle si está bien. Si uno es el que se cae, enseguida dice “qué tonto, qué estúpido, iba distraído”. O una amiga hace algo mal en el trabajo y le decís “no pasa nada, todos nos equivocamos”. Pero cuando te pasa a vos, te parece una tragedia, nos flagelamos, nos tratamos con mucha severidad. Es muy difícil ser compasivos con nosotros mismos porque nuestro cerebro nos convoca a pensar que la única forma de que nos vaya bien es ser muy autoexigentes. Tenemos una lente distorsionada: nuestro dolor, nuestro sufrimiento, está sobrerrepresentado. El ejercicio de autocompasión requiere tomar perspectiva. Eso no significa ser indulgentes, sino ver con el grado justo, desde la distancia. Le agregamos un sesgo emocional que no es útil. Lo que te sirve es decirte “cometí un error”, analizarlo, pero no autoflagelarte. La mejor manera de trabajar la autocompasión es primero trabajar la compasión, que es un sentimiento mucho más natural.
–¿Cuáles son las claves de una buena conversación?
–Primero, estar abierto a cambiar de opinión. Hay expresiones de época como “panqueque” o “tal persona no resiste un archivo”, como si cambiar de opinión fuese un defecto y no una virtud. Hacemos un esfuerzo descomunal para mantener nuestra posición frente a un cúmulo de evidencias porque hemos decretado que eso es lo valioso. Nosotros construimos ideas sobre todo, nos formamos una narrativa y la sostenemos. Pero hay una virtud en saber cuándo y cómo cambiar de opinión. De hecho, así funciona la ciencia, se revisa todo el tiempo. Pero desde pequeños el sistema nos lleva a creer que está mal dudar. Si un chico le pregunta a la maestra algo y ella le contesta: “¿Sabés que no lo sé? Lo voy a investigar y mañana te digo” está haciendo algo bueno, aunque tal vez la mayoría diga “qué barbaridad, cómo no lo sabe”.
–También planteás que las buenas conversaciones deben ser en grupos reducidos: ¿por qué?
–Me gusta pensar la conversación como un mercado donde en lugar de mercancías se intercambian ideas, perspectivas… Una buena conversación es un buen mercado de trueque. Falla cuando hay miles de personas gritando, el puesto más grande empieza a absorber a los demás o monopoliza todo. Tiene que haber una buena predisposición, pensarlo como un espacio de descubrimiento, para poner a prueba tus ideas y estar dispuesto a cambiarlas. Es como cuando te vas de viaje a un lugar raro: ahí estás abierto a hablar con gente de otras culturas, intentás comprenderlas, entender.
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