Luego de trabajar en Cipriani, Alejo Waisman fundó junto a sus hermanos este lugar icónico, con fuerte impronta italiana
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“Cuando cerró Cipriani, sabíamos que había una clientela exigente y de buen poder adquisitivo que había perdido su lugar de pertenencia”, cuenta Alejo Waisman. Y no lo iba a dejar vacante, así que empezó a buscar local por Recoleta para abrir “un nuevo Cipriani”. Por entonces, el cocinero ya tenía su pequeño restaurante italiano cerca de su barrio, Banfield, junto a sus hermanos: Tomás y Martín. Cuando dieron con el local de Libertador y Ayacucho, instalaron Sottovoce: “Uno lo siente, sabe que va a funcionar, era imposible que no nos fuera bien”, recuerda Alejo. Desde 2003 siguen firmes en la esquina que los consagró, donde se acercan vecinos, turistas y famosos, hoy recomendada por la Guía Michelin de Buenos Aires. En este proyecto gastronómico familiar también invocan su infancia en Israel y la costumbre de salir a comer afuera en familia cuando eran chicos, como primeros entrenamientos del paladar.
Alejo aprendió a amasar con su abuela, que lo hacía golpear 100 veces el strudel hasta que estuviera listo, bien finito. Su papá, que no estuvo de acuerdo con que estudiara gastronomía, hoy disfruta del restaurante que llevan adelante sus tres hijos, donde cotidianamente se elaboran al menos cuatro pastas frescas: pappardelle, fusilli, spaghetti al huevo y nero de sepia. Más las secas, maltagliatti, tagliolini o cuerda de guitarra y tagliatelle, que también hacen de espinacas. Hasta fabrican su propio queso mascarpone: “No estábamos conformes con los que vendían acá para hacer el tiramisú”, dice Alejo.
–¿Cómo surge Sottovoce?
–Nace en 2003. Yo había estado trabajando en Cipriani desde que abrió en Buenos Aires hasta que se fue del país, en 2001, por la crisis. Con mis hermanos, vimos que quedaba un nicho vacío y así empezó todo.
– Digamos que vos ya tenías todo el “know how”...
–Es que nosotros ya teníamos un restó en Lomas de Zamora que se llama La Taberna y queríamos venir con uno a capital. Teníamos un estilo de cocina similar al de Cipriani, con la misma escuela de servicio, mucho más meticuloso en la parte de elaboración: hasta hoy, elaboramos las pastas, la panadería, no compramos nada hecho, hasta hacemos nuestros propios helados, con fruta de temporada. Ahora está el de mandarina, por ejemplo: tratamos de que sea siempre criolla.
–Entonces, ¿La Taberna fue la antesala?
–Exacto, es un local que al día de hoy, se llena. Nosotros somos de Banfield, es un nicho, el restaurante está en la zona de casonas inglesas, al lado del colegio inglés, y desde que abrimos fue un éxito, había que reservar con dos semanas de anticipación.
–¿Cómo desembarcaron en Recoleta?
–Empezamos a buscar un local por la zona y encontramos este, donde antiguamente había un bar que ya estaba cerrado. Todo el mundo nos decía que no servía. El antiguo Cipriani había estado cerca.
–¿Era una esquina de mala suerte la de Libertador y Ayacucho?
–Sí, los vecinos pasaban y nos decían “están locos, todo lo que abrió acá, cerró”, pero estábamos convencidos del barrio y de lo que sabíamos hacer. Son sensaciones que uno tiene adentro.
–Ustedes llegaron para cambiarle la racha.
–Lo tomamos, lo remodelamos y mantuvimos el estilo con la boiserie. Y así abrimos. Desde el primer día estuvo lleno, se corrió la voz de que la gente de Cipriani había abierto un restaurante que era del mismo estilo, así que los clientes empezaron a venir. También invitamos a los mozos a que vinieran a trabajar con nosotros. Así, había una sensación de que este restaurante existía desde siempre. La gente cree que era de nuestros padres, o abuelos. La cocina tradicional italiana, el servicio de la vieja escuela, la decoración, eso es lo que queríamos: que fuera un clásico italiano.
–Vamos más atrás, ¿por qué te iniciaste en gastronomía?
–Desde chiquito me gustaba, mis padres y abuelos salían permanentemente a comer afuera y nos llevaban. Yo me pedía el lomo a la pimienta negra con papas a la crema. Me fascinaba ir a Swiss Air, el restaurante que tenía la línea aérea. Era como estar en París. Una alfombra hermosa, los mozos de smoking, guantes blancos, toallita caliente. Era caro, así que cuando mi abuelo nos invitaba un domingo al medio día a comer ahí era la felicidad para mí. Después también íbamos a Ligure, que estuvo hasta hace poco, había una tarta de alcauciles muy famosa que me encantaba, yo de chico siempre comí de todo. Nosotros vivimos en Israel, tengo muy incorporadas las especias, los aromas, ir a los mercados. Estuve desde los seis años hasta los doce.
–¿En tu casa quién cocinaba?
–Mi abuela era una gran cocinera y yo la ayudaba. Hacía knishes. Ella decía que era una obligación golpear la masa del strudel 100 veces, y yo era el encargado, mi abuela me designó como “el golpeador de la masa”. Me acuerdo que la estiraba un montón. Yo con ella hacía todo a mano. Hay un tema muy importante en la cocina judía askenazi, que es el manejo de la cebolla, que tiene muchos tipos de cocción. La cebolla frita tiene que tener ese punto caramelizado que le da el dulzor. Ella tenía un manejo impresionante, si te pasás te queda amarga. Y ese truco lo sigo utilizando porque también en la cocina italiana los puntos de la cebolla son importantes. Los caldos, el manejo de los pescados. Cuando me fui a Medio Oriente, era todo semillas, cordero, pistacho, almendras. Me llegó esa otra parte de influencia. Todo esto me despertó curiosidad y gusto por la cocina.
–¿Dónde te formaste?
–En mi época, estudiar cocina no era estudiar, para mi papá. Para él, que es médico, yo tenía que estudiar una carrera “seria”. Pero la fuerza que tenía me llevó a poder hacer lo que me gustaba. Empecé cuando nació la primera escuela de cocina y hotelería en Buenos Aires, y enseguida arranqué a hacer pasantías. Yo quería ir a trabajar a Catalinas, de Ramiro Rodríguez Pardo. Lo hice. Cuando terminé y le dije que me quería ir a España, Ramiro me consiguió buenos lugares: Arzak, en el País Vasco, que tenía 3 estrellas, todavía las tiene; El Reno de Barcelona y clásicos de cocina catalana. Luego me fui a El Crillon de París, pero no tenía los papeles así que tuve que volver. Y como estaban haciendo Cipriani Bs As, me quedé acá como jefe de pastelería y pastas.
–Se nota, por la impresionante panera que sirven con copa de espumante. ¿Qué trae?
–Grisines, fogliatta con parmesano, focaccia con aceitunas negras, rollo de manteca, mini croissant salado, pan negro con nueces y pasas. Lo hacemos todo nosotros, como las pastas que secamos de forma natural y las hacemos en el momento, tienen cocción rápida, acá no hay nada marcado.
–¿Cómo secan la pasta?
–Tenemos una habitación con cierta temperatura y movimiento de aire, tarda dos días. Son de sémola de trigo candeal y puro huevo, no hay que ponerles nada más, agua no llevan.
–Están hace más de 20 años, ¿por qué permanecieron?
–Gracias a mis hermanos. Ellos son muy prolijos en la organización, la administración. Tenemos una empresa sana, no trabajamos con deuda, podemos afrontar los cimbronazos sin que te golpeen. En la pandemia, nos tuvimos que reinventar, nos transformamos en una empresa de delivery. Hoy casi no hacemos. Para nosotros esto no es solo para ganar dinero, nos produce placer que la gente nos elija.
–¿Y por qué los eligen?
–Creo que porque somos consistentes, saben que van a comer siempre rico, con la misma relación precio-calidad. El servicio también es importante, los mozos que reconocen a los clientes, ya saben que van a pedir, los asesoran bien. La filosofía nuestra es que el cliente se sienta parte del restó, de esta familia. La mayoría viene más de una vez por semana. Hay mucha gente del barrio que viene a diario, lo toma como su lugar. Domingo a la noche es medio ritual, al medio día también: gente que viene siempre, que tiene su mesa con su grupo.
–Entre sus habitués tienen una gran lista de celebridades...
–No les sacamos fotos, no los molestamos. Son un cliente más. Nombres te puedo decir muchos, desde presidentes de otros países como Aznar y Lacalle Pou a John Travolta, Robert De Niro, Antonio Banderas. Cuando vino a comer el creador de Los Simpson, Matt Groening, sin decir nada dejó un Homero dibujado en el reverso de la cuenta, que hoy cuelga enmarcado en una de las columnas del salón.
–¿Y Amalita?
–Sí, venía en la semana, los días tranquilos al medio día, los lunes y los martes. Y también Ernestina Herrera de Noble venía los domingos.
–¿Cuáles son los platos emblema de Sottovoce?
–Número uno las pastas, a mí me gustan mucho los tagliolini con tomate y albahaca, y los pappardelle con ragú, que se cocina ocho horas con fondo de cocción de ternera. De las rellenas, estamos haciendo unos ravioli de cordero braseado que me gustan mucho también. El rotolo a la bolognesa, está desde el día uno, es como una lasaña enrollada que se gratina, se vende mucho. Y otro infaltable, las berenjenas a la parmesana.
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