Referente de la “cocina playera”, aprendió a lidiar con las dificultades del entorno y nunca pensó en volver a Capital
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Una larga barba con algunas canas entrelazadas, gorrita y un brazo cubierto de tatuajes; detrás de ese aspecto despreocupado está uno de los cocineros pioneros en la gastronomía de lujo en Argentina: Juan Pedro Demuru, el mismo que en los albores del siglo XXI trabajaba junto a Rodrigo Sieiro en Nectarine, precursor de los menús por pasos en el país. Pero hace poco más de diez años, Pedro (así le dicen) decidió volantear su destino y abandonó la ciudad porteña para instalarse en los idílicos bosques de Cariló, el pequeño pueblo vacacional que cada verano recibe a miles de turistas de todo el país. Allí reconstruyó no solo su nombre sino una identidad que lo convirtió en una referencia de la cocina playera en la costa atlántica argentina.
Primero arrancó con un único restaurante al que le puso su propio apellido; hoy ya maneja cuatro lugares independientes, donde les da de comer a más de 1400 personas por día. Además de Demuru, está al frente de Carpe Diem, en el club de golf de Cariló, y los paradores de playa Rada Beach y Kota Beach (Pinamar). Sin embargo, se lo ve tranquilo. “Es momento de frenar un poco, ordenar todo y priorizar lo único que es realmente importante: disfrutar la vida”, dice este cocinero que, desde los 17 años, nunca paró de trabajar.
–¿Qué fue lo que te llevó a cambiar de rumbo y mudarte a Cariló?
–Desde el día que empecé a estudiar cocina, siempre había tenido la fantasía de tener un restaurante en la playa. Más que una fantasía, era una filosofía. Claro que también hubo algo de estar cansado del ritmo que te impone la ciudad. Y un día se me dio: apareció una oportunidad en Cariló y me vine a vivir acá.
–Venías de una cocina de lujo, ¿cómo fue adaptarte a las necesidades de la costa?
–Fui aprendiendo, entendiendo qué funcionaba acá, qué precisaba la gente. Al principio arranqué en Cariló con una cocina muy de autor, trabajaba yo solo, con uno o dos empleados; lavaba los platos, me encargaba de las compras, manejaba los fuegos. Hacíamos panes caseros y los poníamos en la vidriera porque no había lugar donde guardarlos. La gente los miraba y empezó a pedirlos para llevar. Así arranqué con algunos sándwiches y fui pensando nuevos platos más generosos, más amigables. El menú y el restaurante fueron encontrando su personalidad. Hoy me gusta decir que somos un bodegón de autor, donde ofrecemos platos grandes y llenos de sabor, pero siempre agregando algo nuestro, un toque propio. Esto me lo dijo Dolli [Irigoyen], que para mí es como una madre: “Vos cociná rico y te va a ir bien”. Eso es lo que intento hacer.
–Te convertiste en un referente en la gastronomía de la costa argentina, donde salvo algunas excepciones no había grandes nombres…
–Creo que lo que traje a Cariló fue una transformación. En estos años la cocina de la costa evolucionó mucho, creció como nunca antes, pero casi todo sucede en Mar del Plata, que es toda una ciudad. Lugares como Cariló, como Pinamar, también vienen creciendo, pero falta un montón de vuelo. Acá trabajamos más que nada con turistas, los locales vienen, pero no alcanza con eso. Tenemos una temporada de 60 días que hay que aprovechar. Luego, durante el año, intentamos ofrecer un menú todavía más amigable, con un ritmo mucho más tranquilo. Ahora, dicho esto, para abrir un restaurante en este lugar y que realmente te vaya bien, que deje una marca, tenés que vivir acá. No se trata solo de ganar dinero, sino de entender una filosofía de vida.
–Vivís entre el bosque y la playa, ¿te convertiste en un hippie?
–Algo de eso hay, me dejé la barba y me convertí en el gnomo del bosque [risas]. Yo trabajo desde los 17 años, a los 18 ya había ganado el premio a Joven Chef que tenía a Dolli de jurado, a los 20 era parte del equipo argentino que competía en el Bocuse D’or con Martín Molteni a la cabeza. Estoy más grande y uno debe entender que la vida es una sola, que se va acabando y que entonces hay que disfrutarla. No es por dinero, es un click en la cabeza, saber poner tus límites: hasta acá sí y hasta acá no. Ahora estoy entrando en ese formato, tomando ciertas decisiones, ordenando lo que tengo. Me gusta decir que tengo un slogan: yo trabajo estando de vacaciones. Claro que hay problemas, falta personal, se te pasa una comida de punto, pero estoy en un lugar hermoso, no hay tránsito, no hay semáforos, no tengo ese estrés tan de la ciudad. Es un formato vacacional constante.
–Suena un paraíso, pero entre los cuatro restaurantes donde cocinás le das de comer a más de 1400 personas por día: no puede ser todo vacaciones.
–Hay que armar equipos, enseñarles e inspirarlos para que pongan el corazón en lo que hacen. Que lo disfruten. Hoy vas a muchos lugares y los que trabajan parecen enojados, así no funciona. No digo que sea fácil: de todo mi equipo, tal vez el 20% le pone corazón. Pero hace unos años ese número era el 0%. Y apunto, en un tiempo, a tener un 50% que se apasione con lo que haga.
–Tenés Demuru en el centro, Carpe Diem en un club de golf y dos paradores, Rada Beach y Kota Beach. ¿Cómo definirías a cada uno?
–Todos tienen su propio público. Demuru lleva mi apellido, es el primero que abrí y es el corazoncito de lo que hago. Luego está Carpe Diem, pensado para los golfistas: ahí tenemos un menú de mediodía más descontracturado, el público va por otra cosa y aprovecha el lugar. Con Rada Beach logré cumplir ese sueño de tener un restaurante directo en la playa, que era lo que había querido desde siempre. El público es muy familiar, hay opciones para todos. Y acepté lo del nuevo parador en Kota Beach porque lo que me interesa es que, aun estando a solo dos kilómetros del otro lugar, atrae a un público muy distinto: no hay familias sino, como me gusta decir, “gente en formación de familia” [risas]. Son jóvenes de 27 a 45 años, que buscan una propuesta más chill, con DJ, con sunsets. Y si en los primeros tres lugares la idea de la cocina se parece entre sí un poco más, en Kota hago algo bien distinto, pensado para comer con la mano, una gastronomía muy de producto, donde de pronto te pongo un tomate con orégano pero es un tomate reliquia formidable, una delicia. Ahí no ofrezco sándwiches, y casi no hay harinas.
–Hablando de los tomates, ¿te resultó fácil encontrar productos de calidad en la costa?
–Más o menos. Acá crecen hongos de pino que podés salir a recolectar y luego secar. También hay algunas huertas. Y tengo un pescador que pesca en forma exclusiva para mí; cuando el tiempo está bien y hay pique, tengo pescado súper fresco. Pero es complicado, no siempre lo logro. En Cariló no hay puerto y tampoco hay una cultura de pescadores que tomen esa responsabilidad. De Mar del Plata nadie te manda 50 kilos de pescado hasta acá. La verdad es que encontrar buenos productores y pescadores no es nada fácil. Ojo, un poco los entiendo, porque cuando aparece uno, no se les reconoce el trabajo que hacen. En Argentina falta una verdadera cultura gastronómica de disfrutar el morfi, es algo que recién estamos aprendiendo. La mayoría come porque mira el reloj y ve que es la hora de comer. Falta mucho para que sea una elección de disfrute, como pasa en Europa. Pero bueno, allá nos llevan algunos cientos de años.
–Si tuvieras que elegir los platos que te definen, ¿cuáles dirías que son?
–Hay platos que no puedo sacar de la carta de Demuru porque son siempre los más vendidos. El pastel de ciervo lo tengo desde hace nueve años. Una vez vino un pibe de Madariaga con un montón de ciervo, se lo compré, hice un pastel con calabaza caramelizada por encima, y a la gente le encantó. Lo mismo pasa con el cake de zanahoria, me lo sacan de las manos. No llego ni siquiera a producir todo lo que puedo vender. Ahora está saliendo mucho el ceviche, también la pesca del día. Y hay unos megasándwiches como el de medio metro de bondiola braseada que son un éxito.
–¿Cómo viene la temporada?
–Diciembre fue muy duro, pero había un contexto de país que no permite hacer una evaluación de ese mes. Enero viene arrancando más normal, aunque recién en una semana sabremos cómo está todo. De todas maneras, nuestros lugares están siempre llenos, con fila de clientes esperando. Por suerte, los que vienen me siguen eligiendo.