Apuesta a transformarse en un atractivo turístico que amplíe las visitas tradicionales al barrio de La Boca
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Un grupo de mujeres rodea y escucha con atención a una joven guía de turismo, a la sombra del hormigón del puente. A un lado, en altura, se distingue la imponente autopista Buenos Aires-La Plata. Al otro, a pasos, puede verse el Puente Avellaneda original, ensamblado en la década de 1910 con piezas traídas de Inglaterra. El piso conserva el empedrado de antaño, un camión esquiva a un perro que, entre veredas con murales futboleros, avanza hacia una parrilla.
Dos años atrás nadie hubiera imaginado que esta escena se repetiría varias veces los viernes y los sábados en la entrada de la Isla Maciel. En el imaginario popular, la Isla es sinónimo de peligro y actividades clandestinas. Una fama ganada a través de los años y los golpes de diferentes crisis económicas durante el siglo XX, que convirtieron a la zona (pujante en sus orígenes, por su carácter portuario, con importantes astilleros y frigoríficos instalados allí) en una región marginada. Con décadas de trabajos de infraestructura parados o abandonados, el barrio perdió su aura pintoresca, esa que sí pudo sostener La Boca, especialmente en Caminito y alrededor de La Bombonera, apenas a unos metros de distancia: en la otra orilla del Riachuelo.
Sin embargo, hoy los vecinos e instituciones apuestan a un renacer de la Isla Maciel como destino de turismo urbano y alternativo. Diferentes acciones derivaron en los tours gratuitos semanales que convocan cada sábado a alrededor de 60 personas, algunas curiosas, otras nostálgicas, que se animan a cruzar el charco para ver más allá.
El atractivo principal de esta barriada de alrededor de 7000 habitantes, ubicada en Dock Sud, Avellaneda, es su capital histórico. En rigor no es una isla: en el 1900 se llegaba cruzando el Riachuelo desde Capital y el hoy entubado Arroyo Maciel desde el sur. De ahí la idea de que se trata de un territorio rodeado por cuerpos de agua. Las similitudes con La Boca pueden apreciarse a simple vista: conventillos, murales, techos de chapa y la ribera que los hermana.
La Isla Maciel fue el asentamiento urbano más antiguo de Avellaneda, un lugar que funcionó también como recreo y sitio de esparcimiento, con agua limpia y una gran vegetación. El cierre de industrias y fábricas que abrió paso a la pobreza y el desempleo, más la contaminación de la zona, hicieron que el barrio y sus pobladores quedaran aislados, y así el territorio pasó a ser tomado por el delito, la violencia, el desamparo institucional y la prostitución.
Un reciente trabajo en conjunto de la Municipalidad de Avellaneda, ACUMAR (ente que regula la actividad en la Cuenca y cuya incidencia principal en este plan es el saneamiento del río), el Ministerio de Turismo y Deporte de la Nación, la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV) y Vialidad Nacional, logró congeniar las mejoras de infraestructura y calidad de vida para los vecinos, con la posibilidad de armar un nuevo destino que amplía la tradicional visita de turistas locales e internacionales al barrio de La Boca.
Unir dos orillas
El circuito “El puente y sus dos orillas” se empezó a desarrollar a fines de 2019. El punto de partida fue la restauración del Puente Trasbordador Nicolás Avellaneda, que junto al puente naranja homónimo son la clásica postal de la zona. Ese trasbordador es el mismo que entre las décadas de 1930 y 1950 llegó a trasladar 10.000 personas por día, en su mayoría hombres que cruzaban a trabajar en talleres navales, frigoríficos y fábricas. El objetivo respecto al puente fue ponerlo en valor, darle uso y una finalidad turística. Eso se combinó con la idea de que la comunidad pudiera participar del proyecto activamente. Se articuló entonces con el Municipio de Avellaneda y también con la Comuna 4 de CABA para construir las Estaciones de Promoción e Interpretación Ambiental (EPIAS) que hoy funcionan como sitio de encuentro para los recorridos, con orientación turística y de temáticas sustentables.
“Quisimos unir los dos barrios. No pensar al Riachuelo como una barrera, sino como un punto de cruce, de encuentro entre orillas. Ampliar el recorrido turístico y al mismo tiempo generar para los habitantes de la Isla nuevas fuentes de ingreso, emprendimientos y mejoras en las condiciones generales de vida”, cuenta Martín Marimón, de la Dirección Nacional de Calidad e Innovación Turística del Ministerio de Turismo y Deportes de la Nación.
La recorrida comienza con una visita a los puentes. Actualmente el trasbordador se encuentra en obras de modernización, con miras a reabrir a fin de año, por eso el cruce del Riachuelo es peatonal, subiendo al puente naranja. De cualquier manera, los visitantes pueden acceder a la plataforma de traslado y conocer su historia y mecanismo.
Después del cruce, estudiantes y egresados de la UNDAV reciben a los turistas para la caminata. Un paseo por la plaza central y las puertas de los conventillos, al que se suman vecinos que cuentan la vida allí en primera persona, preocupados por que “la famosa Isla Maciel”, como se la conoce, sea célebre también por su patrimonio, sus habitantes y trabajadores, y no tanto por el historial vinculado al delito o la prostitución.
La voz de los habitantes
Omar, isleño de nacimiento, aporta los datos de color que dan identidad al barrio: la presencia de la cancha de San Telmo, la rivalidad futbolística con Dock Sud, la idolatría por el jugador Pedro Coronel y el agradecimiento a la obra del Padre Paco. También aclara que “aquí nos conocemos entre todos, no es un lugar de fácil acceso para cualquiera. Hay códigos, recelo, pero trabajamos para que estos circuitos muestren la mejor cara del barrio”.
Los murales también son distintivos. En su gran mayoría son parte de un proyecto que antecede al circuito oficial, llamado “Pintó la Isla”. Nació en 2014 como idea del alumnado de la Escuela N°24 y el profesor Gerardo Montes de Oca. La propuesta fue intervenir las paredes del barrio con murales creando una gran galería de pintura urbana, revalorizando el espacio público y fomentando su apropiación e identidad por parte de los vecinos.
De alguna manera, fue una respuesta del arte contra los lugares comunes con los que se identifica a los habitantes de la Isla. Desde entonces no solo pintan los vecinos: también reciben la visita de artistas de La Boca y el resto de Buenos Aires que quieren pintar y restituir el “lado B” de la ribera para volverlo atractivo sin recurrir a los artificios escenográficos de Caminito.
Otro de los espacios que busca revalorizar el patrimonio local es la Casa Museo del Carpintero de Ribera, donde vive Horacio Enrique Eusebi, quien trabajó para convertir la casa-taller de su padre, El Pocho Eusebi, en un refugio de materiales y documentación alrededor del oficio de botero. Pocho fue el último carpintero naval de la Isla Maciel y La Boca, un oficio común hasta mediados del siglo pasado, que fue cayendo en desuso con el desarrollo de distintos medios de transporte de pasajeros y mercadería, y con la navegabilidad del río suspendida. “La carpintería de ribera es un oficio perdido. Quizás quede alguna en el Tigre, en San Fernando, pero no al estilo de Pocho, totalmente artesanal. Acá quise homenajearlo a él y a otros boteros de la zona. También conservar herramientas originales, que bajaron con los tanos de los barcos y que no quiero que se pierdan o terminen a la venta en algún anticuario”, explica Horacio mientras hace sonar un vinilo de Gardel. Y agrega: “Aquí, la remamos con la idea de recibir más y más gente. Vendemos postales y souvenirs hechos con maderas descartadas en las reformas de conventillos”.
El recorrido termina a orillas del Riachuelo, mirando a La Boca. De espaldas al agua, el paisaje es la ruina de un pasado prometedor, con galpones derruídos que supieron ser el lugar de sustento para un aluvión de trabajadores que llegaban del resto de Avellaneda o Capital. Esa imagen, la misma que se ve desde la orilla vecina, no parece a simple vista colaborar con la intención de cambiar la percepción sobre el lugar. Ni los vecinos ni los organizadores piensan que hoy por hoy la Isla Maciel sea un barrio al que se pueda entrar espontáneamente. Destacan que hay peligros “como en cualquier lado”, sumados a esa identidad tan arraigada. Pero aun así, apuestan con estos recorridos a una reactivación que les sirva a residentes y visitantes sin perder la esencia del lugar, dejando atrás el aislamiento y fundamentalmente, volviendo a darle la cara al río.