El manager local de The Cure recuerda su paso por Buenos Aires en 1987, sus visitas a restaurantes, la intimidad del hotel y el detrás escena del show que se hizo famoso por los disturbios
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A The Cure le sorprendió que no tuviésemos limusinas en la Argentina. Ese fue el primer comentario que me hizo su cantante, Robert Smith, en Ezeiza. Luego subió junto a sus compañeros de la banda a las combis que los conducirían al Sheraton Hotel. Era marzo de 1987, inolvidable. Faltaban 24 horas para su primer recital en el país.
Hoy, 35 años después, aquel show en cancha de Ferro se cuenta como leyenda. Es cierto que hubo corridas, que la policía soltó a sus perros y que prendieron fuego la platea. Pero nunca se pudo comprobar que algunos perros hayan sido linchados, que hubo policías quemados o que un panchero haya muerto de un paro cardíaco en el medio del tumulto.
Chief concierge de “La Grinbank”
Por aquel entonces yo trabajaba para “La Grinbank”, como se solía llamar a la principal agencia de espectáculos del momento. Yo había sido manager de Los Twist, Fito Páez y era en ese momento el personal manager de Charly García. La agencia había comenzado a hacer grandes shows internacionales y la visita de artistas del exterior se volvería habitual. Mal que mal yo hablaba inglés, y Daniel Grinbank decidió recurrir a mí para desempeñar el rol de manager local de los artistas que arribaban al país.
Mi tarea no solo era coordinar la logística de traslados de la banda, los horarios de prueba de sonido y los requerimientos técnicos de la crew extranjera con los proveedores de servicios técnicos locales y el estadio. Yo cumplía una función similar a la del Chief Concierge de un hotel 5 estrellas: satisfacer cualquier requerimiento del huésped, desde sugerir los mejores restaurantes de la ciudad o qué vino comprar, hasta conseguir para el huésped entradas para un espectáculo.
Durante todo el tiempo que durase la estadía de la banda inglesa en la Argentina, mi misión consistía en estar las 24 horas en convivencia con ellos en el hotel en que se alojarían. Confeso amante del “dark-rock”, me encontraba dichoso de trabajar y estar en contacto por cuatro días con la banda de la cual era admirador y tenía todos sus vinilos.
Camino al hotel
Luego de su desembarco en Ezeiza y tras un raudo paso por aduana al estilo VIP, nos dirigimos a gran velocidad por la autopista Riccheri rumbo al hotel que sería su hogar por los próximos días. Se mostraron muy cordiales durante el trayecto, algo distantes, pero agradables, tímidos y evidentemente cansados por el show de la noche anterior en Río de Janeiro y el vuelo.
Casi no hablaron durante el viaje al hotel. Se dedicaron a observar a través de la ventanilla y deslizar de vez en cuando un comentario en tono sarcástico sobre lo que iban viendo, sin quitarse nunca las gafas negras.
Fue en ese momento, en la combi, cuando Robert Smith lanzó un irónico comentario al grupo, mientras observaba el conurbano y señalaba las precarias viviendas a los lados del camino: ”Parece el centro bombardeado de Beirut”, dijo. Este mismo comentario volvería a hacerlo, pero ya públicamente, para la prensa, luego de que sucediera lo que pasó la trágica noche del primer show, 18 de marzo de 1987, en el Estadio de Ferro, refiriéndose al estado lamentable en que había quedado el campo de juego luego de los destrozos.
El look dark que Robert Smith impusiera y con el que influyera a millones de jóvenes, esos largos pelos negros teñidos y enmarañados, el rímel y los labios pintados de rojo furioso todo corrido, junto al resto de la banda con su extrema palidez y vestidos como dandis-góticos; no pasó desapercibido a su arribo al hotel.
Su disco más reciente era “Head on the door”, un inusitado éxito mundial. The Cure se encontraba en el pináculo de su fama. Era tal el fanatismo que suscitaban que, al arribar al hotel, más de 1500 jóvenes se abalanzaron sobre las combis. Algunos, incluso, acamparon durante toda su estadía en la plaza que está frente al Sheraton, donde casualmente se encuentra la Torre de los Ingleses.
Todo el piso 13 del hotel fue reservado para la banda, sus técnicos y la pintoresca comitiva. Mi cuarto se convirtió automáticamente en una especie de oficina de producción, desfile de amigos y punto de reunión de otros managers y compañeros de agencia. Todavía hoy recuerdo con una sonrisa a el “gitano” Pepe Luis, amigo personal de DG y de todos nosotros, un personaje con mucha calle, pícaro y divertido como pocos, que cada tanto se ponía una peluca negra de mujer, con los pelos revueltos, y se asomaba a la ventana de mi habitación saludando, haciendo aullar desaforadamente a los fans que creían que quien saludaba era el mismísimo Robert Smith.
El frigobar de The Cure
El grupo pasó el día encerrado en sus habitaciones de hotel, las cuales, según sus requerimientos previos, debían ser “ventiladas, con luz cálida, agradablemente decoradas y con una buena cantidad de enchufes”. En el frigobar debía haber buenos quesos, salmón rosado, pan blanco en rodajas y champagne.
Fue el mismo Robert Smith quien por la tarde me llamó desde su suite y me dijo haber escuchado que era yo la persona indicada para saber dónde ir a comer buen pescado y mariscos. El pescado lo quería entero con esqueleto, no fileteado, y se le antojaba probar los buenos vinos argentinos.
Esa noche los subí a la combi y, junto con dos guardias de seguridad, decidí llevarlos al restaurante de moda cuya especialidad eran los pescados y mariscos. Su nombre era Puerto Marisko, ubicado en Demaría al 4600. En esos años la zona se conocía como Palermo 7, debido a los siete restaurantes de categoría que ahí se ubicaban.
Abrimos la mesa con un blanco de Bodegas López. Pedí dos Chateau Vieux Chardonnay para que lo probasen y se maravillaron con ese blanco, que decidimos acompañar con rabas, chipirones y cornalitos fritos traídos en el día de Mar del Plata.
El plato principal fue una especialidad de la época: un tremendo besugo hecho en croute de sal, con papas al horno y ensalada de langostinos crudos de Chubut, palta y rúcula, con bastante limón y oliva. Acompañamos el besugo con un Cinta de Plata de Bianchi, otra estrella de los blancos del momento.
Fue una cena distendida, amena, el grupo se mostró amable y con ese humor tan inglés, entre flemático e irónico. Una vez que pasamos a los tintos, bebimos Saint Felicien Cabernet Sauvignon Cosecha 85 (en el 87 aún no existía el SF Malbec). Hablamos de cine, pintura y, como buenos melómanos, mucho de música, coincidiendo en nuestro gusto por Bowie, Psychedelic Furs y New Order, entre otros.
Sobre el final de la noche, trajeron a la mesa un licor que no recuerdo bien qué era, con el cual brindamos varias veces. Robert y la banda abandonaron el restaurante empuñando un par de botellas. El postre decidieron tomarlo en el hotel...
El show del horror
Luego de una muy breve prueba de sonido, los miembros de The Cure y yo nos metimos en los camarines del estadio antes de que dieran puerta. Ya entonces podía percibirse cierto clima caldeado en los alrededores e ingresos al estadio. Mi instinto y mi experiencia en shows parecía avisarme que algo no estaba del todo bien.
En esa época, los vestuarios del club estaban ubicados debajo del campo de juego, como a un costado del escenario vallado, y ahí fue que se dispuso el camarín. Los The Cure bebían vino, picoteaban algo del abundante catering que les habíamos servido y conversaban parsimoniosamente entre ellos. Si bien eran algo parcos, se mostraban muy amables, sin divismo, aunque algo idos.
Debería de haber resultado un show más, sin altercados: tan solo un grupo anglo en el pináculo de su fama que arribaba a Buenos Aires para tocar en un estadio sold out. Pero de pronto se empezó a escuchar una agitación que fue convirtiéndose en un griterío infernal, como truenos, explosiones.
Nada parecía presagiar que ese martes, día del primer show, iba a terminar en una escalada de violencia irrefrenable. Hordas de fanáticos decidieron ignorar los controles de acceso y, por los techos, forzando vallados y escalando paredones, comenzaron a acceder de a cientos al estadio, copando el campo y parte de la platea.
Quienes habían comprado su entrada fueron objeto de esta violencia inusitada que iba creciendo como una hoguera a la cual se arroja querosene. La seguridad privada reprimía a diestra y siniestra y la policía soltó los perros, que fueron muy maltratados por los violentos enardecidos. Los rateros, aprovechando la circunstancia, cazaban inocentes y los despojaban de sus pertenencias. Fueron muchas las víctimas inocentes a las cuales literalmente dejaron desnudos, corriendo desesperados, asustados y a los gritos por el campo de Ferro.
En el estadio parecía estar desarrollándose una orgía de violencia. Los forajidos derribaron todo obstáculo que se cruzó en su camino. La seguridad privada parecía estarse extralimitando, pero luego comenzó a notarse que estaban perdiendo la batalla: los barras bravas y punguistas los redoblaban en número y aprovecharon para pegar y robar a diestra y siniestra.
La policía y esos pobres perros que atacaban sin diferenciar quien era quien debieron replegarse. Estaban muy golpeados. Sumado esto al calor imperante de la noche y a la histeria reinante, todo parecía un verdadero campo de batalla de estilo tercermundista, sin armas ni tecnología, con piedras, palos, cadenas y a los gritos.
Fue un disturbio a gran escala, en donde el caos logró adueñarse por completo del estadio.
Dentro de los camarines
Preso de la adrenalina, con la intención de saber realmente qué era lo que sucedía en el exterior, y en mi afán de ver cómo proteger y qué hacer con la banda, fue que comencé a correr la tapa de acero que cubría la entrada al túnel por el cual salen los jugadores y que daba acceso al campo.
En ese preciso momento, ví venir un desquiciado en cueros, corriendo hacia mí, blandiendo el mástil de la bandera de Ferro. Atiné a cerrar la compuerta. Desde adentro, ví sobresalir la punta de acero del asta de la bandera que la había atravesado. Se clavó a pocos centímetros de mi rostro.
Los The Cure se encontraban más pálidos de lo habitual. Su característica flema inglesa los abandonó por completo. El pánico parecía haberse adueñado de ellos y solo les faltaba ponerse a llorar.
Al rato veo entrar a Daniel Grinbank agitado al camarín. Se me acercó y, tomándome por los hombros, me ordenó que convenciera a la banda de salir al escenario. “Como sea”, dijo. Según él, solo la música podía calmar a las fieras.
Hablé con Robert Smith, intenté explicarle lo inexplicable, y él, aún tembloroso, hizo acopio de coraje y les indicó a sus compañeros que agarraran sus instrumentos y se aprestasen a salir.
Como siempre, Daniel tuvo razón. Apenas Robert sacudió su viola con los primeros acordes de “Shake Dog Shake”, la batalla campal pareció llegar a su fin y todos cual zombis dirigieron sus miradas perdidas hacia el escenario.
Los The Cure soportaron estoicamente algún que otro proyectil y dieron un show mortal, preciso y contundente. Venían super afilados, llegando al final de su gira mundial. Terminaron el show, creo recordar, con una poderosa versión de “Killing an Arab”.
Tras sonar los últimos acordes, una huida presurosa hacia el hotel escoltados por motos de la policía, pondría fin a una noche pesadillezca.
El bar del Sheraton los esperaba abierto de par en par. Mañana sería otro día. El segundo show, con un control policial extremadamente reforzado, transcurrió sin grandes sobresaltos. Por vez primera en su estadía, la felicidad pareció dibujarse en el rostro del más famoso grupo dark del momento.
Deberían pasar 26 años para que la banda rompiese su promesa, de nunca más volver a tocar en la Argentina.
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