Empatía sin exagerar. ¿Cuándo es peligroso ponerse en el lugar del otro?
Muchos estiran en demasía la idea de ponernos “en el lugar del otro”, dificultando que cada uno se ubique en su propio lugar
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Está muy buena la empatía, pero no hay que exagerar. Sabemos que la idea de empatía apareció, como antes habían aparecido conceptos también amables que hablaban de amor, solidaridad o misericordia para dejar atrás aquella cosificación de los vínculos y el “corazón de piedra” como paradigma principal de las relaciones.
Decir empatía entonces permite traer al juego una noción de cercanía que habilita a que sea el amor y no el espanto lo que una a las personas entre sí.
Pero claro, dados a la exageración, los humanos también estamos estirando en demasía la idea de una empatía que nos pone “en el lugar del otro”, dificultando sin embargo el que cada uno se ubique en su propio lugar. Si nos ponemos en los zapatos del otro, ¿qué zapatos usará ese otro para sí mismo? Además, si nos ponemos zapatos ajenos, ¿qué hacemos con los nuestros?
Que nos duela el dolor del otro nos permite generar una relación que tiende a la búsqueda de una solución de esa situación. Pero el dolor del otro es de él y el nuestro es nuestro, que quede claro. Sentir empatía con quien cayó en un pozo no tiene que ver con meterse en el pozo con él, sino, en todo caso, hacerse eco del sentir ajeno y, si se es buena gente, ayudarlo a salir de allí… desde afuera.
Conmoverse no es fusionarse. Y lo que nos duele del dolor del otro es un dolor autónomo respecto del que está sufriendo ese otro. Entender bien la empatía tiene que ver con lo antedicho y evita problemas derivados de la confusión de lugares y roles.
Sabemos que hay una irreductible soledad en nuestro ser personas, y eso habrá que aceptarlo. Es por eso que la cercanía emocional que nos permite la empatía merece ser terciada por un objetivo determinado que le de sentido y evite el “quedarse pegado” al otro como forma de abolir esa soledad esencial. Ejemplo: podemos sentir empatía con la desazón de nuestro hijo que llora porque quiere ahora mismo comer el chocolate, pero eso no nos fusiona con ese deseo vuelto lágrima por la frustración. Aun sabiendo cómo sufre el pequeño, igual le decimos que la ingesta será más tarde, después del almuerzo y no ahora mismo. Una idea de sano orden, de salud en la ingesta, de educación, tercia en la cuestión y permite que la empatía no se vuelva una suerte de tiranía de la emoción, como tantas veces ocurre.
Es de imaginar algún tío o tía joven que se acerca a la escena del chocolate y, mirando a los progenitores del niño como se mira a Hannibal Lecter, diga las consabidas palabras: “pobrecito, déjalo comer el chocolate, ¿es que no fuiste nunca chico vos?”. Cual sacerdote de la empatía, enjabonará el piso de los padres en nombre de algo que sirve, el ser empático, siempre que se entienda su real función en la ecuación.
Por eso, empatía sí, pero con sabiduría, ya que entenderla mal o exagerar en su valoración generará una tiranía emocionalista que nos hará confundir el estar juntos, con el estar revueltos.
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