Es la máxima autoridad de este deporte en el mundo y responsable de que en 2020 se haya convertido en una disciplina olímpica; también fundó junto con su hermano una marca icónica, reconocida a nivel internacional
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MAR DEL PLATA.– Este hombre –que a los 63 años asegura que nunca supo ni jamás intentará armar una planilla de Excel– se abrió camino, a fines de los 80, desde un pequeño local en el centro de Mar del Plata. Persiguió su sueño y llegó a construir, con su hermano y en poco tiempo, su propia empresa: Reef, un verdadero imperio, con más de 200 empleados directos y 5000 puestos de trabajo en todo el planeta.
Era muy joven cuando, junto a un pequeño grupo de audaces, desafiaba la prohibición de surfear que había impuesto la dictadura militar. En 1978, para manifestar públicamente su rechazo hacia la medida, organizó su primer campeonato de surf. Ahora, cuarenta y pico de años más tarde, es el presidente de la Internacional Surf Association, máxima autoridad del deporte en el mundo. Con su particular estilo –jamás usa corbata y toda vez que puede elige bermudas, camisa hawaiana y collar de caracoles–, consiguió un logro que lo llena de orgullo: convenció al Comité Olímpico Internacional de llevar “por primera vez y para siempre” al deporte que lo apasiona a los Juegos Olímpicos. El debut, soñado, fue en Tokio 2020.
Fernando Aguerre ahora está casado, tiene cuatro hijos y toda la gloria de empresario y dirigente exitosos. Hace 37 años se radicó en California, en una de las mansiones más lindas e imponentes de La Jolla, siempre cerca del mar. Sin embargo, cada verano regresa a Chapadmalal, el lugar que eligió hace más de dos décadas, donde acaba de inaugurar una nueva sucursal de Ala Moana, su primera marca, la misma que fundó hace más de cuatro décadas en el local 11 de la Galería Sao, la que fue “el principio de todo”.
“Si lo que lográs cambia quién sos, perdiste”, asegura Aguerre a La Nación desde el comercio que es también una suerte de museo donde expone parte de su vida. Hay posters ajados de aquellos surfistas que eran los ídolos de su juventud y hoy, ya veteranos y en imágenes de calidad digital, posan con él convertido en el presidente que sus asociaciones nacionales eligen una y otra vez desde 1994. “Toda la vida, sin darme cuenta, me había estado preparando para esto”, admite ahora.
Para esta entrevista repite, de pies a cabeza, el outfit que utilizó en Tokio para la entrega de medallas a los primeros campeones olímpicos de surf de la historia.
El primer éxito
A comienzos de la década del 80 anduvo un poco por Europa y otro poco por los Estados Unidos. Pero hubo cinco semanas en California que fueron definitivas, que le marcaron el rumbo. “Había cultura de playa –insiste Aguerre–. Allá surfea el cartero, el constructor, el empresario y el empleado público. Hace calor todo el año. Para mí fue pasar del picadito que hacíamos acá a jugar en el Monumental”, describe en tono futbolero y feliz de haber rescatado el espíritu del Eterno Verano (como se titulaba la primera película que reflejaba al surf como estilo de vida y abrió paso para que este deporte trascendiera idiomas, géneros, fronteras y culturas).
Cuando volvió a Mar del Plata, Fernando sabía lo que quería. Había dos surf shop en la ciudad: uno que duró solo un año y otro que era de gente bastante más grande que él y Santiago, su hermano y futuro socio. “Abrir Ala Moana fue una decisión de ignorancia, no de empresarios veteranos que hicieron una investigación de mercado. ¡Pero nos fue de puta madre!”, cuenta y sonríe. Eran tiempos de ‘fabricar y vender’. Recuerda que las motos traían prendas desde la fábrica y en la galería se encontraban con filas de clientes que habían señado sus camisas. “El stock se iba en caliente, con las costuras frescas”, describe. En el auto de Norma, la madre de los Aguerre, iban a Once a comprar telas. Cargaban todos los rollos que podían y aquí tenían modista y costureras que confeccionaban y armaban.
Lo que no había, se fabricaba: desde la pita para atar la tabla al pie hasta la parafina para no patinarse sobre la tabla. “Mi hermano había traído la fórmula química de Perú”, confirma.
Esa clientela enorme también fue resultado de otras etapas previas en la vida de “El Rata”, como insisten en llamarlo en su querida Mar del Plata. “Había hecho de todo”, acota. Se había metido en el centro de estudiantes del Colegio Nacional Mariano Moreno, organizaba fiestas y pasaba música con vinilos inéditos en la ciudad, que traía desde Brasil. “Fui el primer DJ de Argentina que pasó Génesis, me preguntaban qué era Kiss”, recuerda.
Ala Moana fue escuela y universidad para los hermanos Aguerre, dos pequeños comerciantes que en poco tiempo se convirtieron en monumentales empresarios. Santiago dio el primer salto y se embarcó rumbo a California, decidido a escaparle al invierno marplatense y a la facultad. Fernando le puso el pecho a los estudios y no paró hasta recibirse de abogado.
–¿Cómo dieron el paso del surf shop a la empresa?
–Cuando me recibí, mi hermano me llamó para que fuera a California. “Vas a trabajar de abogado y nunca más nos vamos a ver”, me dijo. Ese fue el primer paso hacia Reef. Yo tenía 26 años y me parecía recontra tarde para todo. Además, no quería vivir como un gringo. Mi hermano había abierto un surf shop allá y decidimos viajar por Sudamérica en busca de mercadería para exportar a Estados Unidos.
–¿Cuándo sintieron que asomaba el gran negocio?
–Fuimos a Río, pero los cariocas no te dan bola. Estuvimos una semana entera esperando proveedores para comprarles. Nos quedaba un día, volvimos a San Pablo, conectamos con fábricas y encontramos un material antiderrapante para las tablas. Empezamos con 4000 dólares en un departamento de 20 metros cuadrados, no nos conocía nadie… ¡Y vendimos 250.000 piezas en un año! De repente, habíamos encontrado la conexión “Sudamérica-California”.
–¿Y entonces llegan las famosas sandalias, ícono de la marca?
–Con mi hermano tenemos pie plano y no podemos usar las ojotas comunes. Necesitamos arco. Diseñamos sandalias ergonómicas y usamos un nuevo material de Nike, etil vinilo acetato. Nuestras sandalias eran livianas, cómodas, con arco y precio razonable. Fue un boom, después descubrimos la publicidad, los riders, las chicas.
La historia cuenta que, después de visitar a distintos contactos, llegaron a una primerísima marca del mundo del surf que solo hacía remeras y shorts. Los Aguerre preguntaron si tenían sandalias y les mostraron sus modelos. “Háganlas ustedes”, les respondieron. Fue el disparador. Compraron una fábrica que producía un modelo muy básico e invirtieron en montaje para lograr el producto sofisticado que llegaría luego a las playas de todo el mundo. “Las nuestras se convirtieron en las sandalias de los surfistas porque no había ni competencia, cuando empezamos no había nada”, recuerda.
Mientras se calzaba con gusto el traje de CEO de Reef, “El Rata” no abandonaba las olas y, de alguna manera, empezaba a formar al dirigente que es hoy. Fernando ama los tablones, los longboards. Fue en esa época cuando lo incorporaron a un equipo argentino que participó de una competencia continental. Allí mismo, entre pruebas y reuniones, creó la Asociación Panamericana de Surf. Dos días después le puso fecha al Primer Torneo Panamericano, en Isla Margarita.
Más tarde viajó a Río de Janeiro con un equipo argentino comandado por su hermano. Allí, en paralelo con la competencia, se desarrollaron las elecciones de la ISA, máximo organismo del surf. Alguien, no recuerda quién, lo alentó: “Presentate”. Fernando se subió a esa ola y sumó 16 votos de los 31 posibles. “Pasé de jugador de un equipo a presidente de la FIFA”, precisa.
–¿Por qué vendieron Reef?
–En 2005 sentimos que era hora de salir. Era un éxito, la empresa crecía en todo el mundo, pero ya no estábamos para eso. Era lo suficientemente grande como para vender y tener tranquilidad económica.
–¿Estabas preparado para no trabajar más?
–Fue una depresión. La vida, para mí, era la empresa. Todo era Reef. Los que nos compraron nos dieron 30 días para vaciar oficinas. “Vos sos Fernando, algo más vas a hacer”, me dijo un amigo.
–¿Y dónde pusiste el foco?
–Me concentré en la campaña de surf olímpico que venía lenta. La empecé en 2008 y le puse todo. Lo que hasta entonces parecía imposible, yo me encargué de que fuera inevitable.
–La dirigencia olímpica es de elite.
–Un día estoy hablando con alguien sobre llegar a los Juegos Olímpicos con el surf. Al rato llega un colaborador y le dice: “Su Alteza Real, nos tenemos que ir”. Era Federico, príncipe y futuro rey de Dinamarca. Como él, aparecieron nuevas caras. Los que decían que no al surf empezaban a irse y llegaban otros que decían que sí.
–¿Cómo encaja tu perfil entre la solemnidad de los dirigentes olímpicos?
–Siempre fui disruptivo. Los anillos olímpicos son sagrados, no podés meterte con eso. Y yo me aparecí en una reunión del COI con un saco con los anillos estampados en la espalda. ¡Hasta el presidente me pidió una foto!
–¿Para ellos sos “el loco del surf”?
–Ya me conocen, saben que soy el personaje. Antes iba a los Juegos como invitado, ahora soy presidente de una Federación y soy parte del COI. Me pongo un traje estampado con algas y el Gran Duque de Luxemburgo (por Su Alteza Real Enrique) me dice: “Esto es increíble”. Ser exótico es mi marca. Se convirtió en un beneficio. Llego y se ríen, se cagan de risa. Y si se ríen, ya entraste. Todos usan corbata, yo moño. Y a la noche me saco la camisa blanca, me pongo la hawaiana y el saco, colgantes de caracol, un tiki de ballena azul que me hizo un jefe maorí…
–¿El surf puede ser algún día un deporte popular?
–Es lindo ver cómo la gente se copa con el surf, pero mi esperanza es que además se copen con la defensa del mar. El surf te hace bien antes de llegar a la playa. Tu cabeza cambia, el que empieza nunca deja. En el mundo recetan surf para distintos problemas. El Duke (Kahanamoku, creador del surf moderno) tenía razón.