Las travesías al Valle de las Lágrimas, donde se estrelló el avión de los rugbiers uruguayos, convocan cada vez más gente: qué hay detrás de este desafiante viaje de tres días y dos noches
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Desde que era adolescente, el brasilero Leonardo Costa da Silva se sintió atraído por la historia de supervivencia de los rugbiers en Los Andes. Con solo 17 años, había logrado conectarse con esos jóvenes que, apenas unos años mayores que él, habían desafiado a la muerte y mostrando una resistencia física y mental sin precedentes. “Cuando leí ¡Viven!, el libro de Piers Paul Read, algo en mí se despertó. La forma en que esos jóvenes lucharon contra sus propias debilidades y encontraron motivación para no darse por vencidos se convirtió en un ejemplo de fuerza de voluntad –cuenta–. Siempre imaginé cómo sería el lugar del accidente, lo pensé como un lugar mítico, casi como una tierra santa. Quería verlo de cerca”, resume Leonardo.
A los 57 años, el odontólogo cumplió su sueño. Fue hasta el lugar de la tragedia, el Valle de la Lágrimas, para secar las propias: “El año pasado Renata, mi mujer, murió de una rara enfermedad en los pulmones. Entré en una depresión y busqué ayuda de un psiquiatra –relata–. Mi medicó y me aconsejó que practicara deporte. Empecé con pesas y ciclismo, pero comencé a sentir la necesidad de hacer algo que me desafiara. Yo siempre le había temido a las alturas y con la ayuda de un entrenador empecé a subir los cerros de Río de Janeiro. Cada vez que llegaba a la cima, me sentía vivo. Estando ahí arriba reconecté con la historia de Los Andes”.
Las travesías al Valle de las Lágrimas, bautizado así porque en la zona abundan minerales que producen irritación en los ojos, se han multiplicado en los últimos tiempos. Incluso antes de La sociedad de la nieve, la película que mejor narró “el Milagro de Los Andes”, los tours han ido en aumento. Las razones que motivan a emprender un viaje desafiante de tres días y dos noches, con escasas comodidades y sin conexión con el mundo exterior, están lejos de la simple curiosidad: suelen ser espirituales y muchas están marcadas por la resiliencia o el deseo de superación. El precio de las excursiones va de 500 a 1200 dólares dependiendo del punto de partida, si hay alojamiento previo y si la travesía es solo trekking o incluye caballos. Las comidas están siempre incluidas.
Cómo es la expedición
De noviembre a marzo, cientos de personas se trasladan hasta el lugar de la tragedia, en el que pueden encontrarse restos del avión y una cruz que marca el sitio donde están enterrados los cuerpos de los que murieron en la montaña. “Están los que se fanatizan con la historia de los rugbiers, pero hay gente que va con cuestiones personales pesadas y al llegar se emociona mucho”, describe Pablo Cámpora, director de Crown Tours, una de las empresas que organiza expediciones al Valle de las Lágrimas.
El acceso es siempre por el lado argentino, desde El Sosneado, un pueblo en la ruta 40, a orillas del Río Atuel, en Mendoza. Desde allí se recorren 60 km en 4x4 hasta un puesto de baqueanos, donde se cargan los caballos con víveres y mochilas. Enseguida se emprenden a pie o a caballo unos 15 kilómetros hasta el campamento base, llamado El Barroso. Allí se pasa la primera noche y al otro día, muy temprano, se parte hacia el lugar, a unos 25 kilómetros.
Si bien la travesía puede hacerse caminando, Cámpora sostiene que hay que estar bien entrenado y ciertos tramos necesitan sí o sí de un caballo ya que hay que cruzar ríos caudalosos. “Tienen que ser caballos cordilleranos, que conozcan el terreno. Con estos animales lo puede hacer cualquier persona, incluso la que nunca cabalgó –asegura–. Los baqueanos que nos acompañan son los Araya, que llevaron a los primeros sobrevivientes cuando volvieron al lugar de la tragedia. Su papel es clave: son como los sherpas del Everest”.
En total, son unas cinco horas de cabalgata hasta llegar a la cruz. “Es un lugar que impacta por la magnitud. Permanecemos dos, tres horas, en las que la gente reza, se saca fotos, recorre el valle, ve el lugar exacto en donde cayó el avión y los restos que quedaron. Esa misma tarde emprendemos el regreso, otras cinco horas a caballo hasta el campamento, donde hacemos un fogón y comemos chivito cordillerano. Dormimos y al día siguiente desandamos el camino de regreso hasta el puesto de los baqueanos. En total son tres días y dos noches”, describe Cámpora.
Francisco Martinez Luque, dueño y director de Culmen Expediciones, asegura que la suya es una de las pocas agencias que ofrece hacer el recorrido caminando. “Lo hacemos con trekking y van caballos de apoyo. No es una experiencia fácil, hay que entrenar antes –advierte–. Lo primero que preguntamos a quienes nos consultan es qué experiencia tienen en montaña. Y ahí les sugerimos qué tipo de entrenamiento hacer. Meses antes hay que ir al gimnasio o prepararse con un personal trainer. Es una travesía en la que hay que poner el cuerpo, pero también es necesario sumar espíritu y cabeza”.
Martínez Luque cuenta que su agencia hace solo tres expediciones abiertas al público en diciembre, febrero y marzo, de no más de 25 personas. También hay otras cerradas en las que lleva empresas. “Lo lindo es que cada uno tiene su propia historia de superación, de pérdida, de resiliencia. La mayoría se moviliza al llegar, es un lugar donde la muerte y la vida se encuentran –reflexiona–. La experiencia es muy fuerte desde lo físico y también desde lo emocional. Este verano hemos llevado a una persona que perdió ambas piernas en un accidente de auto en 2015 e hizo el camino con sus prótesis. La gente que hace esta expedición tiene una motivación distinta”.
El abogado Pablo Giesenow fue el que asumió el desafío de subir 3500 metros con sus prótesis en febrero pasado. “Fue una de las mejores experiencias de mi vida”, dice y afirma que lo que logró fue posible gracias al grupo de personas que conoció de casualidad: en la montaña se encontró con el médico Daniel López Rosetti, que estaba haciendo el trayecto a caballo, con el que entabló una vínculo emocional.
“Ahí ves el valor por la vida, el luchar cada instante por sobrevivir un minuto más, una hora más… En cada experiencia que tuve en una montaña el mensaje de los guías es ‘la cumbre está en tu casa’. Es volver y abrazar a tus seres queridos. Fue raro llegar porque en general, después de tanto esfuerzo, uno festeja, está eufórico. Pero acá se hizo silencio. No sentís la típica satisfacción de haber alcanzado una meta, sino una conexión espiritual. Las adversidades ocurren, lo importante es levantarse y seguir peleando”.
Para Pablo, el combustible humano y la energía que contagia la montaña son el gran secreto de la expedición: “Cuando me quedaba un poco, sentía la mano de alguien en la espalda impulsándome a seguir –recuerda–. Cada uno hacía lo imposible para que el de al lado esté mejor”, sostiene Giesenow.
Otros grupos van al sitio del accidente para cerrar uno de los capítulos más difíciles de su vida: el cáncer. Es el caso de los que lidera el médico oncólogo Fernando Petracci, especialista en cáncer de mama del Instituto Alexander Fleming. Ironman y ultramaratonista, Petracci comenzó a llevar hace algunos años a sus pacientes con cáncer de mama. Hasta que en 2024 lo abrió para todos aquellos que hayan superado o estén atravesando cualquier enfermedad oncológica. La única condición es que se hayan tratado en el Fleming y se comprometan a hacer un entrenamiento previo. Las empinadas subidas y las bruscas bajadas, combinadas con algunos tramos de terreno llano, son una metáfora perfecta de lo que siente el paciente oncológico en su tratamiento. A pie casi en la totalidad del camino desde el campamento base, con la ayuda de unos bastones de esquí de fondo, el desafío requiere de un trabajo mancomunado para que lleguen a la meta todos los que salieron. El último viaje fueron un total de 40 pacientes y 20 médicos. Uno de los integrantes del grupo del Fleming que asumió el desafío en marzo pasado es Osvaldo Cohen.
“Yo tuve cáncer de colon en 2012 con metástasis y hace dos años me dieron el alta. A mí no me importaba especialmente el memorial de los sobrevivientes. Lo que me importaba era poder caminar decenas de kilómetros con gente que había pasado lo mismo que yo”. Antes de subir, Osvaldo sumó otra motivación: la noche previa a empezar el viaje, una de sus hijas lo llamó para decirle que iba a ser abuelo por primera vez.
“El primer y tercer día caminamos ocho horas y media, y el segundo, doce horas y media, con siete de subida. Cada paso equivalía a subir cuatro escalones. Es agotador, el camino por momentos se hace muy angosto y muy empinado. Pero estando en la montaña pensé que no podía bajar los brazos. Si esos tipos, con todas las adversidades que pasaron, no lo hicieron, yo tampoco. Si bien la historia de los rugbiers no me motivaba especialmente, cuando llegué y desplegué mi bandera recordé que ellos se habían aferrado a la vida porque tenían la motivación de volver a abrazarse con sus seres queridos. Y en definitiva, es la misma que tuve yo: volver a abrazar a mi mujer y a mis hijas y conocer a mi nieto”.
“Sentíamos que era nuestro lugar, un sitio sagrado, pero hoy la gente va con mucho respeto”
Por Eduardo Strauch
Hace dos décadas que Eduardo Strauch Urioste (76) regresa todos los años al Valle de las Lágrimas. Él es uno de los 16 sobrevivientes del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que el 13 de octubre de 1972 se estrelló en los Andes con 45 pasajeros a bordo. Estuvieron 72 días atrapados en la montaña, en ese mismo lugar que ahora se convirtió en un santuario y que cada vez más personas visitan cada año. En diálogo con la nacion, el superviviente habló sobre su experiencia y dio su opinión sobre el auge de las excursiones:
“En 1995 fue la primera vez que volví al lugar. Éramos 13 sobrevivientes que sentimos las ganas de volver. Luego fui con mi familia y en 2005, conocí a Ricardo Peña, un guía de montaña que encontró mi saco 1000 metros más arriba del lugar del accidente. Desde entonces, hace 20 años, regreso regularmente. Voy acompañado de gente de todas partes del mundo, hice grandes amigos y planeo seguir haciéndolo al menos por 20 años más.
Con la llegada del turismo al Valle pasé por distintas emociones. Al principio me fastidiaba bastante. Nosotros [los sobrevivientes] sentíamos que ese era nuestro lugar, un sitio sagrado, y que las personas iban de turismo. Con los años, me fui dando cuenta de que no era así. La gente, en general, va con mucho respeto. En todos estos años tuve demostraciones de cariño que me hicieron arrepentir de los sentimientos de fastidio. Fue muy emocionante la vez que, en la mitad de la montaña, un grupo que iba haciendo trekking aplaudió cuando llegué. Otro año, unos músicos que conocí arriba tocaron una canción que les había dicho que me gustaba. Hubo momentos muy conmovedores que hicieron que me reconciliara con las muchedumbres que suben ahora.
La mayoría tiene un propósito muy espiritual, que es llegar ahí, que es una especie de santuario. Los que vienen conmigo, que son entre 12 y 15 personas, es gente que sabe hasta el mínimo detalle de lo que ocurrió y van a conectarse con sus historias y sus problemas y ver qué les aporta para su vida. Pero también hay otros que van solo por curiosidad. Creo que ahora, con la película, ese porcentaje va a ser mayor.
A medida que el turismo fue avanzando pusieron varios carteles que prohíben diversas cosas y el campamento base siempre está lleno de gente. Cuando se enteran de que estoy ahí todos quieren conversar conmigo o sacarse fotos y a veces estoy cansado, pero igual accedo porque al final me gratifica. Sin dudas, era más lindo cuando empezamos los primeros viajes que estábamos prácticamente solos en el medio de los Andes. Pero siempre trato de sacar todo lo positivo, intento ver la mitad del vaso lleno en todas las situaciones de la vida. Es muy fácil para mí darles un momento de emoción y para ellos es como la frutilla de la torta, estar en ese lugar con uno de nosotros les completa el propósito de haber llegado hasta ahí arriba”.