Trabajó más de 20 años en el histórico hotel, donde empezó haciendo “300 huevos por día”; ahora comanda La Olla de Félix
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El delantal verde camuflado que el chef Donato Mazzeo usa sobre la chaqueta blanca contrasta con el clasicismo de sus platos. Ratatouille, carpaccio de lomo o trucha con salsa holandesa son algunas de las opciones que este fanático del punk rock eligió para el menú de La Olla de Félix, el tradicional restaurante de Recoleta que hoy comanda. Además, dirige la cocina de un sanatorio en donde, junto con una nutricionista, arma los menús para los distintos pacientes.
“Yo sacrifiqué muchas cosas por la gastronomía. Hay que trabajar en las fiestas y los feriados. Ahora estoy en un momento en el que elijo lo que quiero hacer”, cuenta “el Tano” –como lo llaman– tras más de 30 años en esta profesión.
Donato se formó en los fuegos del Plaza Hotel, un ícono del barrio de Retiro fundado en 1909, que fue el primer 5 estrellas de Sudamérica, y está cerrado desde 2017.
“Es un orgullo que mi escuela haya sido el Plaza. Estar permanentemente rodeado de 80 cocineros es algo que no pasa en muchos lugares. La estructura y el servicio de un hotel son muy diferentes a las de un restaurante”, explica con un poco de nostalgia.
–¿Cómo llegaste a la gastronomía?
–Empecé desde muy chiquito porque mi papá era el bodeguero del hotel. Trabajó ahí 33 años. Yo lo acompañaba cuando hacía horas extra los fines de semana ya que si no lo veía muy poco. Me dormía en una manta sobre las cajas de botellas de vino. A los 14 empecé ayudando a uno de sus amigos que era mozo, y los sábados, que tenía banquete, se iba a la cancha a ver a Racing sin decir nada. Así que me pedía a mí que mientras tanto fajinara las copas y armara las mesas. Con la propina que me daban me compré mis primeras zapatillas de marca. A los 16 entré como ayudante a Estilo Bar, en Paraguay y Florida.
–¿Cuándo entraste al Plaza?
–En 1996, cuando ya hacía casi dos años que Marriott lo administraba. Empecé en La Brasserie, el restaurante donde se servía el desayuno. Estuve tres años cocinando 300 huevos por día: fritos, revueltos, y omelette. Hasta que un día el chef me dijo que si quería cambiar de puesto trajera a alguien para que me suplantara porque en ese momento había mucha demanda de personal. Llamé a un amigo, y mientras viajábamos en el 33, que iba de Temperley a Retiro, le expliqué lo que tenía que hacer. Aprendió rápido y yo pasé a línea fría del Grill, como ayudante, a preparar langosta, centolla, cigalas y quesos traídos de Francia.
–¿Quién era el chef en aquel momento?
–Pedro Muñoz, una leyenda de la gastronomía porteña que siempre cultivó un perfil muy bajo. Fue el primer chef argentino que tuvo el hotel y formó a muchos cocineros, porque el Plaza funcionaba como una escuela. Cuando entrabas te daban una copia del libro El práctico. Resumen de cocina mundial y pastelería, de Ramón Rabasó.
–¿Qué te dio haberte formado en un hotel clásico?
–Era todo muy distinto a un restaurante; si te tomaba cariño alguno de los cocineros más antiguos, por ejemplo, te enseñaba secretos que no encontrabas en ningún libro. A mí, cuando empecé, Luis Moya, un tucumano, todos los fines de semana me explicaba cómo preparar una salsa diferente: salsa champagne, demi-glace, velouté, o la salsa americana que se usa para el bisque de langostinos.
–¿Cuáles eran los platos emblemáticos?
–El puchero que se servía los domingos al mediodía, los huevos Poparinsky, los ñoquis soufflé, el lenguado menier o las costillas de cordero Villeroy. El lomo Eduardo VII salía envuelto en papel de aluminio inflado con un trozo de foie gras, papas noisette, champiñones y jamón. Se llevaba a la mesa en una fuente y se hacía el servicio a la rusa: el mozo abría el papel, trinchaba la carne y la cortaba delante de los comensales. También el pato, que se preparaba con una prensa traída de París, o la centolla Sarah Bernhardt, con estragón y salsa bearnesa gratinada.
–¿Y los postres más destacados?
–Las frutillas jubilee, flambeadas con brandy y servidas con el helado de vainilla; o el omelette surprise, un helado envuelto en pionono y merengue al que se le ponía un pedacito de cáscara de huevo arriba con alcohol y se encendía. Mientras el merengue se doraba con el fuego se, lo llevaban a la mesa en el carrito.
–¿Quiénes eran los clientes más reconocidos?
–Amalita Fortabat, Mirtha Legrand y mucha gente que vivía en el Kavanagh, que queda al lado del hotel. Pasaron todos los presidentes, los reyes de España y muchas estrellas internacionales. Luciano Pavarotti iba seguido en la época de Pedro Muñoz, con quien tenía mucha afinidad. Así surgieron la salsa Pavarotti, con hongos secos, champiñones, cebolla de verdeo y crema; y la copa Pavarotti, que llevaba frutillas con sabayón, helado y merengues mezclados con almendras tostadas.
–¿Cómo siguió tu historia?
–Cuando se fue Pedro Muñoz vino Miguel de Arregui. Él me dio la posibilidad de ser saucier en la línea caliente, después supervisor, luego sous-chef, sous-chef ejecutivo, chef, y finalmente, chef ejecutivo.
–¿En tantos años nunca pensaste en irte?
–Quise abandonar una vez porque me peleaba con uno de mis jefes, que me hacía la vida imposible. Me cambiaba todo el tiempo los horarios. Mi papá me dijo: “Los jefes pasan, pero los empleados quedan”. Y así pasó: él se fue y yo empecé a ascender. Mi papá no pudo verlo, falleció antes de que yo llegara a ser chef.
–¿Cómo fue el cierre?
–Al Plaza lo compraron los dueños del Alvear y me quedé trabajando ahí hasta que cerró en 2017, por remodelaciones. El último día, con el salón lleno, preparamos el tradicional puchero. Fue muy triste, todos los empleados de la cocina lloraban. Quemé mi gorro de cocinero en una de las hornallas, apagamos las luces y nos fuimos. Yo cerré la puerta.
–¿Qué significó el Plaza para vos?
–Fue mi casa. El Plaza Hotel no era un trabajo, era una familia. Es algo que solo pueden entender los que trabajaron ahí, que hoy están repartidos por todos los hoteles de Buenos Aires. Había mucha complicidad. Los empleados jugaban a las damas en el vestuario, o uno de los chicos que trabajaba en el salón, que además era peluquero, en el horario de comida le cortaba el pelo a sus compañeros a escondidas. Era otro tipo de vida.
–¿Hay alguna anécdota que te haya marcado?
–En la cocina todo el tiempo nos hacíamos bromas. Una vez la persona de compras se fue de vacaciones y lo reemplazó uno de los cocineros. Le dijimos que un jeque árabe que se estaba hospedando en el hotel, había pedido para comer una víbora pitón y tenía que conseguirla. Así que averiguó por todas partes hasta que le dijimos que era una joda. A mí también me mandaron un mail diciendo que un huésped se había atragantado con el arroz del sushi y que querían hablar con el chef. Lo leí en el colectivo y llegué pálido. Por suerte enseguida me dijeron que era un chiste.
–¿Qué hiciste después?
–Me fui al Alvear Icon Hotel junto con mi equipo de cocina del Plaza. Estuve tres años. Éramos dos chefs, dos capitanes en un barco, y aunque nos llevábamos muy bien, yo sentía que no era mi lugar. Llegué a un arreglo y me fui.
–¿Tu siguiente cocina fue la de La Olla de Félix?
–Sí, empecé en el local anterior, que quedaba sobre la calle Juncal, y después nos mudamos a este (Callao 1569). Tenemos dos menús, el clásico, con los platos de Félix (Rueda), y el de la noche, que armo yo.
–¿Cómo es tu trabajo en el sanatorio Juncal Temperley?
–Trato de darle una buena presentación a la comida que servimos y de cuidar ciertos detalles, como preparar el pollo al vapor para que no salga seco. Al principio fue muy duro, sobre todo en la pandemia, porque no estaba acostumbrado a trabajar con personas enfermas, pero con el tiempo aprendí a ver las cosas de otra manera y a darle más valor a la vida.