Dejó Buenos Aires a los 18 y más tarde se radicó en España, donde entró de lleno en el mundo de la política
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Tres nacionalidades (española, argentina y francesa) y nada de tibieza a pesar de su aspecto angelical. Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta Ramos nació en Madrid, estudió en el Northlands School de Buenos Aires y luego se formó en el Reino Unido. Hoy vive en Madrid, pero aún mantiene su acento porteño. Descendiente del conquistador Blas de Peralta y del fundador de la ciudad de Mar del Plata, Patricio Peralta Ramos, de su madre argentina heredó el amor por el campo, el tango y ciertos rituales que repite apenas puede. Decidió dedicarse a la política y uno de sus fuertes posicionamientos públicos fue para enfrentar las intenciones independentistas de los nacionalistas catalanes. Así, con paso firme, llegó a convertirse en una de las figuras más relevantes del Partido Popular de España. Periodista y escritora, acaba de presentar su libro Políticamente indeseable, en donde aborda, de manera sincera y brutal, el fenómeno político de estos tiempos.
–Fuerte el título de tu libro...
–Las polisemias me gustan y ésta tiene la ventaja añadida de la provocación. Lo explico en el libro: “Luché contra lo indeseable en la política hasta que me convirtieron en políticamente indeseable”. Es decir, por una parte, el título se refiere a mí, claro. Y la portada, con ese aspecto de cartel de ‘Wanted’, lo acentúa. Pero, por otro lado, Políticamente indeseable hace referencia a las prácticas que están socavando las democracias desde dentro: el identitarismo, el victimismo, el cinismo, la partitocracia, la moderación mal entendida, la equidistancia, el guerracivilismo… Enfrentarse a todo esto no es fácil. Te granjea críticos y enemigos. Pero la vida a baño maría nunca me ha interesado. Entre la sumisión y el conflicto, elijo el conflicto.
–Española, argentina y francesa. Interesantísimo cóctel. Tal vez sea eso.
–Soy una “mezcla rara”, como dice el tango. O una “edge person”, como se definió Tony Judt: una persona de intersecciones. De hecho, fui apátrida hasta los 18 años. Nací en Madrid –precipitada, ochomesina–, hija de una argentina y un francés. Es decir, en un limbo jurídico. A mi padre esta circunstancia le hacía mucha gracia y, para provocarme, me llamaba “res nullius”: en latín, “cosa de nadie”. Cuando cumplí 18, ya pude regularizar mi situación, asumiendo las nacionalidades de mis padres. No fue hasta mucho más tarde cuando me hice española. Hay una vieja sentencia, típicamente española en tanto que autoflagelatoria, que dice: “Español es aquel que no puede ser otra cosa”. Yo lo desmiento: soy española por convicción y elección. En cuanto a mi faceta argentina, asoma por muchas esquinas. Para empezar, soy una chica de campo, hasta extremos que pocos en España imaginan. Mi infancia son recuerdos de esteros entrerrianos, caballos, carpinchos y choripanes. Y de la vieja estancia de mi abuela Beba, con sus álamos y sus membrillos. Luego tengo un punto nostálgico, muy porteño, que compenso con el optimismo de mi voluntad. Y por último está mi acento, que a mis hijas les divierte. Me dicen: ‘Mamá, di otra vez zapatos azules’. Y se mueren de risa.
–Hablando de Argentina, ¿qué lamentás y qué soñás cuando nos ves?
–Argentina lleva décadas instalada en el bucle de la decadencia. Como un ratón, gira y gira en la misma noria: degradación institucional, corrupción, crisis económica, devastación social… Es el sino del peronismo. Ningún país del mundo exhibe una brecha tan profunda entre su potencial y su realidad. Argentina es una recurrente expectativa frustrada. Pero lo importante es que nada de esto es inevitable. Ningún país está condenado al fracaso, como ninguno tiene asegurado el éxito. De hecho, creo que el pesimismo es el mayor aliado del populismo. La resignación te lleva a aceptar lo inaceptable desde la falsa premisa de que no hay alternativa. Sí la hay. Argentina no es una anomalía irremediable. Es un país formidable al que sólo le falta un gobierno dispuesto a combatir la decadencia populista. Un gobierno que diga la verdad. Que resista la tentación demagógica. Que combata la paralizante mentalidad de subsidio. Que apele a la responsabilidad de la gente. Es decir, a su libertad. En suma, un gobierno con la valentía necesaria para tratar a los argentinos como adultos.
–Contaste que de chica esperabas con impaciencia la Feria del Libro de Buenos Aires. Y hace muy poco estuviste presentando tu libro...
–La Feria del Libro era uno de los placeres de mi vida porteña, junto con la Exposición Rural, mi meca. A la Feria no había vuelto desde que dejé Buenos Aires, a los 18 años. Las colas, los pabellones llenos, la gente acercándose para que les firmara el libro… De pronto me vi a mí misma con uniforme de colegio, mezcla de curiosidad y candor, recorriendo los stands en busca de mis autores favoritos. Esa misma mañana, además, había estado de café y tertulia en La Biela con mi madre y dos de mis referentes intelectuales: Mario Vargas Llosa y Juan José Sebreli. ¿Qué más se puede pedir?
–¿Cómo fue que un día saltaste de las letras al mundo hostil de la política?
–Yo quería ser arqueóloga y, como vivíamos en Londres, me pasaba horas en el Museo Británico descifrando jeroglíficos. Luego decidí dedicarme a la Historia: hice un doctorado en Oxford de la mano de un gran maestro, Sir John H. Elliott. De ahí, pasé al periodismo de opinión y sobre el terreno, en Venezuela. No fue hasta 2005 cuando decidí dar el salto a la política. Fue el corolario natural de mis convicciones. Concretamente, de mi defensa de una noción moderna de la ciudadanía, nacida en la Ilustración y hoy gravemente amenazada. En el caso de España, esa amenaza la representa la alianza entre el nacionalismo separatista y la izquierda reaccionaria. En un momento dado entendí que era mi obligación dar el paso. Mi entonces jefe, el director del diario El Mundo, me dijo: ‘¿Cómo se te ocurre, Cayetana? ¿No ves que el periodismo es política sin responsabilidad?’ ¡Precisamente! Yo quería asumir mi responsabilidad.
-¿Para discutir ideas hay que tener la piel dura?
-Para discutir ideas lo que hay que tener, sobre todo, son ideas. Y eso no es algo que todos los políticos tengan. De hecho, muchos políticos, sobre todo en el espacio liberal-conservador, tienen pánico a las ideas. Pierden la batalla cultural por pura incomparecencia. Y luego ocurre otra cosa: la falta de ideas permite que avance la sucia política “ad hominem”. El filósofo argentino Mario Bunge, otro referente, dejó dicha una frase perfecta: ‘Hay que odiar con todas nuestras fuerzas una idea para que ninguna gota de odio salpique al hombre’. Es lo contrario de lo que pasa ahora. Hoy la política no va de ideas, sino de identidades. No va de razones, sino de sentimientos. Y eso destruye la conversación pública. Yo intenté dar la batalla de las ideas y el resultado fue mi cancelación a cámara lenta y la construcción de una cierta caricatura sobre mí: mucho más fría y dura de lo que en realidad soy. Pero no me quejo. Peor hubiera sido no intentarlo. Y mis hijas, que sin duda habrán sufrido, también han aprendido que en la vida muchas veces toca nadar contracorriente. Como los salmones, río arriba.
-¿La meritocracia no es más que otro mito moderno?
-Esta frase no es mía, sino del intelectual americano Michael Sandel, y está siendo utilizada por un sector pueril de la izquierda para cargar contra el concepto liberal —¡y cervantino!— de la responsabilidad. Es una de mis sentencias favoritas de El Quijote: “Sancho, no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. La meritocracia es el único sistema que convierte la palabra élite en sinónimo de excelencia. Y, además, ¿cuál es la alternativa? Los críticos de la meritocracia proponen estigmatizar el éxito y subsidiar el fracaso. Nivelar la sociedad por lo bajo. Todos al suelo.
-También te referiste el el periodista reducido a la condición de tuitero, el científico homologado al curandero, el influencer convertido en oráculo y cualquiera elegido presidente del gobierno. ¿Versionaste, de alguna forma, el “Siglo XX Cambalache” de Discépolo?
- (Risas) Sí, ojalá alguien lo versionara como un tango. Mi “Siglo XXI Cambalache”. Efectivamente, seguimos “revolcaos en un merengue, todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor…”. La mediocridad es la regla y la excelencia, la excepción. La diferencia con aquel siglo problemático y febril de Discépolo -y es una diferencia importante- es que ahora el mérito no sólo se ignora, sino que se combate. Nunca la ignorancia se había politizado como ahora. Nunca se había hecho del ‘¡Muera la inteligencia!’ una consigna moral e incluso moralizante. Es un apocalipsis cognitivo subvencionado. Buscan una masa de votantes ignorantes, carentes de todo espíritu crítico y capacidad de discernimiento, carne de cañón de caudillos despóticos y de cristinas de tres al cuarto.
–¿Qué te relaja?
–Me relajan el amor de mis hijas (Cayetana y Flavia), la soledad del campo, el tiempo con mis amigos, la pintura y los viajes. La luz del Mediterráneo y la música. Mi otra abuela, Yvonne, fue una excelente violinista de vanguardias, amiga de Poulenc, Stravinsky y Bernstein. Al tango, curiosamente, me aficioné hace relativamente poco. Adriana Varela cantando ‘Garganta con arena’, qué absoluta maravilla. Pero también la flamenca Macanita. Y Mayte Martín. Y Gal Costa. Y Ornella Vanoni. Y Bach. Y Mick Jagger, al que fui a ver el otro día en Madrid.
–¿Te han dicho ‘argentina’ como insulto?
–El día del golpe de estado en Cataluña, un separatista me gritó: ‘¡Argentina, hija de una puta y un español!’ El nacionalismo es así: xenofobia sublimada. En cuanto al calificativo “fascista”, se lo dicen a tanta gente que ya no tiene mérito. Lo he comentado alguna vez: hoy si no te llaman facha no eres nadie. La moderación es el atributo que la izquierda te concede cuando te portás bien. Es decir, cuando hacés lo que a ella le conviene. Por eso, no hay que perder nunca la calma. Ni la calma ni las convicciones. Serenamente, ni un paso atrás.
-¿Cómo es un día tipo en tu vida? ¿Cómo describir Barcelona en pocas palabras?
-No hay un día tipo en la vida de un político. O al menos no en la mía. Sólo hay algunas constantes, que procuro mantener. El desayuno con mis hijas y la lectura de la prensa: soy una gran lectora de periódicos. El resto es cambiante e impredecible. Viajo mucho, también a América Latina, cuyo repliegue autoritario nos emplaza a los demócratas iberoamericanos. Tenemos que reagruparnos y construir una alternativa política. En cuanto a Barcelona, siento decir que ha cambiado a peor. Fue el centro de la libertad de España y la encarnación del éxito olímpico. Hoy es la zona cero del nacional-populismo europeo. Pero, igual que Argentina, resurgirá. Mejor dicho, haremos que resurja.
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