Es posible evocar a la persona que ya no está mediante la comida: aromas, texturas y sabores que la traen de regreso
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Cuando la editora me pidió la columna del Día de la Madre, no imaginé que iba a arrancar estas líneas con lágrimas en los ojos.
Mi mamá falleció hace 14 años, la extraño, pero con el tiempo logré sentir solo amor y alegría al recordarla. Pensar en su comida es pensar en sus manos preparando algo para mí. Porque cuando somos niños sabemos perfectamente si eso que se está cocinando es para nosotros, aunque en la casa haya más personas. Así que si pienso en mi mamá cocinando pienso en croquetas, en buñuelos de manzana. En pollo al curry, en las arepas de cuando vivimos en Venezuela (ese país les abrió los brazos a muchos argentinos, hace más de 40 años). Mi mamá me hacía arepas muy pequeñas con dulce de leche, que era casero. Y me contaba de los churros que comía ella de niña en Buenos Aires.
También preparaba el lemmon pie de los 80 con base de galletitas y merengue simple. Pero solo dejaba que se comiera esa misma tarde, porque decía, y con razón, que al día siguiente ya no sería lo mismo. Hoy en Comedor tenemos su mousse de chocolate que dicho sea de paso explotó en pandemia, cuando todo era susto y volvimos a los sabores de infancia para sentirnos mejor. Mousse de chocolate con base de dulce de leche y nueces: imperdible.
Lo curioso es que hoy extraño, tal vez más aun, los platos que no me gustaban. Mi mamá pasó por varias etapas gastronómicas: las golosas y suculentas, fue ayurvédica por casi un año, hasta macrobiótica de vez en cuando. También me acostumbró a que en el quiosco solo se compraban chocolates y no me dejaba comer chizitos.
Comí milanesas de salvado en lugar de pan rallado y lo que más detestaba eran sus “berenjenas a la portuguesa”: capas de berenjenas, tomates, cebollas, algo de condimento y queso fresco por arriba en la olla por casi una hora. Ese es el único plato que no volví a preparar, pero no porque no me gustaba sino porque hoy es el que más extraño, el que recuerdo con más claridad: las texturas, el aroma en la cocina. Si no lo hago es porque sé que hoy lo cambiaría y es ese recuerdo el que no quiero alterar.
Qué decir de las pencas de acelga y del estofado de pollo con cocción de toda la mañana y ravioles (comprados, pero ricos). Esa fue la etapa adolescente, en la que me despertaba con el almuerzo en bandeja en la cama. Ahora a la distancia creo que era una estrategia para apaciguar la hostilidad de la edad, pero funcionaba.
Mientras escribo, me doy cuenta de que cada etapa de la vida mi mamá la acompañó con una cocina diferente. En distintos momentos, diferentes comidas. Tuvo etapas más dedicadas y maternales, otras más simples que apenas la sacaban del apuro a la hora de la cena. Uno cuando es chico no ve la vulnerabilidad en los padres hasta que lo hace, y es un despertar duro. Porque creemos que los padres no tienen otras aristas que las que vemos nosotros, pero siempre hay algo que nos deja ver un poco más. En el caso de mi mamá, era su cocina: qué cocinaba, cómo lo cocinaba y cuándo; en qué momento de su vida estaba y cómo eso se reflejaba en la mía.
Si hay algo que fue una constante que ella me dio, fue la libertad para relacionarme con la comida y con la cocina. Nunca me echó de ese lugar, siempre me dejó participar, inventar, probar, equivocarme, quemar algo, me motivó a probar cosas nuevas. Cuando tuvo plata me llevó a todos los restaurantes que pudo, y cuando no alcanzaba se las arreglaba para hacer interesante cualquier plato.
De bebé me dejó comer con la mano y jugar con la comida, me dejó desayunar milanesas y merendar empanadas de choclo por semanas. Me ayudó a perfeccionar un sándwich de atún por días y días sin parar de reírse de mi obsesión. La otra gran lección que me dio mi mamá en la cocina es que se come lo que hay, que nada se tira. Cuando había abundancia se notaba en la mesa y cuando no había se notaba en la cocina, porque había que ponerle más creatividad y más cabeza. Y como nada se tira, me acostumbró también a comer un poco de cada cosa. A lo japonés quizás, a veces la cena eran muchos platitos con diferentes cosas.
Por eso cuando extraño a mi mamá, la extraño en la cocina, cuando estoy en ese espacio de la casa, tal vez pensando en qué prepararle a mi hija, a la que mamá no llegó a conocer pero con quien trato de conectarla a través de los mismos sabores.
A la larga, no interesa si los platos de tu mamá son los más ricos, si es una gran cocinera, si existe en tu casa la tradición de los domingos, si sus milanesas son las mejores. Porque todo es perspectiva, y quizás a través de la comida que prepara o preparaba, mirándola o sintiéndola desde otro ángulo, puedas conocer y entender mejor a tu mamá.