Entender cómo se forman las preferencias por determinados sabores en la infancia puede ayudarnos a pensar el menú de los más chicos
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Cada uno cría a sus hijos como quiere y como puede, porque cada familia es un mundo. En mi caso, nuestro mundo esta lleno de variedad: es omnívoro y está basado en las proporciones. Muchas verduras, frutas y legumbres. Buenas dosis de hidratos. Poca carne y grasa rica.
No pretendo opinar ni explicar las decisiones de alimentación de cada uno, solo comparto que lo que yo elijo para mi hija es eso; si tu elección es otra, en etapa de crecimiento, solo recomiendo consultar con profesionales (no se improvisa sacando grupos enteros de alimentos; no se le hace caso a nadie en redes).
Una vez aclarado esto, el tema se traslada a la mesa.
En los primeros años, necesitamos entender las necesidades nutricionales de los chicos y debemos asegurarles una ingesta balanceada. Esto se traduce en trabajo: moler, picar, cocinar, licuar. No hay atajos, no vale la ley del menor esfuerzo (zafar con fideítos cuatro veces por semana). Y entonces aparecen las preguntas: ¿Por qué no le gusta nada? ¿Cómo hago para que coma mejor? ¿Qué pasa en el cerebro cuando probamos algo nuevo? ¿Cómo se conforman nuestras preferencias alimentarias? Vamos por partes:
◗ Sobre el sabor. Se define “gusto” a la experiencia pura gustativa y “sabor” a la conjunción de esta experiencia con olfato y tacto (texturas) que hacen que nos agrade algo o no. O sea, el sabor está intrínsecamente relacionado con el placer.
Una creencia errónea y muy diseminada es que las preferencias de comida son reflejos innatos del cuerpo, que hay una predisposición genética o evolutiva por ciertos sabores. Pero lo cierto es que el sistema del gusto evolucionó para funcionar en un ambiente distinto, de mucha menos abundancia. Estamos construidos para querer y desear todo aquello que tenga alto contenido calórico, porque antes había que caminar y luchar para conseguir la energía necesaria para vivir. No es que a tu hijo le encantan las galletitas, los postres, las papitas, el juguito, los panchitos, los fideítos… Es que como especie aún no nos enteramos de que para sobrevivir no necesitamos consumir todas las calorías posibles, que actualmente sobran. Es decir: hoy el tema está en el origen y calidad de esa energía.
Un recién nacido (y durante algunos meses) tiene preferencia natural por lo dulce, no detecta la sal y rechaza lo amargo y ácido. La leche materna es dulce. Así venimos seteados. Nuestra función como padres, entonces, es mostrarles a nuestros hijos qué comer y qué no. Todo se aprende del ejemplo, con la rutina, con la sorpresa y con la disciplina.
◗ Las expresiones. El tema de las caras es que las expresiones, a medida que crecemos, no decodifican el gusto ni las preferencias. Un niño puede fruncir los labios, tirar la cabeza había atrás y cerrar los ojos al probar un cítrico, pero a los tres segundos pedir más. La reacción es visceral, la preferencia no. Esta una de las claves para tener en cuenta. Esos tres segundos pueden pasar a ser horas, días o meses. Lo más probable es que si el alimento es bueno, la preferencia aparezca tarde o temprano. El tema está en no dejar de intentarlo. Solo existe un “daltonismo” gustativo genético: hay gente que no siente el amargo, en absoluto. Más allá de eso, todo el resto se aprende.
◗ Atención al comienzo. Lo que hacemos en los primeros meses de alimentación de un niño es crucial para las preferencias a futuro. Cuanta menos sal y menos azúcar le demos al principio del proceso, mejor, ya que ese efecto es duradero. Así de simple: si se lo doy, lo condiciono a que lo elija después. Lo mismo ante la aceptación de sabores nuevos, ahí hay que trabajar. Es importante no darles a los chicos todo el tiempo lo mismo, variar aunque sea un poco, una hierba distinta en la salsa, otra fruta en el puré, una especia en la papilla, etcétera… y hacerlo repetidas veces. Mostrar los alimentos sin tensión, con alegría, con seguridad: les estamos enseñando que la albahaca es segura, después vemos si es rica. Por eso hay que estar presentes, sin teléfono, conectar con ellos a la hora de comer. Tengamos en cuenta que un niño puede tardar entre cinco y 30 veces en aceptar un gusto desconocido, mientras que los adultos necesitamos entre nueve y 14. De ahí las muestras gratis en los supermercados. Creo que nadie en este mundo hubiera tomado algo con aspartamo si no lo hubiera probado varias veces antes, pasando la barrera de lo horrible a lo aceptable. Así, igualito, sucede con los niños y los vegetales.
◗ Sentidos. El tocar y oler la comida también suma y ayuda. Conviene comer delante de los niños con placer, sin ofrecerles, dejar que se les despierte su curiosidad. Que vean a otro amigo, primo o niño más grande comer algo, también sirve. No olvidemos que la “neofobia” se copia: si la madre o el padre no comen nada, el hijo no come nada. El pico más alto de no querer probar nada nuevo sucede en la primaria, pero a no bajar lo brazos, que en la adolescencia vuelve a cambiar. Y otro detalle importante: con la comida no se premia ni se castiga.
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