Emilio Garip, dueño del lugar desde los años 80, se ocupa personalmente de las etiquetas, el menú y la ambientación; el objetivo, dice, es que los clientes “se enamoren” de su espacio
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“Este es un restaurante familiar”, asegura Emilio Garip, dueño y alma de Oviedo, mientras su nieto de cuatro años come jamón crudo y mozzarella de búfala sentado a su lado. Tanto su mujer, como su hijo Sebastián, que es sommelier, tienen muy buen criterio gastronómico y lo aconsejan continuamente: “Mientras yo soy de resolver rápido, ellos son más calmados”, dice Emilio.
El salón de la clásica esquina de Beruti y Ecuador es tan sobrio y elegante como su carta. Sillones de cuero con capitoné, arañas de bronce con tulipas redondas de opalina y piso de venecitas. La colección de cuadros y la enorme cantidad de botellas de vino acomodadas cuidadosamente en estantes de madera completan el espíritu del lugar, famoso por su cava de más de 18 .000 etiquetas que este amante de los oportos fue atesorando a lo largo de los años.
Todas las obras de arte tienen que ver con la cocina: un bodegón de Juan Lascano, un jabalí de Agustín Viñas y varios cuadros de Miguel Brascó. Llaman la atención los dibujos enormes de Luis Benedit: “Tatato fue cliente y amigo. Los dos íbamos a The Fork Club, un club gourmet, y cuando le pedí uno de sus famosos gauchos él me dijo que acá no iban los gauchos. Entonces, me dibujó primero un lenguado, después el atún, el pulpo y la langosta. Los copió de un libro de zoología”, cuenta Garip.
Emilio nació en Río Cuarto, Córdoba, y debido al trabajo de su padre en el correo la familia se mudó varias veces, hasta terminar en la ciudad de Buenos Aires. “Yo cocino desde chiquito porque aprendí con mi abuela materna, Luisa, gallega casada con un italiano –recuerda–. Ella me transmitió el gusto por los arroces y me enseñó a hacer la salsa bechamel, que es la base de uno de nuestros platos más vendidos: las croquetas españolas de bacalao”.
Sin embrago, la vida profesional de Emilio Garip comenzó lejos de la gastronomía. Se recibió de contador, al igual que su padre, pero solo ejerció durante cinco años. Le llevaba la contabilidad a pequeñas empresas, entre ellas un taller de ropa en el que conoció a su mujer, Cristina. Ella venía de una familia de gallegos dedicados a la gastronomía. “Mi suegra cocinaba bárbaro. Bueno o malo, los dos somos de muy buen paladar desde chiquitos”, comenta Emilio.
–¿Comenzaron primero con una rotisería?
–Sí, en Billinghurst y Mansilla. Hacíamos pulpo, cochinillo, y cosas que las rotiserías no tenían. La tuvimos durante siete años y nos iba muy bien. Tanto, que los clientes empezaron a decirnos que teníamos que poner un restaurante.
–¿Qué había antes en esta esquina?
–Un restaurante de barrio muy sencillo. Nosotros llegamos en 1986 y nos quedamos con el nombre porque no se nos ocurría otro. Lo reformamos y varios años después, en 1998, lo remodelamos por completo, solo quedó la estructura. También lo agrandamos y agregamos la planta alta. Antes era mucho más chico, la cocina tenía solo 20 metros, una sola heladera y ni siquiera había un horno convector. Cuando hicimos la reforma pasamos a tener un equipamiento que acá no tenían otros restaurantes. Era como las cocinas de Europa, por eso todos los cocineros querían venir a trabajar acá. Por esta cocina pasaron muchos, incluso Mauro Colagreco.
–Viajás mucho. ¿A dónde te gusta ir?
–A España, Italia y Lima. Voy a comer. Salimos todos los días, mediodía y noche. Tengo muchos amigos gastronómicos y desde que llego tengo todo programado, me llevan de acá para allá.
–¿Qué es lo que más te gusta de un restaurante?
–Comer bien y que esté muy bien puesto. Los menús degustación de 20 pasos me gustan cada vez menos. Con excepción de El Celler de Can Roca, en Girona, que es perfecto. Pero en la mayoría, cuando uno se va probó tantas cosas que no se acuerda qué comió. Es demasiada información. No me gustan esas cosas tan teatrales. Además, me parece que se pierde mucho tiempo en la decoración de cada plato y al final el sabor deja de ser lo esencial. Yo prefiero los restaurantes que hacen comida muy buena y que se pueda comer todos días.
–Empezaron en los 80. ¿Cómo eran los comensales en esa época?
–La gente iba a comer afuera solo por salir y pasarla bien. No sabía, como ahora, apreciar un buen vino o un buen plato. Ahora se tiene más conocimiento y se valora más lo que se pide.
–¿Cuándo empezó el cambio?
–La gran transformación se dio en los años 90: con el uno a uno llegaron más productos importados; aparecieron los canales y programas de televisión especializados en gastronomía; y lo más importante, abrieron las escuelas de cocina y de sommeliers. Los egresados de estas escuelas completaron su formación con pasantías en Europa y volvieron al país trayendo toda esa experiencia. Lo mismo ocurrió en el mundo del vino: las diferentes camadas de enólogos que se formaron en las universidades generaron grupos de amigos que se distribuyeron en distintas bodegas, pero que se siguieron reuniendo para compartir sus descubrimientos. Esa camaradería hizo que se elevara el nivel de los vinos.
–¿Qué hiciste para seguir mejorando el restaurante?
–Formar a mi gente en base a lo que a mí me gustaba. Mandé a los chicos que trabajaban conmigo a aprender en los mejores lugares de España. Cuando Ramón Chilinguay volvió de su primer viaje me dijo que teníamos que tener más equipamiento y productos frescos. Entonces yo empecé a buscar los mejores arroces, aceites de oliva, quesos, cordero y pescados frescos. Antes no había la disponibilidad para tener los productos que tenemos hoy.
–¿Recordás algún buen consejo que te haya servido?
–Hace muchos años vino una delegación de cocineros de la nueva cocina gallega y yo me hice muy amigo de todos. Por otro lado, aún mantengo la amistad con el chef Gastón Rivera [de La Cabrera]. Él siempre me dio buenos consejos, sobre la importancia de la calidad de los productos, y sobre otro punto fundamental, que es la administración.
–¿Cuál es el error más común en la administración de un espacio gastronómico?
–Gastar de más. Hay que comprar productos buenos para tener una cocina de calidad, pero al mejor precio, y en la cantidad justa. Hay que cuidarlos, saber lo que es una trufa o un champagne Dom Pérignon. Al principio yo compraba un jamón de jabugo, que tiene todo un proceso de elaboración que comienza con la alimentación de los chanchos con bellotas, y había personal de recepción que no lo cuidaba porque no sabían lo que era. Hay que valorar y respetar cada producto.
–¿Qué hacés hoy en el restaurante?
–Soy el dueño, administro, elijo los productos y hago la carta. Tengo autoridad con el personal y transmito mi entusiasmo, lo que es muy importante porque si no la gente trabaja a reglamento, sin vocación.
–¿Cuál es la esencia de Oviedo?
–Queremos tener un ambiente de romanticismo y de buen gusto. Que la gente entre al salón y se enamore de la música, del piso, de un cuadro, del olor a comida.
–¿Quiénes son los clientes?
–En estos años pasó todo el mundo por acá: políticos, artistas, empresarios locales y extranjeros. Desde el jefe de la Reserva Federal de Estados Unidos hasta Rod Stewart o Metallica. Muchos clientes vienen todas las semanas.
–¿El plato más clásico?
–La tortilla de papas y los chipirones. Pueden parecer preparaciones simples, pero hay que hacerlos bien. Por eso compramos las mejores papas, los mejores huevos y los mejores productos de mar. Tenemos una carta bien hecha, simple y tradicional: cochinillo con mil hojas de papas, merluza negra con salsa de bagna cauda, paella con arroz bomba, isla flotante y crema catalana.
–¿Qué es lo que más te gusta de tener un restaurante?
–Me gusta la vida de “restauranter”. Que no es solo comer y tomar lo que uno quiere, también es muy sacrificada. Me gusta conocer a todo tipo de gente, que viene de distintos lugares y se dedica a actividades diferentes. Me da satisfacción ver entrar a una persona y después verla salir contenta. Esto es una pasión que va creciendo con los años.