Instalada en el barrio en 1958, sobrevivió a la pandemia fiel a sus platos icónicos y su espíritu de restaurante familiar; por sus mesas pasaron personajes como Raúl Alfonsín, Alberto Olmedo y Susana Giménez
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De afuera, Albamonte pasa desapercibido, ocultándose de la mirada ajena. Apenas se ve una vidriera anodina cubierta por un cortinado y una puerta doble que encierra un pequeño vestíbulo de recepción. No es necesario más: dentro respira una de las cantinas más queridas de Buenos Aires, un bodegón que toma su ascendencia italiana para reconvertirla a través de las inmigraciones, los productos locales y las recetas del mundo. “Antonio, mi papá, vino de Salerno, de la región de Campania. Llegó a la Argentina en diciembre de 1950, en el barco Conte Grande. María Inés, mi mamá, también nació en Italia. Yo soy la primera generación nacida en Argentina”, cuenta Sergio Iannone, quien junto a su mujer Claudia Carmona está en el día a día del local.
La historia de Albamonte incluye una primera mudanza desde el microcentro a Chacarita, varios cambios de socios, un linaje familiar, pocas refacciones y decenas de clientes ilustres. Entre ellos, Raúl Alfonsín, quien ya como presidente fue a comer las famosas pastas y pizzas de la casa. “Al fondo teníamos un salón un poco más privado, que es donde se sentó”, recuerda Sergio.
Se dice que Albamonte nació en 1958, pero la verdadera fecha es 1951, cuando abrió en la calle Sarmiento al 600. “Estuvo en el centro hasta 1957. Entre los socios estaba Pepe Iannone, tío de mi papá. Luego cerraron y encontraron este local en Chacarita. Acá había estado otra cantina de la misma época, Sorrentino. Pero cuando ellos vinieron ya llevaba dos años vacío. Mi papá era parte de la sociedad, luego muchos se fueron yendo, en un momento él le compró la parte al tío hasta que al final terminó siendo el único dueño”.
Desde entonces Albamonte hizo su camino al andar, siendo testigo de los grandes cambios que vivió Chacarita en estos años. Ese barrio nacido como lugar de chacras de los jesuitas, que más tarde recibió al cementerio durante la fiebre amarilla y que, con su gran estación de cabecera, se convirtió en un punto neurálgico del tejido ferroviario nacional. Un año antes de que Albamonte abriera sus puertas se inauguraba a doscientos metros la terminal Federico Lacroze del Ferrocarril Urquiza, con un estilo racionalista diseñado por el arquitecto Santiago Mayud-Maisonneuve y su hijo Carlos. El tren y la facilidad de transporte reconvirtieron una vez más al barrio, sumando a nuevos vecinos junto con grandes exponentes de la cocina porteña del siglo pasado, desde El Imperio (que está allí desde 1947) a Gambrinus, el bodegón alemán con más de 50 años de vida.
Merecida fama
Más allá del paso del tiempo, e indiferente al polo gastronómico de Chacarita abierto en los últimos cinco años, Albamonte se mantiene fiel a un menú y a una idea de cocina. A esos sabores ítalo-porteños que le dieron su merecida fama. “Algunos platos se fueron de la carta porque nadie los pedía. La sopa inglesa, los niños envueltos, la minestrone o los sesos fritos a la romana. Tampoco ofrecemos rana o pulpo, porque nadie los puede pagar. ¡Por un kilo de ranas me pidieron esta semana $2700! Por otro lado sumamos algunos platos que salen muy bien, como el tiramisú o los ñoquis de espinaca. Pero la mayoría de las recetas es la de siempre. Y mantenemos los sabores intactos, en calidad y en cantidad. Si modificamos algo, es para mejorarlo: por ejemplo, antes la pasta seca era argentina y ahora usamos solo de marca italiana. Lo mismo con los tomates para el tuco”, dice Sergio.
A diferencia de otros bodegones porteños, más bulliciosos y populares, Albamonte mantiene una elegancia que lo distingue. Las paredes cubiertas hasta los dos metros por un entablillado de madera oscura, el cortinado blanco que esconde la calle, las mesas bien dispuestas, el salón espacioso, los mozos de oficio. Con la pandemia esta sensación aumentó, ya que pasaron de tener 120 cubiertos a no más de 80. “Es algo que vamos a mantener”, asegura Sergio. “Es más cómodo para los clientes y con el delivery esperamos poder compensarlo”.
Albamonte es un restaurante de habitués. Hay mesas que ya tienen reserva anticipada, como la 24, que tanto los jueves como los sábados recibe a distintos grupos de amigos que se la adueñan. “Vienen hace años, a veces también nos piden platos por fuera de carta, un lechón al horno o un asado”, cuenta Sergio. “Me hice amigo de ellos, los miembros de uno de los grupos incluso me invitan a sus casas”.
Antonio tiene 86 años y ya no trabaja en el restaurante. En cambio, su mujer María Inés Olivieri, con 79, está ahí cada día. “Se encarga de la contabilidad y de los temas de personal”, explica el hijo.
En una nota publicada hace unos años, Antonio enumera a algunos de los artistas que atendió a lo largo de su vida. A modo de una vidriera de época por allí pasaron de Jorge Porcel a Alberto Olmedo, de Susana Giménez a Graciela Alfano. Hoy ese jet set se renovó gracias al crecimiento de las productoras de TV en el barrio, donde supieron estar Cuatro Cabezas, Polka y La Corte, entre otras, ganando clientes como Rodolfo Ranni y Diego Peretti.
Detrás del salón de Albamonte, fuera de la vista de los comensales, está la cocina, un espacio enorme con distintos lugares dedicados a los fuegos, a la producción, a la pastelería y a las pastas. En un cuarto más chico se ve el horno de ladrillos tradicional alimentado a quebracho colorado, de donde sale la pizza cocinada al momento. Es una pizza finita y ligera, distinta a las de molde que abundan por la zona, pero aun así cargada de ingredientes. “La ofrecemos de entrada, aunque muchos clientes la piden como principal o junto a otro plato. En delivery creció muchísimo. Una que gusta mucho es la Mercedes-Benz, que se divide en tres sabores como en el logo de la marca: es de mozzarella, fugazzetta y pizzaiola de tomate y ajo”.
Elegir un único plato es difícil: el menú recorre nombres incrustados en la memoria de la cocina local. Las pastas son todas caseras y al huevo: son clásicos los fusillis con tuco y pesto, también los rigatone a la príncipe di napoli, entre otros. Gustan mucho los ravioles de verdura, pollo y seso, perfectos con una simple salsa fileto. El pollo cuenta con muchos fanáticos: se cocina en el momento (demora treinta minutos) y sale a la provenzal, a la calabresa o a la gasparini, con vino blanco, ajo entero y romero. “La milanesa a la napolitana es fantástica, ganó muchos premios”, recomienda Sergio. “La hacemos con bola de lomo, la cubrimos con tuco, mozzarella y jamón natural. Es para compartir”.
Como buen restaurante histórico, donde Sergio jugaba de niño entre las mesas, se percibe dentro el orgullo de una familia y de un grupo de empleados. En pandemia pasaron de ser 20 personas a 14, pero los que siguen son eternos, varios cumpliendo más de 25 años en la casa. A Daniel Gómez, el maestro pizzero, se suman los cocineros Cacho Trejo, Antonio Soria y Herminio González, entre otros. No hay recetas escritas sino que cada uno sabe hacer todo el trabajo, sean minutas, ravioles o postres. Si uno falta, otro lo cubre.
Para el postre hay que pedir el merengue mixto, crujiente por fuera, húmedo por dentro, servido sobre una cantidad insana de dulce de leche y crema batida. Los cocinan en el mismo horno de la pizza, solo con el calor residual que queda a la mañana siguiente del servicio. Los merengues quedan dentro del horno por varias horas, hasta conseguir esa textura única. No hay otro lugar donde comer unos merengues así. Tan únicos como lo es el propio Albamonte.
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