La artista plástica incursiona en el mundo de la moda y analiza su presente
- 6 minutos de lectura'
Siempre amó el overol. Lo lució, lo impuso, y también lo explica como nadie. “Es cómodo, no te exige pensar ni perder tiempo. Va bien en la ciudad o en la playa si no querés broncearte; también en los lagos del sur, cuando el día se pone fresco. Además, al no marcar el cuerpo, tampoco tiene sexo. Unifica hombres y mujeres, pero a la vez es muy sexy porque solo es cuestión que bajar el cierre”, dice la artista latinoamericana más influyente de los últimos 60 años, que ahora incursiona en los mundos interconectados de la moda y el arte, con una colección cápsula de edición limitada en torno a la prenda icónica que la acompañó toda su vida.
Marta Minujín, mujer emblema de “la generación Di Tella”, que fue amiga de Andy Warhol, formó parte del grupo de artistas que introdujeron en los años ‘60 el formato del happening y el arte efímero. Autora de La Menesunda, el Partenón de libros prohibidos, el Obelisco de pan dulce y esculturas de colchones, sigue creando, sorprendiendo, viajando, planeando aventuras.
Son las 19.30 y recibe a La Nación con frutos secos y minibotellas de champagne, que no prueba, en su taller del barrio de Monserrat. Dos puertas gemelas marrón africano, de principio de siglo, son la entrada al mundo de las maravillas, los mármoles, los textiles, el neón y las fotos. Pero hoy, la vedette son los overoles. Un carrusel multicolor en estéreo con las obras que asombran en la misma sala.
–Presentaste la cápsula Arte! Arte! Arte! Vivir en arte. Vestir con arte, en colaboración con el estudio multidisciplinario Sudestada, con base en Nueva York. Pero tu mente ahora está en La Boca...
–Sí, ahí construiré una Torre de Pisa con botellas de agua. Igual en Nueva York quiero hacer una Estatua de la Libertad recubierta con falsas hamburguesas, pero acostada.
–Ya habías acostado el Obelisco...
–Sí, pero ahora podría pintarlo de dorado. Me gustaría, le vendría bien a la ciudad un poco de oro.
–¿Cómo ves Buenos Aires?
–Mal, porque hay muchas personas pobres en la calle, pidiendo limosna. Es muy feo, triste, de país subdesarrollado.
–¿Hablás con la gente?
–En mi opinión no se gana mucho dando limosna, yo creo que el problema es el sistema. Jamás hablo de política, así que no sé qué le diría al Presidente si me lo cruzara. En principio, que no use traje ni corbata: yo le regalaría un overol. Si quiere, que me avise. El modelo gris, que se llama Pandemia, le quedaría muy bien. Y con respecto a la Argentina, creo que es un país que siempre se muere y siempre renace. Yo la amo profundamente.
–Vos también renaciste. Y te casaste con el arte, a los 80.
–Sí, con un vestido fabuloso de un diseñador muy joven llamado Jorge Rey. Celebré mis ocho décadas casándome con la eternidad, rodeada de 200 invitados entre familiares, amigos, colegas y gente de mi mundo. Llegué en colectivo con su cartel de destino que decía Malba, Eternidad y, por supuesto, ¡Arte, arte, arte!
–¿Te incomoda cumplir años?
–No queda otra, y la realidad es que ahora debería estar para abajo, en declive, pero tengo decidido ser como Pablo Picasso y trabajar hasta el último día. Este dedo lo tengo así torcido porque para la obra que vemos acá enfrente corté 27.900 tiritas. Es todo textil, cortado y pegado. A veces me preguntan si tengo superpoderes, pero la respuesta es que lo que me sobra es energía. Soy de la generación de Mick Jagger y ya ven cómo está, lo que baila, salta y canta. A él le sucede con la música y a mí con el arte. Es nuestro alimento.
–¿Te cuidás mucho? Siempre el mismo cuerpo.
–Soy así. Ahora solo como nigiris, me hice adicta al sushi. Todos los días de mi vida paro el auto y me esperan con el paquete listo. Y no tomo alcohol. Paré con todo.
–El lunes partís a Dinamarca para presentar Intensify Life, la antología europea que se podrá ver en el Copenhagen Contemporary.
–Sí, y sigo por todas partes. Me da igual porque el mundo es el mundo. A veces pienso qué me gustaría que me pase y digo es esto, que todo siga así.
–¿Cuál es tu bar, el rincón favorito para sentarse a pensar?
–El bar Odeon en Nueva York y acá, Florida Garden. Hace tiempo que no voy, pero sin dudas ha sido mi lugar y el de tantos colegas de mi generación. Ahora voy mucho a Bogotá, que queda a la vuelta de casa y tiene un dibujo mío.
–Vivís sola. ¿Te ofrecieron un perro?
–¿Yo con perro? No podría jamás porque tengo que pensar en él y no tengo tiempo. Cuando era chica tuve un boxer que me esperaba y cuando me sentía llegar rascaba la puerta.
–¿En qué creés?
–No creo en Dios sino en el arte, que sería lo mismo. Eso me salva, es el motor de todo.
–¿Consumís noticias?
–Mientras trabajo las consumo todo el tiempo. Escucho sin parar porque me encanta estar enterada de todo.
–Trabajás en overol, todo un símbolo. Y ahora la cápsula. ¿Pensás “overolizar” la Argentina?
–Sí. El primero que usé fue dorado, de seda natural. Inolvidable, porque se lo encargué a un sastre que había trabajado en la fábrica de mi abuelo. Lo estrené en la presentación de Simultaneidad en simultaneidad. Vivo con el arte desde los diez años. Si no trabajo o no invento, no existo. Soy una artista en el aire y con el overol puesto, siempre vuelo.
–Claro, tu abuelo fue sastre: la famosa Casa Minujín.
–Sí, me crié rodeada de hilos, sastres y máquinas de coser. Mi abuelo se llamaba Salvador Minujín, dirigía esa prestigiosa fábrica de trajes y uniformes de trabajo que colaboraba con reconocidas instituciones, como el Teatro Colón.
–Alguna vez contaste que tu primera minifalda la compraste en Milán.
–Sí, en el marco de la Bienal de Venecia. Al tiempo sentí la necesidad de modernizar mi guardarropas desarrollando prendas en consonancia con mi visión artística. A través de los colores descubrí la alegría, el humor, la diversión y eso impactó por completo en mi forma de vivir la vida. Y vestir también. Al principio yo era como un existencialista, todo era negro y horrible. Después me hice pop y creé un mundo multicolor en el que sigo siendo feliz. Es más, continúo por ese camino porque quiero que todos los experimenten.
–¿Cuántas monoprendas hay en tu vestidor?
–Más de 50, seguro. Todos diferentes en colores y texturas. Desde los más suaves a los rústicos, más acartonados, telúricos, futuristas. Pienso que llevar el overol puesto es una filosofía. Más allá de la diversión, libertad y comodidad, es símbolo de trabajo.
–¿Existe alguna prenda que no soportes o que no te guste?
–No, y ni siquiera por mal gusto, porque creo que no es importante detenerse ahí. Nada es tan feo. La gente debe ser libre. Eso es lo único que importa.