Agustín Lagos introdujo en el país este exclusivo producto conocido también como “el diamante de la cocina” y cuenta sus secretos
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“Me gusta embarrarme”, dice Agustín Lagos o, el primer truficultor del país. Fue rugbier, trabajó en finanzas y en un restaurante hasta encontrar su verdadera pasión: recorrer los campos argentinos en busca de las mejores condiciones agro-climáticas para cultivar trufas y forestar con robles, encinas o avellanos. Así se convirtió en el pionero de la truficultura nacional. En 2008 creó el primer invernadero de plantas micorrizadas con Tuber Melanosporum (trufas negras de Perigord), con el asesoramiento de ingenieros españoles y chilenos, a partir de trufas certificadas e importadas. Por entonces, nadie se dedicaba a producir en estas tierras el hongo comestible tan codiciado (y cotizado) en la gastronomía internacional, por sus excepcionales propiedades aromáticas. Actualmente, en Argentina hay solo 70 hectáreas que están dando frutos anualmente, 200 implantadas y todo un mercado por desarrollar. “Se adapta muy bien en la provincia de Buenos Aires, Mendoza, Córdoba y Patagonia. Estimamos recolectar entre 20 y 60 kilos por hectárea. Aspiramos a abastecer al mundo, ya que solo el 10% de la demanda global está satisfecha”, declara Agustín, que abrió la cancha y el futuro del cultivo más rentable del mundo en suelo argentino.
Hoy, el sanisidrense es líder en la asesoría a inversores que incursionan en el nuevo agronegocio de exportación: este hongo subterráneo está entre los productos gourmet más deseados, junto al caviar y el azafrán. Un kilo de trufa puede llegar a pagarse hasta 4000 dólares en Nueva York.
–¿Se puede decir que trajiste la trufa al país?
–Sí, la trufa no es natural de acá sino de Europa. Cuando quise mudarme a la naturaleza para irme de la ciudad y hacer algún cultivo, di con la trufa. Viajé, investigué lo que era este hongo que se desarrolla en simbiosis con ciertos árboles hospederos. En qué clima y qué suelo crecía: busqué la convergencia de estos dos factores en una zona amplia para desarrollar la truficultura argentina. Encontré que el suroeste bonaerense reunía los requisitos y decidí apostar. Había comido una vez en mi vida trufas, sabía que cuestan mucho dinero y que son muy apreciadas.
–¿Cuándo apareció la primera trufa argentina?
–El 29 de agosto de 2014. En Chillar, partido de Azul, provincia de Buenos Aires. La encontró mi perra, Pancha, que fue la primera adiestrada en el país, es una labradora. Pasaron 20 años. En ese trayecto hice mi carrera agronómica o trufera, con profesores del exterior.
–Acá no existen las trufas silvestres, ¿de qué país las importaste para cultivarlas?
–Las primeras trufas nacionales, las que estamos comiendo hoy en Argentina, tienen por nombre científico Tuber Melanosporum: la primera palabra hace referencia al género del hongo, la segunda a la especie. Si bien existen muchos tipos, hay dos que son los que más valen: el resto no huele igual. Son la trufa blanca italiana de otoño y la trufa negra de invierno: las primeras que traigo son cepas de España y de Francia de esta variedad.
–¿Cómo cambió el escenario en Argentina desde esa primera trufera?
–Mi trabajo es tratar de que la gente se entusiasme con el tema. Si aumenta la oferta, hacés crecer a la demanda: van de la mano. Hace una década, en Argentina ningún restaurante pedía trufas, ahora me llegan mensajes continuamente. El fenómeno viene acompañado por la gente que invierte en las plantaciones: hay cerca de 300 hectáreas pero solo 70 están produciendo. Estimo que este año Argentina va a estar sacando 1000 kilos de trufa.
–¿Quiénes las compran?
–El chef Martín Rebaudino [Roux] me recibió ayer. Hay chicos que están haciendo sushi con trufa. Las usan en Azafrán de Mendoza, en restaurantes de Bariloche y de Tierra del Fuego. Muchos particulares también me piden. Es tan noble el producto que no necesitás ser un gran cocinero para utilizarlo. No hay que pasarla de 60 grados, y lo mejor es prepararla a 40 para que exprese su potencial. Con 30 gramos de trufa podés invitar a 8 amigos a comer un plato simple y distinguido. No se consume como el champiñón, es un condimento, un touch.
–Fáciles de cocinar, difíciles de producir…
–El cultivo es súper interesante, te vas enamorando. Esto es a futuro: es un roble que ponés, inoculado con trufas en las raíces, y hay que esperar 10 años para que tengas un buen volumen de producción. Cuando vas a cosechar es un trabajo: tengo 30 hectáreas plantadas, tengo que caminar 70 kilómetros, es como una peregrinación a Luján cada vez que recorrés la trufera, y lo tenés que hacer 5 o 6 veces en temporada… Eso es solo la recolección. Es casi una artesanía.
–¿Por eso se dice que es romántico este cultivo?
–Tenés que cuidar planta a planta. El suelo va cambiando metro a metro, y la trufa requiere cierta humedad. Todo esto tenés que sostenerlo por seis años sin ver nada hasta tu primera cosecha. En el laboratorio lo vemos, pero en el campo no. Hay que disfrutar el proceso que te lleva hacia la trufa, no solamente el fruto. Podar, regar. Adoptar un cachorro, adiestrarlo, irte a cazar trufas con él. No se sabé dónde están, se ubican a 20 cm de profundidad. El perro te va a mostrar el lugar: así evitás romper el ecosistema que tanto te costó crear. Salís con tu compañero, te encuentra una buena trufa, volvés a tu refugio, prendés el fuego y te comés tu plato delicioso.
–¿Se cosechan en invierno?
–Exacto. Nace en diciembre y está lista para ser descubierta en el invierno. Ahora mismo, de julio a agosto, es el momento para buscarla. Si queda alguna sin encontrar, es para la Pachamama.
–¿Y si hablamos de valores?
–El valor del mercado en Argentina es 1,06 dólares el gramo. En el campo podes hablar de 1100 dólares el kilo, en promedio, porque la trufa fresca más cara te la pagan 1800 dólares el kilo. En Nueva York se está pagando hasta 4000 dólares.
–¿Hoy es una joya y antes un fruto prohibido?
–En la Edad Media, cuando quien gobernaba los feudos era la iglesia católica, se describe a las trufas como algo que hace más amables a los varones y más simpáticas a las mujeres. Comer trufas era algo afrodisíaco que no estaba bien visto. Además, por crecer en los bosques, que era donde vivían los marginales y la brujería, el consumo decayó por completo. Los únicos que seguían consumiendo en secreto eran los nobles. En el Renacimiento, es el rey Francisco I de Francia quien en una excursión a Italia las prueba, le encantan, y da la orden de que toda la corte las consuma. Así se reactiva en Italia y en Francia. Aún no en España, por los reyes católicos. Hacia el 1900 hay anotaciones de truferos que salían a buscarlas porque tenían muchísimo valor. Se estima que se recolectaban 1000 toneladas anuales que se comían los franceses. Hoy, tenemos una oferta de trufa negra de invierno de 100/150 a nivel mundial. Se redujo muchísimo. Además hoy no solo Francia come trufas, se globalizó la demanda. En toda alta cocina van a querer tener trufas.
–¿Cómo llegamos a este boom?
–Es un producto excelente que tiene 1000 años de utilización en la cocina. Tiene más de 200 características de aromas. Cuando está bien fresca tiene notas terrosas, dulces, frutales, puede recordar a ajo, a banana, a musgo, es una locura; en nariz y en boca, con el retrogusto. Por eso vale tanto. No se consume más porque no hay, a medida que haya más, más se van a comer.
–¿Vale la pena invertir?
–Llegó la hora de invertir en trufas. Una industria que nada tiene que ver con el trigo, la soja: es rentable incluso en pequeñas superficies. Ahora me voy a buscar capitales a China, allá también quieren trufas. Espero que en los próximos 10 años podamos plantar 10.000 hectáreas, así tendríamos para abastecer al hemisferio norte y salir a competir fuerte. Creo que siempre va a ser un producto de lujo, por más de que la demanda esté cubierta. Su unicidad no está en la escasez sino en la exquisitez.
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