Rolling Stone recorrió Nápoles, una ciudad que todavía llora al hombre y estrella que la llevó del barro a la gloria
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Arquitecto de su gloria e ingeniero de su derrumbe, Diego Maradona aterrizó en Nápoles en 1984 como un salvador. En un ascenso vertiginoso fue coronado por su obra, pero al final huyó devastado por la cocaína. Así, esta ciudad imposible del sur italiano pasó a ser un agujero negro luego de haber sido el trampolín hacia el cielo eterno. Sin embargo, es probable que en ningún otro lado el amor por Maradona haya sido tan pasional y asfixiante como en Nápoles, que a un año de su muerte se esfuerza por inmortalizarlo. ¶ Desde el 25 de noviembre de 2020, la leyenda de Maradona siguió creciendo aquí. Se multiplicaron los homenajes, agigantando su simbolismo hasta consagrarlo como divinidad. El mítico San Paolo pasó a ser el estadio Diego Armando Maradona. Decenas de murales tapizaron edificios en barrios populares. Un santuario se arraigó en pleno Nápoles. Florecieron las estatuillas de un Maradona angelical con alas en los pesebres de Navidad, que en Nápoles suelen reflejar la vida cotidiana y son más importantes que el árbol. Un museo con reliquias maradonianas en el sótano de un barrio periférico espera un destino apropiado. Más que el calvario de la pandemia, para los napolitanos 2020 fue el año en el que Maradona abandonó la tierra para instalarse en el Panteón de la ciudad con el santo patrono san Gennaro.
“Maradona y Nápoles es la conjunción astral de dos estrellas que se alinean”, dice el escritor Maurizio de Giovanni, que afirma que Nápoles le justifica cualquier exceso al ex futbolista en nombre de un inmenso amor, como una suerte de agradecimiento por haberles hecho creer que se puede ganar sin dejar de ser uno mismo, con los defectos y las heridas incluidos: “Nunca existió una imperfección tan maravillosa y gigantesca. Diego encarnó el espíritu napolitano como nadie: la actitud de guapo, el rostro pillo. Fue el último en la ciudad de los últimos. Su muerte es el paso de la vida terrenal a la épica. Es un gran héroe de nuestro tiempo”.
En Nápoles aún reinan la criminalidad y la pobreza, pero también brillan el talento, la creatividad y la nostalgia de un pasado grandioso. Se añora el esplendor de los siglos XVIII y XIX, esa época dorada como capital del Reino de las Dos Sicilias, cuando Italia aún no existía como país y Nápoles era un puerto central del Mediterráneo y una de las ciudades más importantes de Europa, junto con Londres y París. Todo eso quedó aplastado por las malas administraciones, la Segunda Guerra Mundial, el progreso global y, también, los desastres naturales, como las erupciones del Vesubio y el terremoto de 1980.
En esta tierra olvidada y necesitada, Maradona se convirtió en un mito viviente en los 80. En los siete años que pasó en Nápoles, el astro abrazó el cénit de su carrera y descendió al sótano de su infierno personal. Histriónico, campeón del mundo, rebelde, cariñoso, extremista, seductor, solidario, contradictorio, alérgico a los grises, generoso, cercano a la gente. Maradona hizo de su aventura napolitana un melodrama irresistible. No le faltó nada: títulos impensados, épica, cocaína, prostitución, un hijo no reconocido –al que décadas más tarde abrazaría y pediría perdón–, brindis y fiestas con los capos de la Camorra –la mafia napolitana–, goles y jugadas hermosas. Exhibió una capacidad inigualable para emocionar. Transformó al fútbol en un arte capaz de doblegar a los rivales con la belleza y la eficacia de su zurda. Desde la confrontación como modo de vida, arrodilló al norte de Italia, poderoso, opulento y soberbio. A galope de un talento infinito, con coraje y desparpajo, en Nápoles dejó de ser Diego y pasó a ser Maradona. Se rebeló como hasta entonces no lo había hecho ningún otro futbolista de su envergadura para decirle a Italia que era racista. Condujo al Napoli a ganar los únicos dos títulos de la Serie A de su historia, profanando un cielo reservado para los ricos y prohibido hasta entonces para los sucios napolitanos, recibidos con banderas que rezaban “lavatevi” (lávense).
El mito de Maradona, más conectado con las clases populares, les habla a los napolitanos –como a los argentinos– de la posibilidad y el riesgo de salir del barro para alcanzar la gloria. En un intento por reconstruir cómo fue esa relación con Nápoles, y qué pasó en el año que siguió a su muerte, Rolling Stone visitó lugares simbólicos de la ciudad y conversó con gente que estuvo cerca del astro. Bienvenidos, este es un paseo por la mitología maradoniana en Nápoles en busca de la esencia de un amor alocado.
Miano es un barrio pobre del norte de Nápoles que limita con Scampia y Secondigliano. En esta área periférica, considerada una de las zonas más peligrosas de Europa, la Camorra lleva décadas haciéndose fuerte con el narcotráfico y el crimen organizado. Scampia ganó fama al ser el escenario de la película y la serie Gomorra, inspiradas en el libro homónimo del periodista Roberto Saviano, que vive con custodia tras retratar a la mafia napolitana en su bestseller publicado en 2006.
Sobre la via Lombardia, entre edificios descascarados y calles irregulares, sobresale una pared de ladrillos con un mural con el rostro de Maradona en blanco, azul y negro. “I love Diego 10″, se lee. Debajo, una bandera con los escudos del Napoli, la Argentina y Boca reza: “La distancia nos divide, el ADN nos une”. Tras la muerte, se añadió otra imagen: el astro lleva alas angelicales, una banda presidencial argentina que dice “D10S” y la camiseta del Napoli. En lugar de una pelota, su zurda domina el globo terráqueo. A diferencia de otros tributos, en este edificio hay una porción de historia maradoniana viviente, una familia que estuvo al lado de Maradona y que le dedicó un museo.
Aquí vive Lucia Rispoli, la cocinera del ex futbolista en los años que vivió en Nápoles. La señora, de 75 años, sirve un café y, hablando en napolitano, cuenta que llegaba al mediodía a via Scipione Capece 3A, en el selecto barrio de Posillipo, y pasaba allí todo el día con los Maradona, a veces hasta la medianoche: “Cuando estaba tranquilo, Diego era simpatiquísimo, pero cuando estaba nervioso era mejor desaparecer (risas). Dormía una siesta y ya se levantaba de buen humor. Bailaba, bromeaba. Te digo algo: tengo once hijos, pero Diego fue el primero, el número doce. Él siempre me decía que era el primogénito: me llamaba ‘la mamma napoletana’”.
Rispoli, que vive en el cuarto piso sin ascensor, cuenta que los fines de semana, cuando Maradona jugaba, Claudia Villafañe y sus hijas Dalma y Gianinna iban a su departamento a pasar el día. “Era una relación familiar, no de trabajo”, dice, y encadena otro recuerdo: “Diego me había prometido que vendría a casa para el cumpleaños 18 de mi hija Raffaella, que fue babysitter de Dalma y Gianinna. Y vino. Apareció casi a medianoche y, en un momento, bajó por las escaleras haciendo jueguitos con la bolsa de basura. ¡La gente no podía creerlo! Tuvimos que llamar a la policía para que se pudiera ir”.
Las anécdotas se interrumpen por una tristeza impotente y rabiosa. Como muchos napolitanos, Rispoli sostiene que el ídolo seguiría vivo si se hubiera hecho cobijar por Nápoles. La idea –muy repetida– de que se hubiera salvado es, cuanto menos, paradójica. Maradona huyó de aquí en 1991, hundido en uno de los momentos más oscuros de su vida. Pero esta fantasía salvadora resulta entendible en un pueblo tan exagerado y caprichoso como identificado y devoto por la figura popular más adorada de su historia reciente. “Acá, Diego no hubiera muerto. Qué muerte horrible tuvo. Si lo hubiese cuidado yo, seguiría vivo”, asegura la mamma napoletana.
La relación entre ambas familias tiene más capas. Porque el esposo de Rispoli, Saverio Vignati, fue el intendente del estadio San Paolo durante 37 años. Y porque su hijo Massimo, de 47 años, frecuentó al ídolo: “Estuve las siete temporadas de Maradona como alcanzapelotas. Los lunes íbamos a jugar al calcetto y, a veces, al día siguiente no iba a la escuela porque Diego me llevaba al entrenamiento del Napoli”.
En esos años, se fueron acumulando regalos: camisetas, cintas de capitán, remeras y camperas de entrenamiento, pelotas, mates, botines. Por eso, en el sótano del edificio –vigilado con cámaras de seguridad–, Massimo creó hace varios años un museo dedicado a Maradona, donde además hay decenas de otros objetos, como un sillón de living del ex jugador, el banco que usaba en el vestuario y una copia del contrato con el Napoli. “Todo esto vale mucho dinero, pero lo más importante es que representa el alma de una persona buena. Maradona era eso: un muchacho disponible para ayudar y hacer el bien”.
Massimo baja al museo todas las mañanas y se sienta en el sillón que estaba en la casa del ex futbolista. “Hablo con Diego y con mi papá: no morirán nunca, son dos figuras inmortales. Maradona superó a san Gennaro. Los milagros de Diego los vimos, en Nápoles y en el fútbol”, dice. El rostro de Massimo se apaga al repasar lo que sufrió el último año. “Al inicio dormí una semana acá abajo. No aceptaba que Diego no estuviera más. Una noche soñé que abría la puerta del museo y me encontraba con Maradona y mi padre. Estaban sonriendo, sentados en el sofá. ‘¿Qué hacen acá?’, les pregunté. Ellos se reían mirándome, y me desperté”.
Massimo –que tiene dos hijos: Saverio, como su padre, y Diego– se amarga al recordar la muerte del ídolo: “Mamá estaba desesperada. Aún llora. Esta familia amó al hombre, no al personaje. Y en el último tiempo, a su lado había personas que amaban al personaje. En Nápoles, Diego hubiera vivido diez años más. En ninguna parte del mundo fue amado como acá. Hubiéramos hecho cualquier cosa por él. Me hubiera tirado en el fuego. Es como si hubieran matado a un hermano. Diego no merecía ser tratado así. Fue horrible, una puñalada en el corazón”.
Massimo tenía 10 años cuando conoció a Maradona: “Era humilde, generoso y divertido. Un ejemplo. Defendió siempre a los que amaba. Me daba consejos, me ayudó mucho. Se daba cuenta de que yo estaba en dificultad a su lado, me emocionaba mucho. ¡Imaginate ir al entrenamiento en la Ferrari con Maradona! ¡Iba como un loco! Pero en Nápoles sabían los horarios y se vaciaba la calle, la dejaban libre para él”. Cuando aparece la sombra de la cocaína, Massimo dice: “Hice de todo con Diego, excepto la droga. Estar cerca suyo no quería decir que debías consumir. Por desgracia cayó en eso y se hizo daño a sí mismo”.
Maradona llevaba tiempo manifestando que se quería ir de Nápoles, algo que no ocurrió hasta que dio positivo en un control antidoping en marzo de 1991. Apenas se enteró, el astro abandonó la ciudad en medio de la noche. “Fue forzado a irse mal pero siempre se le perdonó todo porque era del pueblo. Era un napolitano nacido en Argentina. Era uno como nosotros, recordaba de dónde venía. Rechazó millones de otros equipos. Nunca nos traicionó. Eso no lo olvidaremos. Es una figura inmortal, no se toca. Diego en Nápoles no morirá nunca”.
En el barrio Quartieri Spagnoli está uno de los primeros y más famosos murales de Maradona, con la camiseta de Nápoles, el rostro joven y la melena enrulada. Esta zona central de la ciudad cambió su cara en la última década con el boom del turismo y el desplazamiento del crimen hacia la periferia. También se transformó esa esquina donde ya no hay autos amontonados y la plazoleta, bajo el mural dedicado a Maradona, se convirtió en un santuario. Cientos de personas pasan a diario para dejar un regalo o comprar un recuerdo. Pintado por Mario Filardi en 1990 –al conquistar el segundo scudetto–, fue restaurado en 2017 por el artista argentino Francisco Bosoletti, de reconocida trayectoria en Europa. “Lo hice pintar porque, más allá de lo futbolístico, Maradona nos hizo resurgir como ciudad. Antes éramos siempre Camorra, terroni [expresión despectiva para la Italia meridional], lavatevi sud [lavate sur], y él nos llevó arriba. Podría haber ido a la Juventus, al Real Madrid, a donde quisiera. Pero eligió Nápoles, un equipo de Serie B que nunca había ganado nada”, explica Antonio Esposito, el cuidador del espacio.
El lugar fue bautizado Plaza Maradona y, además, devino en una extensión de La Bodega D10S, precisamente el pequeño bar de Esposito, que está enfrente. En un puñado de mesas informales, dentro de la plazoleta y debajo del mural, hay un menú que ofrece el “Spritz de D10S” a cinco euros. “Todo esto era de Diego antes de que muriera”, dice Esposito, alias Bostik desde la época en que formaba parte de “Teste Matte”, un grupo de ultras, como se denomina a los hinchas radicales organizados. Además de personas de todo el mundo, también lo visitan dirigentes y futbolistas, como el belga Dries Mertens, estrella del Napoli, que fue de noche para pasar desapercibido y dejó un ramo de flores en homenaje a Maradona.
La muerte del astro incrementó el culto y transformó la plazoleta, un cambio que tiene aire de milagro maradoniano. Fueron sacados de allí los autos y las motos, y desapareció la basura, algo extraordinario en una ciudad descuidada, sucia y caótica como Nápoles, en la que estacionar es tan difícil como lograr acuerdos. “Se volvió un espacio sagrado –dice Esposito–. Tantas personas mueren y a los diez días ya no se habla más. En cambio, Diego no terminará nunca, estará siempre vivo en el pensamiento de los pueblos”.
Esposito tiene presente el desconsuelo de cuando murió Maradona. “Las primeras tres semanas acá se lloraba siempre. Dejé de ver las noticias porque me ponía a llorar. Prefiero recordarlo como era, un gran hombre. Tuvo sus errores, como cualquiera. Él era todo, genio e imprudente”. Bostik se frena, no quiere ahondar en el lado oscuro del astro. “Tuvo algunos problemas en Nápoles. No podía estar más acá. Tuvo que escapar. Pero se convirtió en Maradona porque vino a Nápoles, en Barcelona no era Maradona. Acá se convirtió en el número uno”.
Esposito subraya la generosidad de Maradona: “Hacía beneficencia porque era bueno”. Cientos de anécdotas alumbran el flanco solidario del astro que encantó a los napolitanos. Como cuando jugó un amistoso en una cancha embarrada para ayudar a un niño con una operación urgente. Fue el 25 de enero de 1985, un día después de ganarle a la Lazio y desobedeciendo al presidente del club, Corrado Ferlaino, que se oponía porque el club había invertido 7.5 millones de dólares en el astro y sostenía que la aseguradora no respondería ante una lesión. En el pequeño estadio Nuevo Comunale de Acerra, a 25 kilómetros de la ciudad, el Napoli ganó 4-0 y Maradona deslumbró con un gol eludiendo a tres rivales; los napolitanos dicen que fue el ensayo del legendario gol que le marcaría a Inglaterra al año siguiente, en México 1986.
Al final, el dinero recaudado no alcanzó para operar al niño. Y Maradona puso el resto. “Venía de una familia pobre y estuvo siempre a disposición. Le daba fastidio tener 500 personas encima. Y esta ciudad no te deja vivir. Acá los futbolistas no pueden salir de casa, se tienen que esconder”, dice Esposito, que muestra orgulloso sus fotos con Maradona. “Del 87 al 90 lo frecuenté, comía con él. No se la creía. Si lo dejabas en paz, era como nosotros”. Bostik insiste en que la persona superaba al futbolista: “Será siempre el número uno como hombre, humanamente. Murió porque era un nene, un débil, un muchacho bueno. Se hizo mal a sí mismo. Pero Maradona en Nápoles no moría, seguro. Nadie lo abandonaba ni se quedaba solo. Es una historia triste, triste, tristísima”.
Un domingo de 1986, Bruno Alcidi viajó a Milán para ver al Napoli, que perdió 3-0. En el regreso, se cruzó con Maradona. “Estaba enojadísimo, pero sonrió cuando nos sacamos la foto. Tuve la suerte de compartir el avión. En un momento, Diego se levantó y noté que había un pelo sobre su asiento. Lo agarré para bromear con mis amigos”, recuerda Alcidi, que luego tuvo otra idea. Nápoles está llena de altares con velas, que antiguamente servían para iluminar las calles cuando no había electricidad. “Como soy un poco fantasioso, pensé en hacerle este homenaje sacro profano. Para mí, Diego era un dios”, dice Alcidi, que puso el pelo de Maradona en un altar dentro del Nilo, su bar en la calle San Biagio Dei Librai, en el centro histórico. “Fue por amor, en el año que ganamos el primer título. Es la reliquia de un Santo, o más que eso”, asegura, antes de invitar un café y una sfogliatella riccia, un dulce napolitano hojaldrado relleno de ricota.
Al explicar la veneración hacia Maradona, Alcidi contextualiza. “En los 80, en Nápoles se hablaba solo de la mafia. Era una ciudad muy peligrosa y el turismo no existía. Nos dio la posibilidad de ser vistos de otro modo. Nos volvimos famosos en el mundo por Diego. Crecimos como ciudad y se lo debemos. Era un héroe y los napolitanos nunca habíamos tenido un héroe. El día que murió, la gente caminaba por la calle llorando sin entender nada. Perdimos un familiar”.
Jorge Cyterszpiler, representante y amigo de Maradona, había alquilado una oficina enorme para que funcionara Maradona Productions y manejar el merchandising. Pero su imagen ya estaba por todas partes. Rápidos de reflejos, acostumbrados a sobrevivir, ágiles para los negocios y sin escrúpulos legales, los napolitanos ya habían desarrollado un gran negocio alrededor del astro, que aún no se había probado la camiseta del Napoli. Llevaban días vendiendo bufandas, vasos, carteles, fotografías, revistas, cucharas de madera, zapatillas, dedales de coser, escarpines.
Al tanto de todo, a Maradona no le molestaba que la gente común se buscara la vida usando su imagen: “Pero que el millonario se haga más millonario conmigo, eso no lo soporto”, dijo. Son frases como estas las que destacan una y otra vez los napolitanos, que recuerdan que enseguida Maradona rescindió el contrato de alquiler y se olvidó de ese negocio. Aunque Fernando Signorini, preparador físico personal y amigo de Maradona, matizó la historia en una entrevista con La Nación ante la pregunta de si el astro le daba dinero a la Camorra: “¿Cómo les iba a pagar, si ellos hicieron fortunas gracias a Diego? Cuando llegamos para la presentación en Napoli ya había banderines, matracas, pelotas, todo con imágenes de Diego. Ese primer día, Jorge (Cyterszpiler) les fue a hablar para ver qué le tocaba a Diego. ‘Tomatelas, esto es todo nuestro’, le dijeron, ja, ja”.
De todos modos, el cineasta Alessio Maria Federici recupera esa anécdota para explicar la fuerza política que vio en Maradona. “Los napolitanos, que son los magos de la falsificación, ya habían hecho todo lo que se podía hacer. Y Diego estaba contento de ayudar a que la gente pobre viviera. Fue el paladín y el defensor de los napolitanos”, dice el director de Maradonapoli (2017), que buscó narrar con una sonrisa los años de Maradona en Nápoles a través de los ojos de quienes lo adoraban. Contando las emociones, locuras y excesos de los napolitanos por Maradona, la película es más que un cuento divertido. “Es el recuerdo de una ciudad, de una familia, de un pueblo –explica el cineasta romano–. Encontré una magia y una simpatía en los napolitanos que me permitió divertirme como si estuviera grabando una comedia. Fue como salir a comer con 50 napolitanos que me contaron siete años de su vida usando a Diego como excusa”.
Los napolitanos esperaban ganar desde hacía demasiado tiempo y Maradona los hechizó con cinco títulos: las únicas dos ligas locales en Serie A (1986/1987 y 1989/1990), Copa UEFA 1988/89, Copa Italia 1986/87 y Supercopa 1990. “Eso creó un vínculo indisoluble. Los napolitanos lo adoptaron como uno de ellos, sin pedirle explicaciones ni nada a cambio”, dice Federici.
Se sabe que en aquellos años hubo una oleada de niños en Nápoles que se llamaron Diego. Hasta hay uno que se llama Diego Armando Maradona y su apellido es Mollica. Este joven un día tuvo un accidente de tránsito y llamó a la policía. Cuando le preguntaron el nombre, Mollica dijo: “Diego Armando Maradona”. El policía le respondió: “Ah, me estás jodiendo”. Y cortó la llamada. “Con Maradona estamos hablando de un mito social y sociológico: él necesitaba una ciudad como Nápoles para consagrarse, cosa que no podía suceder en Barcelona”, sostiene Federici, que remarca que en el club catalán era importante ganar y no quién eras. “En Nápoles era importante quién eras para poder ganar. Maradona llegó a una ciudad destruida, donde la gente se mataba en la calle, y se volvió una manera de decir: ‘Nosotros estamos aquí, no somos mierda, somos Nápoles’. Maradona se convirtió en una tradición oral, en una religión. Quedará para siempre en los napolitanos”.
Federici entiende que haber encabezado ese rescate no fue gratis para el astro. “Terminó en el fondo del mar por culpa de la ciudad. Si sos Dios en Nápoles podés hacer cualquier cosa. Y eso no es lo mejor para este tipo de hombres, menos en una ciudad donde la línea entre lo adecuado y lo equivocado es atravesar una calle”, dice el cineasta. “Nápoles fue su paraíso y su condena. Era el peor lugar donde Maradona podía estar. Es como enviar a un drogadicto a hacer unas vacaciones en una plantación. No lo ayudás”.
En los años 80, Nápoles atravesaba uno de sus momentos más decadentes. El Banco de Nápoles, uno de los más antiguos e importantes del mundo, estaba en crisis. La Camorra florecía tras el ocaso vivido con el fascismo y las calles sangraban con la guerra entre clanes que se disputaban el poder. La ciudad, además, intentaba salir de un tremendo terremoto que había destrozado la región. La desocupación y la pobreza eran altísimas. Bajo esas circunstancias, el fútbol se convertiría en una escapatoria para el pueblo como nunca antes.
Al comienzo, Maradona se instaló en el Grande Albergo Vesuvio, sobre la costanera en el hermoso golfo de la ciudad y frente al Castel dell’Ovo (Castillo del Huevo), con la isla de Capri en el horizonte. El asedio le impedía pisar la calle. “Te quiero más que a mis hijos”, le gritaban. Había gente que trepaba a los postes de luz de 20 metros para verlo dentro del hotel. El cambio fue brusco y algo inesperado para Maradona, que había dicho que Barcelona era “divina” pero que no estaba cómodo y que se iba para buscar tranquilidad. “Me pintaron que Nápoles era como Barcelona y cuando llegué me encontré con que era mucho más chica y no tenía las comodidades que quería”, contó Maradona. “Pedí una casa y me dieron un departamento. Pedí una Ferrari y me dieron un Fiat”.
En el documental Diego Maradona (2019), de Asif Kapadia, se muestra el desembarco del astro en el Napoli como la venida de un mesías y la consagración como héroe. Pero ni siquiera ese estatus popular pudo mantenerlo a salvo. Quedó preso en una ciudad de la que se quería ir. Todo empeoró tras el Mundial de Italia 1990, cuando Argentina eliminó al local en las semifinales en Nápoles. Antes del partido, Maradona había dicho que no era justo que el país se acordara de los napolitanos un día al año para pedirles aliento contra la Argentina. Muchos napolitanos apoyaron a la albiceleste. Días después, en la final en Roma, el abucheo del himno argentino causó la ira de Maradona, que se quedaría a las puertas de ganar su segundo Mundial tras la derrota 1-0 contra Alemania.
Maradona volvió a Nápoles y en diciembre fue campeón de la Supercopa 1990, pero ya empezaba a quedar desprotegido. Para entonces, estaba demasiado envuelto en la telaraña de la mafia. La prensa hablaba cada vez más de que asistía a bautismos, casamientos y diversas fiestas con camorristas, y faltaba a los entrenamientos. Las investigaciones judiciales empezaban a pesar, con escuchas telefónicas que lo involucraban con la prostitución y las drogas, negocios primordiales de la Camorra.
La relación entre Maradona y el clan Giuliano empezó a ser un problema, porque la mafia tenía un perfil demasiado alto que la incomodaba y acrecentaba la presión judicial. La figura de Maradona se había vuelto engorrosa no solo para la Camorra sino para el mundo del calcio en un país que no había superado la eliminación de Italia en un Mundial que sentía suyo. No hay pruebas, pero una idea recurrente es que Maradona ya no servía y el poder dejó que se hundiera. La caída desembocó en la huida de la ciudad por la puerta de atrás, tras dar positivo en marzo de 1991 en un antidoping por cocaína, adicción que arrastraba desde Barcelona y que se intensificó en Nápoles. “Habrá pensado que estaba limpio, pero no tuvo en cuenta los metabolitos, y que el Napoli se había cansado de protegerlo, porque el limón ya no tenía más jugo”, recordó Signorini, que señaló que “todos sabían de la adicción de Diego, pero nadie decidió actuar”.
Años más tarde, ese tejido contaminado que lo ligaba a la mafia quedaría más expuesto con diversos testimonios y, sobre todo, con fotos de Maradona con la poderosa familia Giuliano, el clan que dominaba el barrio de Forcella. “Me dieron la seguridad de saber que no les ocurriría nada a mis dos hijas”, contó Maradona, pero aseguró que “nunca” le pidió nada a la Camorra.
“Me hice muy amigo de Maradona, que solía frecuentar mi casa porque decía que se sentía cómodo. Solo en un par de ocasiones me preguntó si podía conseguirle cocaína para uso personal”, dijo en 2011 Salvatore Lo Russo, capo del clan de Miano. El camorrista, un arrepentido que decidió colaborar con la Justicia, recordó también que en 1990 Maradona lo contactó cuando le habían robado todo lo que tenía en una caja de seguridad en el Banco de Nápoles: “Hice que recuperara los relojes de oro, pero no fue posible recuperar el Balón de Oro, ya lo habían derretido”.
Alguien que también estuvo cerca de Maradona en Nápoles fue Gennaro Montuori, alias Palummella, ex jefe de la Curva B, la facción de ultras más importante del club. Las paredes de su oficina en Capodimonte, a 15 minutos del centro de la ciudad, están cubiertas con unas 300 fotografías. Buena parte son imágenes de Maradona, varias con Montuori y miembros de su familia en bautismos, cumpleaños y comidas. En una, de 2006, Maradona lo besa en la boca. Palummella cuenta: “Cuando cumplí 50 años y mi mujer estaba por morir, Diego me pidió que le llevara a mi mujer y mis hijos, que los quería ver. Me sorprendió. Era verdaderamente un hombre, alguien que recuerda los años vividos. En un momento le pregunté si me quería. Me miró a los ojos y con una mano me agarró la cabeza, me besó en los labios y luego me dijo: ‘Vos sos mi hermano’”.
En la oficina de Palummella hay un estudio de televisión en el que exhibe camisetas de Maradona y dos estatuas del astro, una de ellas hecha por Domenico Sepe, el mismo escultor que hizo una representación en bronce de cuatro metros y la donó a la ciudad para que la instalara en el estadio del Napoli. “Maradona no solo fue el mejor futbolista. Por lo que ha sufrido, fue el hombre más grande de todos los tiempos. No podía ni siquiera ir a hacer pis, le estaban siempre encima. Una persona puede relacionarse, no sé, con 50 o cien personas en un día. Acá hablamos de una entidad superior a lo normal. Es imposible relacionarse todos los días con mil personas”, dice Montuori, que conoció a Maradona porque era el jefe de los ultras del Napoli: “Me contactó Cyterszpiler”.
El ex capo de la hinchada dice que no le recrimina nada a Maradona, pero sí a los que estaban a su alrededor: “Diego fue siempre honesto. Nació para jugar al fútbol. Pero un grupo de profesionales se ocupó en los últimos años de que los verdaderos amigos no podamos acercarnos. Para ellos era un negocio muy fuerte. Te aseguro que, si yo hubiera estado cerca de él, como en los siete años en Napoli, Diego hubiera vivido hasta los 90 años”.
–Pero en Nápoles terminó mal, nadie lo salvó en su momento.
–Un hombre, cuando tiene dificultades, lo tenés que llevar a las raíces. Necesita a sus padres, sus hermanos, su mujer, sus hijos. Tiene que estar rodeado, no dejarlo solo.
Palummella, que conduce un programa televisivo sobre el Napoli, no quiere hablar demasiado sobre la relación entre Maradona y la Camorra. “Los errores, si los ha cometido, fueron porque lo forzaron, por cómo le impusieron vivir”, zanja, para luego seguir con elogios: “Diego era todo para nuestra ciudad. Por lo que nos dio y por lo que le dimos. Un scudetto del Napoli vale diez veces más que uno del norte. Maradona es diferente a todos los jugadores y los napolitanos somos diferentes a todo el mundo. Era una relación particular”.
Cuando Maradona visitó Nápoles en julio de 2017 para recibir la ciudadanía honoraria de la ciudad, Palummella no logró verlo. La ceremonia fue en la oficina municipal, lejos de la gente, se lamenta Montuori: “Diego se merecía recibir la ciudadanía caminando por las calles, como hacía conmigo. Cuando ya era Maradona, lo llevé a la zona alta de la Sanità. ¿Cómo hice? Igual que siempre en todos lados. Diego conmigo no tenía problemas. Con sus guardaespaldas, nadie se le acercaba. En cambio, conmigo estaba con sus amigos y con la gente”.
Durante décadas, los napolitanos recordaban dónde habían estado aquel 5 de julio de 1984, cuando Maradona apareció en el San Paolo como Papá Noel. Ahora saben también qué hacían el 25 de noviembre de 2020. “Iba en el auto con mi señora –rememora Montuori–. Me llamó mi hijo mayor para contarme que había muerto. Me deshice en lágrimas. Después me llamó la RAI. No me di cuenta de que era una videollamada y no pude hablar. Estaba muy mal. Maradona era un familiar. Siento un vacío encomiable. Es como perder un padre”.
Si hay alguien en Nápoles que siguió en contacto con Maradona durante los últimos años, ese era Diego Maradona Junior. Nacido el 20 de septiembre de 1986 –siete meses antes que Dalma, la primera hija que Maradona tuvo con Claudia Villafañe–, la Justicia italiana determinó en 1992 que Junior es hijo del astro. La historia entre ambos está llena de desencuentros, enojos y causas judiciales. Recién en el último tiempo, luego de que Diego Junior fuera a Argentina en 2016 y el ex futbolista lo abrazara públicamente como su primogénito, la relación fue más cercana. “Me quedé con ganas de disfrutarlo más”, dice Diego Junior, sentado en la tribuna del estadio del Napoli United, un equipo amateur de la sexta división donde da sus primeros pasos como director técnico. “Siempre supe que era hijo de Diego. No me costó perdonarlo, sé que toda la situación conmigo no dependió solo de él. Ser mi viejo no era fácil”, dice, hablando casi como un porteño.
Junior se enteró de la muerte de Maradona cuando estaba internado en Nápoles por Covid: “Prendí la tele y lo vi. Empecé a llamar hasta que me lo confirmaron. Fue duro porque no podía viajar. Pienso mucho en él. A veces, para intentar estar mejor, trato de recordar cosas lindas que viví con él”. En los pocos años que compartieron, Junior y Maradona se encontraron en diferentes oportunidades en Nápoles, Dubái, Roma y Buenos Aires. “El tema de mi viejo es una cosa que no va a pasar jamás. Cuando se te va un padre, uno no se olvida”, dice, y cuenta que Maradona estaba enamorado de Nápoles y cantaba canciones populares napolitanas.
A la hora de comparar la relación de Maradona con los napolitanos y con los argentinos, Junior marca una diferencia: “El cariño es igual, pero en Nápoles le perdonaron todo. Acá quizás nunca importó tanto lo que haya hecho y lo justificaron siempre mucho sobre sus problemas. Veo que en Argentina menos. Pero sabemos cómo somos los argentinos, ¿no? No perdonamos nada a nadie”.
Junior, que pocos meses después de la muerte de Maradona recibió la ciudadanía argentina, elige hablar del lado positivo de su padre: “De mi viejo me gustaba mucho cómo era con nosotros adentro, en la familia. Se disfrutaban los días juntos. Era un lado hermoso de su carácter y que mucha gente no conocía. Era capaz de hacernos sonreír a todos. Tiraba chistes todos los días. Tenía una gran capacidad de divertirse con poco. Era muy cariñoso”.
Cuando llegó a Nápoles, por primera vez Maradona fue un espectador de lo que había sido su infancia. Tras dos años en una Barcelona rica y refinada, quedó impactado con la realidad napolitana: pobreza, suciedad y hacinamiento. Esa precariedad lo hacía sentir otra vez en Argentina. Aunque respecto a Villa Fiorito hay una diferencia que tal vez lo haya impresionado: los niños –antes como ahora– juegan al fútbol en rincones que se ganan en las calles, entre gente, autos y motos que se pelean cada centímetro. Nápoles es una ciudad apretada en la que no solo no hay casas sino que prácticamente no hay parques ni pedazos de tierra. “Soy hijo del potrero, vengo de la calle. Soy uno de ellos”, dijo el astro, que entró en sintonía rápidamente con la ciudad.
“Maradona en Nápoles reconoció una patria suya. Y nosotros vimos en Maradona a un ciudadano napolitano. Hubo siempre una identificación perfecta, en el bien y en el mal”, sintetiza De Giovanni, el escritor que considera que Nápoles es la única ciudad sudamericana fuera de Sudamérica.
Tras su accidentado paso por Barcelona, Maradona quedó golpeado. En España no había gozado del mismo reconocimiento que en Argentina, donde ya era idolatrado aunque recién alcanzaría el Olimpo en el Mundial de México 1986. Necesitado de afecto y demostraciones de lealtad, el astro aterrizó en una Nápoles sedienta por coronar un rey que los quitara del olvido. Tras concretarse el acuerdo con el Barcelona, Maradona dijo: “Quiero ser el ídolo de los niños pobres de Nápoles, ellos son como era yo de chiquito en Villa Fiorito”. Declaraciones como estas fueron conquistando a los hinchas, que veían un ídolo que se identificaba con ellos y descendía al infierno cotidiano para estar cerca.
La jungla en la que se metía fue evidente desde el inicio. La omnipresencia de la Camorra sobrevolaba ya antes de que Maradona se pusiera la camiseta. La primera pregunta en la conferencia de prensa de su presentación en el Napoli la hizo un corresponsal de la televisión francesa, Alain Chaillot, que quiso saber si el astro sabía qué era la Camorra y si estaba al tanto de que el dinero de la mafia napolitana estaba en todos lados. Era el eco de las sospechas sobre cómo había hecho un club menor para afrontar una transferencia anunciada en 7.5 millones de dólares y quedarse con una estrella como Maradona. Hubo revuelo y el presidente del club, enojado, expulsó al periodista. “Cuidado si alguien lo toca a Diego –dice De Giovanni–. Acá le perdonamos todo. No podríamos hacer menos. Es un aspecto fundamental de nuestra cultura”. Tal vez una de las frases que mejor define la relación del astro con los napolitanos es la que dice: “Non importa cosa hai fatto della tua vita, importa cosa hai fatto delle nostre” (“No importa lo que hayas hecho con tu vida, importa lo que hiciste con las nuestras”).
Para explicar el vínculo de Maradona con la Camorra, el escritor sostiene que el astro era un hombre “sin diafragma” que no pensaba en su autopreservación. “Su pensamiento político y civil estaba animado por el corazón, como su fútbol. Desde el punto de vista del instinto, es coherente. Es un hombre que pagó los errores cometidos con su propia piel, por haberles dado confianza a quienes se acercaron por conveniencia”. Sobre las imágenes con el clan Giuliano, dice: “Son las fotos con quien lo abrazó, estuvo cerca y le dio cariño. La confianza en un par de ojos nunca ha sido un obstáculo para un hombre de corazón. Afectivamente era frágil como una copa de cristal. Y se rompió mil veces. Tenía necesidad de ser amado y que se lo demostraran. Y murió así, con gente que se aprovechaba de él”.
Los napolitanos siguen viendo en Maradona un enviado celestial que descendió en este entramado de calles mugrientas y olvidadas del sur para hacerles probar un elixir que estaba reservado para otros: la gloria. Maradona logró que Nápoles fuera visible para quienes siempre la habían ignorado. Por todo eso, dice De Giovanni, Maradona entró en el selecto Panteón de la ciudad, como san Gennaro, el dramaturgo y actor Eduardo De Filippo y el cómico Totò: “Ningún ser humano en la historia reciente nos ha dado tanta alegría como Diego. Maradona y Napoli son dos simplificaciones de la imperfección del genio. Su muerte cambió el color del amor, no la cantidad. Pensábamos en Maradona con alegría, con fuerza. Ahora lo hacemos con ternura, nostalgia y melancolía. La relación entre Maradona y Nápoles no terminará nunca. La sinergía fue mágica”, analiza De Giovanni, gran fanático del Napoli, que tiene muy presente lo que sintió cuando murió Maradona: “Lloró toda la ciudad. Hay una sensación de no haberlo cuidado bastante. Estoy convencido de que Maradona en Nápoles hubiera estado más protegido, menos olvidado”.
Esta nota fue publicada en el Bookazine Rolling Stone dedicado a Diego Maradona que estará disponible en los kioscos de diarios y revistas esta semana.