A 30 años del estreno de la película biográfica que proyectó a Jim Morrison y la banda de Los Ángeles a otros públicos
- 8 minutos de lectura'
Disfrazado muy convincentemente de Jim Morrison, Val Kilmer se saca la camisa y comienza a moverse y a congelarse en poses sexis a pedido de la fotógrafa, disfrutando cada segundo del embriagador trance. La escena remite a la iconográfica sesión de fotos que terminaría gestando la imagen más famosa del líder de The Doors: el torso desnudo, la mirada cándida, los brazos extendidos en posición horizontal, como si estuviera inmerso en una crucifixión sin clavos ni maderas ni verdugos.
The Doors, el largometraje de Oliver Stone que permitió descubrir y escuchar a la banda a toda una nueva generación, que apenas había oído hablar de ellos, está llena de secuencias similares, reconstrucciones de instancias simbólicas que tal vez remitan a estrictos hechos reales. Pero la biopic del director de Salvador y Pelotón adquiere rápidamente tonalidades lisérgicas y alcoholizadas, como si el relato tuviera un hilo conductor central nada omnisciente: la propia cabeza explotada (de ideales, poesía, drogas y burbon) de Morrison. Ahí están, desde luego, el drama de origen, un accidente en la ruta que el niño James Douglas observa desde la ventana del auto, con un grupo de indios heridos, quizás de muerte; el armado del cuarteto y los primeros gigs en pequeños clubes de Los Ángeles; el encuentro con Andy Warhol y la cita a su frase célebre de los quince minutos de fama; los excesos y la inevitable tendencia autodestructiva. Pero por cada tilde en los casilleros de la biografía fílmica, Stone incorpora capas de exuberancia visual y sonora, como ese recital final en Miami, transfigurado en atávico ritual aborigen, o el instante en que el protagonista, infatuado ante su propia imagen en el espejo (“las chicas no quieren mi poesía, quieren mi pija”), ve cómo su rostro se transforma en una apolínea estatua griega. El dios del rock ya no se reconoce a sí mismo, convertido ante sus propios ojos en un ser de otro mundo.
Entrevistado por The Hollywood Reporter, en ocasión del treinta aniversario del estreno, Stone se refiere a su predilección por The Doors sobre bandas más populares como Led Zeppelin, además de la fascinación que siempre tuvo por Morrison. “Lo adoraba. Pensaba que era una fuerza gigantesca que se abría paso hacia el otro lado. Decía cosas que había que decir. Otros también las decían, pero era el único que se metía realmente en lo erótico. Por supuesto, también hablaba de indios, de chamanismo, pero en ese momento estábamos saliendo de los años 50, una época muy diferente. Morrison era un liberado. Como hombre era sexy y se sentía cómodo consigo mismo. Yo adoraba a ese hombre libre. De hecho, debo ser una de las pocas personas a las que realmente le gustan sus letras, que suelen ser objeto de burla”.
El cineasta venía de ocuparse de temas “importantes” en películas realistas como Nacido el 4 de julio y Wall Street, y en más de una ocasión confesó que ponerse detrás de las cámaras para The Doors fue una experiencia liberadora, no tanto recreo o distracción como un descenso en la posibilidad de la fantasía.
Más tarde, el tecladista de la banda, Ray Manzarek (interpretado en la ficción, peluca anaranjada de por medio, por Kyle MacLachlan), lo acusaría de destruir a Morrison: “Ese no es Jim, ese es un tarado. The Doors tenía que ver con el idealismo, con los años 60 y la búsqueda de libertad y hermandad. Pero la película no está basada en el amor, sino en la locura y el caos. Oliver transformó a Jim en un agente de destrucción”.
El enojo y/o el desprecio suelen ser el corolario de muchas biografías no autorizadas, en este caso guionada por el propio Stone y Randall Johnson, y basada en parte en el libro No One Here Gets Out Alive, de Jerry Hopkins, además de decenas y decenas de entrevistas realizadas al músico durante los seis años de existencia de la banda en su configuración original.
Si hay algo lujoso en The Doors es la banda de sonido: además de temas de Velvet Underground y otros grupos y solistas influyentes de la segunda mitad de los 60, las canciones de la banda de Morrison ocupan un lugar esencial en el relato. Por caso, cuando el cuarteto comienza a tener cierto éxito, poco antes de la grabación del primer álbum, Stone recrea una rendición extendida de “The End” –ese himno edípico de 12 minutos– en un pequeño recital en Los Ángeles, completa con las líneas sobre matar al padre y cogerse a la madre que, en la versión del disco, quedarían lógicamente incompletas.
La reconstrucción de época también es notable, en particular el detallista diseño de vestuario que incluye no solo a los músicos sino también amigos y parejas, comenzando por Pamela Courson, la eterna compañera de Jim, interpretada por Meg Ryan. Por momentos sobrevuela la sensación de que hay algo cursi en la manera en la que la película presenta ese pasado idílico –con sus paraísos y también los infiernos que los complementan–, pero el resultado final es tan calidoscópico y excesivo como un viaje de peyote en medio del desierto. Stone utiliza aquí por primera vez ciertos recursos que volverían recargados en títulos como Asesinos por naturaleza, con algunos cambios de formato (del 35mm en pantalla ancha al casi perfecto cuadrado del 16mm), reservándose además un pequeño cameo en una escena temprana. Allí puede vérselo fugazmente como un profesor de estudios cinematográficos de la Universidad de California, donde el joven Jim estudió con la intención de seguir ese camino, antes de optar por una vida mucho más bohemia en las calles de Venice Beach. El punto de ignición, el encuentro de Jim y Manzarek, el bautismo de la banda gracias a una cita de Aldous Huxley de otro autor, William Blake. El inicio del breve e intenso viaje.
¿Es la historia de Morrison y, por extensión, la que cuenta The Doors, una tragedia? Depende del punto de vista. El guion le dedica bastante espacio a la relación del cantante con la escritora y periodista Patricia Kennealy, una de las primeras críticas musicales dedicadas al rock. Stone declaró tiempo después que el personaje de Patricia es en realidad un híbrido creado a partir de varias amantes de Morrison, reconvertida en la ficción en una suerte de espejo femenino del protagonista, al mismo tiempo inversión oscura de Pamela.
El interés de Morrison por lo oculto es graficado en un coqueteo temprano con el vampirismo real (esto es, el consumo de sangre humana) y una ceremonia de casamiento ligada a las tradiciones del paganismo celta. Más tarde, el encuentro entre las dos mujeres durante una fiesta hogareña termina en chispazos, gritos y un cuchillo demasiado cerca de los involucrados. A partir de ese momento, la muerte acecha a los personajes centrales y un juego suicida anticipa la incógnita nunca revelada sobre la muerte de Morrison: ¿paro cardíaco, sobredosis o asesinato, como afirman algunas teorías conspirativas? A la película, afortunadamente, no le interesan esas elucubraciones, concentrada como está en el viaje interior del personaje y de este como símbolo de una era que llegaba a su fin –los 60, con sus ideales libertarios, tanto en el terreno social como en el personal– y el inicio de otra, con las experiencias frustradas como pesado morral y el cinismo a flor de piel.
Rolling Stone también conversó con el cineasta para el estreno de The Doors, en marzo de 1991. En esas páginas, el director confirmaba su interés por destacar los aspectos más extremos del homenajeado. “Me gustaría creer que se fue con una sonrisa. Le gustaba y lo disfrutaba, porque estaba enamorado de la experiencia de la muerte. Deseaba experimentarla y lo hizo. Pasó todos los límites con el sexo, con toda clase de drogas. También rompió la ley, que creo fue lo que más lo lastimó: el juicio lo dejó exhausto al tiempo que lo hizo más consciente del triunfo inevitable de la ortodoxia. Y creo que también quebró el concepto del éxito. Porque lo tuvo, y durante un tiempo fue Dios en la tierra, pero tuvo todo lo que quería y terminó aburriéndose. Creo que se enamoró del fracaso y por ello muchas veces hacía el ridículo en público. Quería ser un maldito estúpido, quería ser odiado”. Luego del juicio por exhibición impúdica y otros disturbios y la grabación de L.A. Woman, Jim y Pamela se instalan en París. The Doors, la película, no se detiene demasiado en ese prometido descanso con final inesperado: casi de inmediato Meg Ryan ingresa al baño donde yace el cuerpo sin vida del protagonista. Como solía decir el Morrison real –mitad en broma, mitad en serio–, estaba destinado a ser “el número tres” después de Hendrix y Janis Joplin. Y así fue: el 3 de julio de 1971 James Douglas Morrison ingresó al Club de los 27, cumpliendo la más extraña autoprofecía.
Stone lo despide con un paseo en steadicam por el cementerio del Père-Lachaise parisino, donde su tumba sigue siendo hoy un lugar de peregrinaje, donde las flores y las botellas de whisky pelean por un lugar junto al mármol. El mito Morrison nunca se detuvo. La película no hizo más que reavivar ese fuego seminal encendido hace 55 años.