Cómo la actriz Romina Escobar logró reescribir su propia historia de vida
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Can’t run from myself, there’s nowhere to hide (no puedo huir de mí misma, no hay donde esconderse) son dos de los versos de “I Have Nothing”, la canción que Whitney Houston popularizó a principios de los noventa e inmortalizó en imágenes a través de su papel en El guardaespaldas. Unos años después, en el mítico boliche porteño Morocco, esas palabras resuenan. Sobre el escenario, Romina Escobar interpreta el cover mientras, aunque nadie lo sepa, se cuela su propia historia.
“La actuación estuvo en mi vida desde siempre. Desde niño jugaba a actuar. Miraba películas y novelas, escribía mis propios libretos y los actuaba frente al espejo”. Era mediados de los ochenta, y entre reflejos y juegos, Romina descubría más que una vocación. “Aunque era un niño todos los personajes que interpretaba eran femeninos. Me encantaban las villanas o ser la protagonista. Esos eran mis juegos. Como era hijo único, jugaba sola y me permitía, me daba las licencias de hacer lo que quería”. Era otra época, todavía no existía Internet y poco –nada– se sabía de las niñeces trans.
“Después en la adolescencia me di cuenta de que querer representarme siempre como una mujer trascendía el juego”. Entonces había pocos canales en la tele y en las ficciones reinaban las dicotomías: pobres y ricos, buenos y malos, heroínas y villanas, legítimos y bastardos, amados y desgraciados... A pesar del binarismo que proponía la educación y la familia, Romina quería otra cosa. Y aunque fuera difícil, no hubiera donde esconderse ni cómo huir, se propuso lograrlo.
“Me fui de mi casa antes de terminar la secundaria. Ahí abandoné todo porque decidí ser quien quería ser. Era otra época, otro tiempo, otra sociedad y era todo mucho más difícil. Ahora está el cupo laboral trans, pero antes nadie te aceptaba para un trabajo. Yo tampoco era trans en ese momento. Estaba buscando mi horizonte. Por eso decidí irme: no encajaba”.
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Para oficializar el nuevo comienzo, Romina quiso rebautizarse. “En los noventa, cuando empezaba a transicionar y a vestirme de mujer para ir a bailar, necesitaba un nombre. No sabía cuál ponerme. En un momento quise que fuera Carla, pero mis amigos me decían ‘lo elegiste porque te llamás Carlos’. Pero no, era porque me gustaba. Pensando en otro se me ocurrió Romina por [Yan] la de Jugate conmigo: yo miraba el programa y cantaba las canciones. Quedó”.
Al principio no fue tan fácil: “Por ahí me daba vergüenza en ese momento y decía que me llamaba Ronnie. Es que yo vivía cerca de la Bond Street, entonces había gente que me veía los fines de semana como Romina pero durante la semana yo era un chico que iba al colegio secundario. Iba al Bermejo en esa época. Me preguntaban: ‘¿Te digo Romina?’ ‘No, mejor Ronnie’, les decía para poder acomodarme”.
Con el paso de los años, Romina Yan se convirtió, a través de su personaje en Chiquititas, en una madre sustituta amorosa y angelical que conquistó a toda una generación a través de la pantalla. Un aura que nuestra Romina anticipó y por el que dejó cautivarse. “Y después lo que le pasó, que falleció tan temprano... Me crucé con mucha gente que la conocía de cuando trabajaba en el canal. Me contaban de su luz y ahí me gustó más tener su nombre”.
La Escobar se crió en Barrio Norte. Su papá era encargado de un edificio en Juncal y Callao. Su mamá se fue cuando tenía cinco años. No se volvieron a ver hasta hace unos años, cuando Romina la buscó por el padrón electoral. Entonces recuperaron el trato. Solo por un tiempo. “No me acepta y está bien. No todo el mundo me tiene que querer. Es loco pensar que una madre no te acepte, pero bueno, qué sé yo”. Aunque es triste lo que cuenta, sus ojos no dejan de brillar. Sin resignación. Como si ya hubiera digerido ese dolor. Como si un dolor así pudiera digerirse.
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De adolescente, Romina solía circular por el corredor –que aún llama con cariño y picardía Santa Gay– de la avenida Santa Fe a la altura de Pueyrredón, en el que había muchos boliches del palo, pero pocas chicas trans. “La mayoría trabajaba como prostituta más para el lado de Palermo”. Aunque ese parecía un camino difícil de evitar para una chica joven de su condición, logró esquivarlo gracias al salvoconducto de subirse a los escenarios.
“Empecé a trabajar en discotecas under gays. Fui reina de Bunker, aunque no me alcanzaba lo que ganaba. Me fui a vivir a lo de una compañera de la secundaria en La Boca, pero sentía que molestaba. Entonces, un par de noches me fui a la estación de Retiro con mis bolsos y hacía como que esperaba el colectivo. Hubiera sido lo mismo ir a una plaza, pero sentía que así estaba más protegida: no parecía que estaba en situación de calle”.
Luego conoció a quien llama su madrina: Diana Diet, una persona trans que trabajaba en dos discos de moda de la época: Morocco y El Dorado. “Ella me llevó a vivir a su casa. Hacía shows a la hora de la cena y de a poco empezó a meterme: mientras ella se cambiaba entre cuadros, yo hacía de soporte. Esa fue la primera vez que me subí a un escenario con público. Me acuerdo que estaba haciendo playback de ‘I Have Nothing’ y me temblaban las piernas. Pero sentir el reflector en la cara, ese calor del tacho de luz, fue una sensación muy placentera, un flash”. El abrigo de la escena.
Morocco, en el microcentro, fue una disco emblema de los primeros noventa. Ecléctica, reunía jet set local con movida under, condimentado con muchos brillos y extravagancia. Para Romina, estar ahí era superextraño y fascinante a la vez: “Iba mucha gente de los medios, de la farándula. En la mesa de primera fila estaba Susana Giménez, en ese momento con Roviralta, Gino Bogani, Teté Coustarot. Miraba más atrás y estaban los Soda Stereo, gente de MTV... vivía la biblia y el calefón, algo muy almodovaresco: hacía un show para gente que admiraba, pero la plata no me alcanzaba para vivir ni una semana [ríe]”.
Ya decidida a convertirse en actriz, se anotó en la escuela de Roxana Randon, la mamá de Leonardo Sbaraglia. “En ese momento, ya estaban Cris Miró y Flor de la V en los medios, pero la sensación era que ellas eran únicas, así que dije: ‘Voy a apostar a estudiar mientras llega el momento’. Estuve siete años con ella [Randon]. Fui la primera persona trans en su escuela y antes de empezar me preguntó cómo quería ser tratada”.
En ese ambiente teatral y bohemio, Romina sintió cobijo y armó un grupo de amigos. “Cuando al fin logré juntar la plata para alquilar mi primer departamento, no podía hacerlo a mi nombre, así que una compañera de teatro me dio su documento. Estaba harta de vivir en una pensión. Ella firmó el contrato de alquiler por mí. Al año y medio se rompió una cañería y el dueño me conoció. Le conté la verdad y le expliqué que lo había hecho porque sentía que era la única posibilidad. Pensaba que iba a tener que irme, pero él me dijo que como en el edificio nadie se había quejado podía quedarme. Cuando hubo que renovar el contrato, lo hicimos a mi nombre, todavía con mi DNI viejo. El tema es que cada seis meses me aumentaba para resguardarse porque no tenía garantía. Viví ahí seis años, pero después me tuve que ir. Siempre hay cosas en contra con nosotras”.
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Las vueltas de la vida hicieron que en la escuela de Randon compartiera clases con Gonzalo Heredia, el galán de la tira de El Trece La 1-5/18: Somos uno, donde Romina interpretó a Coca, una manicura del barrio. Pero antes del prime time, hubo un largo camino ligado a los escenarios: durante su primera adolescencia estudió en el Instituto Vocacional de Arte. Y antes, en la escuela primaria, participó del coro de su colegio, asistió a clases de danzas folklóricas y siempre era la primera en la lista para participar de los actos escolares. Después vinieron las obras de teatro en cooperativa y los cortos de estudiantes de cine hasta que en 2010 José María Muscari la eligió, a través de un casting, para formar parte de uno de los elencos de Feizbuk, un obra con siete versiones y funciones cada una de las noches de la semana. Luego llegó su debut cinematográfico con un pequeño pero digno papel en Mía, de Javier Van de Couter. Con Camila Sosa Villada, Maite Lanata y Rodrigo de la Serna, esa fue una de las primeras películas nacionales en tratar el tema de la diversidad con equilibradas cuotas de realismo, ternura y magia.
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En 2011, un nuevo hito en su vida: el cambio de DNI. Lo obtuvo, junto a otras cinco personas trans, a través de un amparo que facilitó la organización 100% diversidad. Todavía no había sido promulgada la Ley de identidad de género (recién ocurriría en mayo de 2012), pero la jueza María Elena Liberatori falló a favor del derecho demandado. “Fue muy emocionante. La jueza nos dijo que el fallo venía a sanar un poco tantas heridas, tantas cosas que nos faltaron durante mucho tiempo [se le quiebra la voz, la emoción vuelve]... reparar un poco el daño que vivimos. Conozco gente que se dejó morir para no ir al hospital por miedo a que le digan Juan Carlos Pérez en la sala de espera. Me acuerdo que para ir a votar esperaba a última hora para evitar las miradas o entraba corriendo haciéndome la apurada, con buzo gigante y gorra [ríe]. Cuando por fin tuve el DNI, tenía muchas ganas de mostrarlo, pero ya nadie me lo pedía [ríe]”.
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A Romina, el presente la encuentra activa: circulando por los pasillos de los nuevos estudios de Polka en Don Torcuato, compartiendo escenas con Roly Serrano o Agustina Cherri. Además, por su trabajo en Nosotros nunca moriremos, película de Eduardo Crespo que se estrenó en el Festival de San Sebastián (y se puede ver por Flow) y donde interpreta a una mujer cis, fue nominada al Premio Cóndor como Mejor Actriz Protagónica, compitiendo con Rosario Bléfari, Rita Cortese, Liliana Juárez, Valeria Lois y Cecilia Roth.
Sobre cómo llegó Romina al proyecto, Crespo cuenta: “En la búsqueda de actrices para el personaje de esta madre que vuelve al pueblo a reconstruir la vida de su hijo que acaba de morir, buscaba una actriz amorosa y muy contenedora. Inmediatamente se me vino a la cabeza Romina, con quien ya había trabajado. Al principio tuve dudas: no sabía si le gustaría interpretar un papel de una mujer sencilla. Eran temores propios porque cuando se lo ofrecí estaba muy contenta de que fuera un rol distinto. Es que no hay muchas posibilidades para los actores y actrices trans. Están encasillados. La recepción de su perfomance fue muy buena. Hay que dar esos pasos, hay que dar lugar porque estamos en 2021 y hay que animarse”.
Crespo no se sorprendió ante la nominación. Para él, “hay algo de la experiencia en la vida de Romina, de todo lo que ha pasado y también de su experiencia laboral, porque trabajó mucho, como actriz y en otras cosas también, que carga al personaje de la madre de una sensibilidad particular”.
“El cariño y el amor que Romina despliega a su alrededor, tanto en el rodaje como en la pantalla, aparecen en la película, que se trata de una madre que deja de lado un dolor muy profundo y personal para entregarse a los demás –agrega Crespo–. Y esa entrega Romina la pudo hacer carne en su interpretación a través de un tono sutil, gestos mínimos y un trabajo interno consciente”.
La sonrisa gobierna el rostro de Romi y no es para menos: “Estaba emocionadísima, supercontenta. Me hubiera gustado ganar el premio. No voy a pecar de falsa modestia”. Antecedentes para triunfar no le faltaban: con su primer protagónico en pantalla grande, la adorable Tania de Breve historia del planeta verde, del dramaturgo, escritor y director Santiago Loza, viajó al Festival de Cine de Berlín en 2018 y al año siguiente obtuvo el Cóndor como Revelación Femenina.
Al parecer, tal como mostraban las novelas que Romina miraba aun cuando todavía nadie la llamaba así, los sueños se pueden hacer realidad. Sobre todo si uno enfrenta sus deseos y, como cantaba la Houston, no huye ni se esconde.