Detrás de escena, los músicos del género sobreviven sin derechos laborales y mal pagos: así es la brecha entre los dueños y los trabajadores que la pandemia profundizó
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Una fila de algo más de 100 metros crece a medida que más y más gente se suma a la espera para entrar a uno de los principales clubes cuarteteros de la ciudad de Córdoba, el Estadio del Centro. Se escuchan gritos, risas y algún que otro “agite” entre barras de amigos. El clima es de expectativa. Quienes hacen la fila, quienes estacionan sus autos y quienes llegan en colectivo o taxi, solo quieren una cosa: bailar hasta el amanecer.
Esta escena es difícil de ver en estos tiempos que corren. A mediados de 2021, “el Estadio” –como se lo conoce– parece detenido en el tiempo. Sus luces están apagadas y su fachada permanece inerte. No hay carteles de próximos espectáculos ni colectivos con músicos y equipos estacionados en la vereda. Son las secuelas de un año y medio de pandemia: de bailes a los que iban entre 3.000 y 8.000 personas se pasó a nueve meses de inactividad y luego a fechas con capacidades controladas por protocolo de entre 300 y 500 asistentes sentados, y no hubo más “baile” en el sentido más literal. Las restricciones más severas a partir de abril de este año redujeron a cero la posibilidad de hacer presentaciones hasta mediados de julio, cuando volvieron los shows con aforo. Lógicamente, las grietas empezaron a verse. Sesionistas y otros trabajadores del rubro (choferes, asistentes, técnicos) tuvieron que buscar alternativas. “Hay bandas que siempre fueron grandes orquestas, como Trulalá, que ahora reducen músicos. En general todos tuvieron que achicarse”, dice Dahyana Terradas, periodista especializada y responsable editorial del sitio Cuarteteando.com, sobre el impacto de estos nuevos formatos y de un calendario muy reducido. “Había grupos que hacían cinco shows por semana todo el año. ¿Cómo resiste la banda que tenía 15 personas en escena y 50 de staff?”. La respuesta a la pregunta de Terradas es el punto de partida de nuevos problemas: no hay forma de sostener ese complejo engranaje sin achicar costos, revisar números o, incluso, reducir las fuentes de trabajo.
Como en la cumbia santafesina o en la llamada “movida tropical”, en el circuito de la música característica de Córdoba –que expande su zona de influencia a La Rioja, Catamarca, San Juan o Santiago del Estero– los integrantes de las bandas dependen de aquellos que toman las decisiones. En una exhaustiva etnografía convertida en el libro Músicos, mujeres y algo para tomar (Ediciones Recovecos, 2008), el antropólogo Gustavo Blázquez explica sintéticamente la estructura habitual de todo grupo de cuarteto con cierto renombre: “Cada conjunto está formado por un empresario propietario de los instrumentos musicales, de los equipos de sonido, de los medios de transporte y del ‘nombre de fantasía’. Este ‘dueño’ o empresario capitalista recluta distinta fuerza de trabajo en un mercado formado principalmente por conocidos y conocidos de conocidos”. Blázquez se refiere tanto a los asistentes, quienes cumplen funciones diversas, como a los artistas, que ocupan el escenario e interpretan la música.
“Para los artistas, los bailes representan la principal fuente de ingresos económicos y para los ‘asistentes’ y otros técnicos, la única. Esta situación es recordada por distintos ‘dueños’, quienes suelen comentar la cantidad de familias que dependen (‘comen’) de ellos”, amplía Blázquez, señalando el verticalismo presente en una industria en la que un puñado de agentes controla casi todo. En 2016, en un artículo del diario La Nación, la periodista Gabriela Origlia precisaba que los 15 artistas principales del género se repartían entre cuatro dueños, asociados en cada caso con los cantantes –o las caras visibles de los proyectos– y con algún otro productor. Hoy el escenario es similar. Marcos Farías y Maximiliano Marinaro comandan los destinos de los proyectos más populares, a los que se suman algunos históricos que tienen estructuras propias pero la misma modalidad de empleo: músicos contratados con un ritmo de trabajo y vinculación que se parece mucho a la relación de dependencia. Ellos están acostumbrados. Una de las reglas implícitas en este submundo es que se trabaja mucho y se cobra lo que disponen los patrones. Y a quien no le guste, que busque otra cosa.
Actualmente, los mayores exponentes del cuarteto cordobés son La Mona Jiménez, Ulises Bueno, Q’ Lokura, Damián Córdoba, Dale Q’ Va, Sabroso, Trulalá, La Fiesta, La K’onga, Banda XXI y La Barra. Salvo algunas excepciones, quienes integran esas bandas saben que su trabajo está mal pago y que ellos son el eslabón más débil de la cadena.
“Existe mucho miedo en los músicos, sobre todo en los más nuevos. Porque no tienen peso, porque recién empiezan, porque quieren estar en una banda grande”, explica el bajista Pablo Zárate. En realidad, ese no es su nombre ni el instrumento que toca. Aunque brinda su testimonio, prefiere no exponerse después de varias situaciones vividas, incluyendo presiones de exjefes y juicios laborales en curso. “Preguntales a los músicos de la mayoría de las bandas, sin que nadie los esté presionando, quién está conforme con lo que le están pagando”, desafía sentado en un bar del centro de Córdoba.
Con el nombre que se lee en su DNI, Zárate figura en los créditos de varios discos de algunos de los artistas arriba mencionados. Fue parte de dos de esas bandas y actualmente toca en una agrupación de menor perfil. Apenas pasados los 40, hace más de tres décadas que vive la trastienda y los pasillos del cuarteto. Desde que era niño, y por vínculo familiar directo con ese estilo de vida, se acostumbró a viajar, a tocar y a hacer de la noche su día a día. Hoy, después de varias experiencias desgastantes, no puede más. Sigue tocando porque ese es su oficio, pero le resulta cada vez más difícil sostener a su pareja y a sus dos hijos. “Somos presos del miedo y de la situación económica del país. Uno agarra porque somos músicos y preferimos trabajar de esto”, dice.
“Los dueños de las grandes potencias se manejan de esta manera: mal”, asegura Zárate. Luego de contar los vaivenes de su carrera y su paso por más de una decena de proyectos, la conclusión es una sola. Ser músico de cuarteto es ajustarse a las reglas (y los modos) que impone el dueño de cada banda. En un rubro en el que las formaciones cambian de manera regular y abundan los aspirantes a ese universo que promete noche, escenarios, viajes y todo tipo de experiencias, se hace difícil reclamar. La posibilidad de negociar mejores condiciones salariales es un derecho que tienen muy pocos, como los directores musicales de las bandas o algún instrumentista (generalmente los de viento) que se sabe irreemplazable. No hay demasiadas opciones. Los dueños de los principales artistas también están vinculados a boliches, estudios de grabación, productoras y medios. Sin el visto bueno de alguno de ellos es imposible ingresar a ese circuito cerrado que es el ambiente cuartetero.
En el verano de 2020, durante la que solía ser una de las temporadas con más compromisos en la agenda, el grupo en el que tocaba Zárate no paró de facturar. Según su testimonio, los cantantes del proyecto –socios del dueño de la banda– se llevaron cerca de 14 millones de pesos por dos meses de trabajo y unos 20 shows. En su caso, esa cifra fue considerablemente menor: antes de que la actividad se cortara en marzo de 2020, el músico cobraba 2.300 pesos por cada actuación. Algunos de sus compañeros, entre 1.500 y 1.800.
La situación que denuncia en primera persona Zárate es confirmada como realidad sectorial por David Albano, secretario general del Sindicato de Músicos de la provincia de Córdoba. “El cuarteto tiene más de 75 años como música bien propia del lugar y no tiene un ordenamiento de lo que es el trabajo”, explica el dirigente sindical. “Es una industria que necesita regularse”, plantea.
“Las industrias culturales de la región viven una situación de precariedad, con mucha gente trabajando en negro”, corrobora Carli Jiménez, hijo de “La Mona” y responsable detrás de la producción general de cada uno de los movimientos de su padre. “Hoy es necesario tener regulado todo con los músicos. Era una materia pendiente. Cuando mis viejos arrancaron con esto, eran familias que hacían espectáculos”, resume el también músico, dando cuenta de un legado en el que se mezcla la negligencia empresarial con los códigos propios de un circuito acostumbrado a trabajar sin papeles. “En el cuarteto, todos los subsidios que se han dado a nivel nacional no los ha podido cobrar absolutamente nadie”, acota Jiménez en relación a medidas paliativas como el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP) o el Programa de Recuperación Productiva (REPRO). “No conozco a ningún colega que los haya recibido por todos estos motivos”.
“Todas las bandas tienen notas características de lo que es un contrato de trabajo. Se sabe claramente quién es el empleador. Es el que te dice a qué hora tenés que venir, a dónde tenés que ir a tocar, qué tenés que tocar, cómo vestirte y qué hacer en el escenario. Es como cualquier otro trabajo”, ejemplifica Albano. Frente a esa realidad inobjetable, a lo largo de más de dos años el Sindicato de Músicos realizó entrevistas con diferentes músicos del sector. “Citamos a músicos del 80% de los grupos”, afirma su secretario general. El escenario que pudieron reconstruir es la degradación de una forma de vínculo laboral que, décadas atrás, tenía otros estándares. “Cada baile se pagaba por la suma del valor de tantas entradas. En los 90 se pagaban 20 entradas: Chébere y La Mona, 22; y el que menos pagaba, 15”, resume el representante gremial en relación al cálculo promedio del jornal que se llevaba cada músico 25 o 30 años atrás. Hasta marzo de 2020, algunos de los principales referentes del género –Damián Córdoba o Ulises Bueno, según señala Albano– les pagaban a sus sesionistas el equivalente a tres entradas por presentación.
A partir de los datos aportados por los trabajadores, el organismo elaboró una propuesta de Convenio Colectivo de Trabajo en la que se reconocen, entre otros derechos básicos, una jornada laboral estipulada (incluyendo actuaciones y ensayos), vacaciones, horas extras y descanso obligatorio. Aunque pretende regular un escenario que todavía no se ha recuperado, la iniciativa supone un movimiento inédito. Gracias a la insistencia de las tratativas, a comienzos de 2020 el Ministerio de Trabajo de la Nación fijó la necesidad de llegar a un acuerdo entre trabajadores y empleadores. En agosto de 2021, la Cámara de la Industria de Espectáculos y Afines (CIEyA) tomó el lugar de contraparte y se firmó la mesa paritaria, que deberá discutir el convenio. Desde el sindicato esperan que más actores se plieguen al diálogo. “Se va entendiendo que hace falta un ordenamiento”, precisa Albano, quien ve un cambio de actitud en algunos empleadores pero advierte: “Los que no se acerquen a negociar van a quedar atrapados. Una vez que el Ministerio lo aprueba, es ley. Y vale para todos”.
A comienzos de 2021, el hermano de Rodrigo admitió que el parate de la pandemia le permitió bajar un cambio. “Yo en 2019 trabajaba de martes a domingo porque en 2018 era de lunes a lunes y pedí descansar al menos un día”, recordaba Ulises Bueno en una entrevista con La Voz del Interior, dando cuenta en primera persona del ritmo frenético que tenía su agenda, que llegó al récord de 28 presentaciones en un mes. “Yo estoy en carrera hace 20 años y me perdí muchas cosas. Cuando frenás, te das cuenta de muchas cosas a las que no les prestaste atención, no disfrutaste, no compartiste o no viviste”, reflexiona el artista que llenó diez Luna Park y ha viajado de punta a punta –y varias veces– por el país en plan de gira.
Aunque el de Ulises es uno de los ejemplos más exitosos en el género, un ritmo de cuatro o cinco presentaciones semanales, y al menos dos o tres de ellas fuera de Córdoba, era hasta hace poco el modelo de negocio ideal para un grupo de cuarteto. Con un calendario de presentaciones así, se vuelve prácticamente imposible que un sesionista sostenga otra fuente laboral con cierta estabilidad. Los viajes, el trabajo nocturno como norma y las condiciones en las que se realiza contribuyen a generar un clima que termina asfixiando a los músicos del rubro.
“Todas las partes son importantes, la cadena es un juego de eslabones. Pero hay un primer eslabón fundamental: si no hay música no hay nada más. Tenés una gallina que te da huevos de oro; si vos no le das de comer y la mantenés, esos huevos van a ser cada vez de peor calidad”, ejemplifica Albano. Según cuenta, durante los primeros meses de pandemia varios músicos se acercaron al Sindicato para solicitar algún tipo de asistencia. Algunos de los dueños de los grupos de cuarteto aprovecharon la falta de regulación para desentenderse de sus responsabilidades como empleadores.
“Cuando vos sos un trabajador con determinada asiduidad y lo hacés por 20 años con el mismo empleador, tres veces por semana, sos empleado de”, resume el dirigente sindical. Ese es el principal argumento detrás de un convenio que pretende regular una situación que hasta marzo de 2020 era recurrente: músicos con ritmo de trabajo constante sin el reconocimiento explícito de sus derechos como trabajadores. “Nosotros queremos que el músico se pueda jubilar como músico, con sus aportes, que pueda planear su vida y sepa que el mes que viene va a cobrar como mínimo esto”, explica Albano. “También el músico tiene una familia, quiere tener una casa, quiere sacar un préstamo, quiere tener un auto y poder pagarlo”.
Esa comparación tiene que ver con la precariedad con la que conviven los músicos del rubro, y que los lleva a disimular sus discrepancias con las decisiones y los modos de sus patrones. Asociarse colectivamente, tener algún tipo de representación gremial o pretender sindicalizar la discusión salarial son todas acciones que no están contempladas en la lógica de la mayoría de los dueños. “El medio es muy complicado. Si se enteran de que estuviste en el Sindicato, o que sos afiliado, te vas”, precisa Albano. Zárate lo deja en claro con una situación hipotética: “Hoy vos convocás una marcha en contra de los empresarios y vas a ver cuántos aparecen. 15 y no sé si me sobran. Los otros no vienen por necesidad, por obligación, por presión, por miedo. Estamos laburando con temor. Necesitamos que el músico empiece a tener más confianza y se acerque”.
Varios meses antes de la pandemia, Pablo Zárate se acaba de bajar del colectivo. Aunque durmió de a ratos, está agotado y quiere volver a su casa, pero todavía no le pagaron. Estuvo de gira el fin de semana. Viajó a Catamarca y La Rioja, como tantas otras veces. En la capital riojana fueron dos noches consecutivas en un gigantesco boliche en el que entran más de 10.000 personas, pero a él le da lo mismo. Mientras espera su pago, Zárate mastica la bronca con el ceño fruncido y los ojos rojos del cansancio.
Horas antes, él mismo vio cómo parte del equipo que trabaja con la banda subió al ómnibus tres bolsas de consorcio negras y de las grandes, hasta el tope. Aunque no sabe a ciencia cierta qué había adentro, puede imaginárselo. Ahí, entre los instrumentos y los cuerpos estampados contra las butacas, también viajó la recaudación del baile. De esa plata, los músicos verán apenas una mínima parte, siempre fija, sin muchas posibilidades de ajuste. Mientras corren los kilómetros, Zárate le da vueltas a la misma idea una y otra vez. ¿Qué pasaría si él y sus colegas se unieran en un mismo reclamo? ¿Acaso podrían seguir los bailes sin ellos? “Si paráramos todos, se les viene la noche a muchos”, piensa. Se imagina a los cantantes preocupados por conseguir las pistas de los temas y por sumar a un tecladista que les haga el aguante. “No va a ser lo mismo, no van a tener músicos sobre el escenario”, se convence. La conclusión que repite una y otra vez en su cabeza es una sola: “Hay que empezar a destapar la olla y mandarlos al frente”.
Este artículo fue publicado en la edición de septiembre de 2021 de Rolling Stone Argentina.