“Palo Pandolfo reinventó el rock argentino”, define Dacal sobre el músico fallecido en julio de 2021
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A todo cantor deberíamos despedirlo cantando. Es sabido que las almas, después de los últimos suspiros, tienen al sonido como última conexión con el mundo de los vivos. Siguen oyendo ese latido de la tierra. Lo escuchan. Escuchan las melodías que los embriagaron. Y si en su paso por esta zona imprecisa, llamada realidad, se dedicaron a inventar una música para las palabras que imaginaban, serán esos versos cantados su mayor comunicación hacia este lado de la existencia. Palo Pandolfo tenía una fecha en Morán, así de corrientes eran los días. Dos semanas después de su caída reinventaría una vez más su repertorio y allí estuvimos para recordarlo. Hablamos un poco y dimos paso a las canciones, con un micrófono abierto que me tocó inaugurar. Después me acodé en la barra, salí a la vereda y encontré una auténtica celebración callejera. Como en aquellos recitales de los 90 cantamos todo a los gritos. Seríamos nosotros, ahora, los que elevaríamos la voz. Es también un proyecto estético, desordenar los sentidos para encontrar la gracia. Ni hablar ni cantar: dejarse poseer por las emociones, que alteran todo a su paso, para liberar en la boca del sonido esa pasión desenfrenada. Ni la voz sale indemne ni la garganta intacta pero el cuerpo, a pesar del esfuerzo, se tonifica. Expulsa a los malos espíritus así como mantiene en su campo gravitacional a esas figuras que lo vuelven único: la melodía en los ojos, las luces en los oídos y veinte pájaros en el sombrero.
Palo reinventó el rock argentino. Como Fito Páez, o Daniel Melero, arrimó algo nuevo al fogón. Algo que no estaba en la Buenos Aires de los 80: el apasionado canto criollo. Asimiló sus ancestros y se reconoció poseído por el espíritu afropampeano. Pero aquella estirpe, con la opresión que Palo veía sobre su cabeza, estallaba con la fuerza de un imperio: el Parakultural. Cantaba como actuaba Urdapilleta: daba miedo. Como hubiesen cantado Roberto Arlt o Néstor Perlongher, de haberlo hecho. Como Melingo toca el clarinete y Páez el piano: merodeando, con paso canyengue y amenazante, alrededor de una melodía sencilla. Solo que la melodía, en su caso, por momentos se rompía y daba paso al aullido. El grito interminable de la naturaleza, que escuchó Edvard Munch sobre un puente de Noruega, es el que se decidió a encarnar. En eso nadie le llegó a los talones.
Una canción es también un sonido y el sonido de Palo fue un grito, en algún punto equidistante entre las teorías de Arthur Janov y las exploraciones de Nick Cave o Tom Waits. También escribió canciones hermosas, qué duda cabe, y muchas de ellas no tienen ningún grito que las acompañe. Pero su grito, así como la polifonía en García o el complejo sonoro en Sumo, es lo que las hizo únicas. Íbamos a verlo gritar. ¿Quién va a gritar por nosotros ahora? Esperábamos por su alarido, mucho más fuerte que el que podíamos dar en nuestra casa vacía. Porque no solo era desprejuiciado y valiente, que lo era, sino que disponía de unas cavidades y asperezas que estaban mucho más allá de lo usual. A ese gesto estilizado lo volvió mueca, requiebro, impostura, gracia y estilo. Lo reconfiguró hasta extraer su propia perla: esa entonación ondulante y danzarina que rearmaba, con los embates de su expresión, un nuevo escenario para los sentimientos.
En el piso canté la primera canción para Palo, en algún salón del siglo pasado. Me pasó la guitarra y me dijo a los ojos: “Quiero que ahora cantes vos”. nos habíamos conocido en la Giralda, pocas semanas atrás, cuando irrumpió con el comando literario para leer lo que nadie lee. Diez años más tarde volvimos a encontrarlo. Venía desde lejos, atravesando su desierto, y tenía un millón de historias que contar. El lenguaje lo sustraía de la realidad para abrir ese hiato temporal en el que entrábamos como en un agujero negro. Liberaba la palabra a una improvisación sin red. Podía perderse. Podía fallar. A veces se encontraba del otro lado, después del trance, y el ambiente parecía extrañado. él mismo se sorprendía en cada viaje. Atravesaba el tiempo. Visualizaba. A los treinta años parecía un intelectual revolucionario del siglo XIX, a los veinte un obrero de fábricas inglesas, a los cuarenta un granjero. Y últimamente, después de la transformación, se había alisado el pelo y parecía un pájaro. un águila de trueno. un cóndor color cobrizo.
Su voz no perteneció a ningún lugar porque inventó una patria diferente. la noche nos invitó a recorrerla, caminamos hasta la plaza de Parque Chas y encendimos un fogón. Don Cornelio, esa bebida fermentada que los años ponen más fuerte y brumosa. los visitantes de la fuerza suave en la hermandad del ritual. la estrella primera nos iluminaba, junto a las hamacas. Para los cancionistas Palo fue un gurú, para los rockeros un mito y para los tangueros un salvaje. Seguí sus pasos, cuando salí a recorrer el país, y en cada pueblo encontré su huella fresca: ¿Sos amigo del Palo? Acá vino y la rompió: aguante el Palo.
El buen chamán establece su conexión con lo absoluto, junto a la tierra y sus misterios. Sentados entre ruinas circulares, en Buenos Aires, lo invocamos bajo un cielo protector. Se acercó un policía para guiñarnos un ojo. Un vecino, con sus hijas, nos pidió una canción. Al final dijimos nuestros nombres y nos fuimos todos juntos. Nosotros. ¿Quiénes éramos nosotros? ¿Quiénes seremos mañana?
Este artículo fue publicado como parte de la producción de tapa de la edición de septiembre de 2021 de Rolling Stone Argentina.