El baterista, fallecido en enero de 2020, era el intelecto autodidacta detrás de las letras filosóficas y cerebrales de Rush
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A tan solo 10 meses de su merecido retiro, Neil Peart empezó a sentir que había algo mal. Por empezar, las palabras eran un problema. Peart, un tercio de Rush, el grupo de Toronto, Canadá, era uno de los bateristas más adorados. Descargaba su talento de otro mundo sobre baterías que se volvían cada vez más grandes para abarcar cualquier posibilidad percutiva que hubiera imaginado el ser humano. Para las giras de Rush, antes de los ensayos con la banda, practicaba solo durante semanas para asegurarse de poder replicar sus arreglos. Tenía los brazos musculosos y las manos llenas de callos. Pero también era el intelecto autodidacta detrás las letras filosóficas y cerebrales de Rush, y autor de numerosos libros, en especial memorias mezcladas con diarios de viaje en motocicleta, todos narrados con un nivel de detalle luminoso.
Peart anotaba todo el tiempo: mantenía diarios, mandaba mails que parecían correspondencia de la era victoriana, escribía notas para revistas especializadas en batería y posteaba ensayos y reseñas de libros en su página web. Si bien su educación formal terminó a los 17, jamás paró de trabajar en el gran objetivo vital de leer “todos los grandes libros”. Solía usar los cumpleaños de sus amigos como una excusa para mandarles “una historia contando toda su vida”, como dice riéndose el cantante y bajista de Rush, Geddy Lee.
“Así es como pienso”, me dijo Peart en 2015. “Hay una cita de E.M. Forster que dice: ‘¿Cómo saber lo que pienso si no veo lo que digo?’. Para mí, eso pasa cuando escribo”.
Peart abandonó la batería luego del último show de Rush en agosto de 2015, poco tiempo antes de su cumpleaños 63. Pero esperaba seguir con su carrera de escritor, que le ocasionaba menos cansancio físico que darle porrazos a una batería gigante. Buscaba una vida tranquila. Había trabajado de nueve a cinco en lo que él llamaba su “cueva”, un garaje en el que tenía su colección de autos antiguos y que también funcionaba como oficina, a una cuadra de su casa en Santa Mónica, California. El resto del tiempo estaba con Carrie Nuttall, su esposa desde hacía 20 años, y Olivia, la hija de ambos en edad escolar, que lo adoraba. Planeaba pasar veranos con ellas en su propiedad junto a un lago en Quebec, no muy lejos de donde estaba Le Studio, el sitio pintoresco en el que Rush grabó Moving Pictures y otros discos.
Antes del comienzo de la última gira de Rush, Peart pudo echar un vistazo de la vida cotidiana que deseaba. No veía la hora de volver a ella. Era una estrella de rock que anhelaba una existencia mundana como un robot de oficina fantasea con una vida de estrellato. “Era difícil para mí alejarme de una vida doméstica alegre y de una vida creativa alegre”, me dijo en 2015, sorbiendo un Macallan en su garaje antes de la gira. “Esperaba a que Olivia se fuera a la escuela y me venía acá. Yo me levanto temprano, y ella también. Después buscaba mi almuerzo y volvía acá. Y no me parecía insignificante. Al revés: iba por Olympic hasta el Starbucks o el Subway, y pensaba: ‘¿No es genial esto?’”.
Después de la gira, Peart se dedicó a disfrutar su vida nueva. Cuando no estaba en su cueva, hacía trabajo voluntario en la biblioteca de la escuela de Olivia. “Olivia estaba encantada”, dice Nuttall. “Podía ver a papá en la escuela todo el tiempo”. A la noche, volvía a casa y hacía la cena para la familia. “Vivía exactamente como quería, por primera vez en décadas”, dice ella. “Era un momento muy dulce, muy feliz… y después los dioses, o como quieras llamarlo, nos lo arrebataron”.
“Me pone muy mal”, dice Lee, “que haya tenido tan poco tiempo para vivir la vida por la que luchó tanto”.
Peart empezó a hacer crucigramas en el diario en los setenta, cuando viajó a Inglaterra desde su Canadá natal para probar éxito como baterista. Terminó como encargado de un local de souvenires, con mucho tiempo libre en los largos viajes en subte. Durante las últimas décadas, el ritual de hacer el crucigrama dominical del New York Times era ineludible. En junio de 2016, le sorprendió encontrar dificultades para terminarlo. “No lo entendía”, dice Ray Danniels, manager de Rush durante muchos años. “‘¿Qué pasa?’”.
Peart no dijo nada, pero en el siguiente verano ya mostraba señales de lo que Nuttall pensó que era una depresión. Le sacó el tema a Danniels durante una visita a la casa del manager en Muskoka, Ontario. “Le dije: ‘Carrie, tiene todo lo que quiere’”, recuerda Danniels. “‘Ganó. Tiene lo que quería, tiene su libertad. Tiene mucha plata de la última gira. Esto no es depresión’”.
A fines de agosto, Nuttall y la madre de Peart lo notaron más callado de lo habitual. Cuando hablaba, “cometía errores con las palabras”, como más tarde les dijo a sus compañeros de banda. Fue al doctor y, tras una resonancia magnética, terminó en cirugía. El diagnóstico era oscuro: un glioblastoma, un cáncer de cerebro muy agresivo, con un tiempo de vida promedio de entre 12 y 18 meses.
Una prueba genética del cáncer sugirió que era inusualmente tratable, y Peart vivió hasta el 7 de enero de 2020, más de tres años desde su diagnóstico inicial, lo cual, en el caso de esta enfermedad, calificaba como “sobreviviente de larga duración”.
“Tres años y medio después”, dice Lee, “se fumaba un cigarrillo en el porche. Era como decirle ‘Fuck you’ al cáncer, con todas las letras”.
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Poco tiempo antes de la cirugía, Peart llamó por FaceTime a Alex Lifeson, el guitarrista de Rush, para su cumpleaños, lo cual era raro. “Era muy poco habitual que te llamara, porque no se sentía cómodo en el teléfono”, dice Lifeson. “Te mandaba unos mails hermosos. Pero no le gustaba mucho hablar. Yo estaba shockeado, pero me di cuenta de que había algo raro. Pensé que podía ser una mala conexión. Pero no parecía normal. Y después me quedé pensando”.
Un par de semanas después, Peart le mandó un mail al resto de la banda con la noticia. No se guardó nada. “Básicamente, soltó todo de una”, recuerda Lee.
‘Tengo cáncer de cerebro. No es un chiste’. Cuando recibió el mensaje, Lifeson estaba en un campo de golf. “Me puse a llorar ahí mismo”, dice.
“Entrás en modo luchador”, dice Lee. Para Lifeson y Lee, la prioridad pasó a ser buscar oportunidades para ver a su amigo, que vivía lejos de su base en Toronto.
Peart manejó la enfermedad con una fuerza y un estoicismo heroicos, luchando por sobrevivir. “Era un tipo duro”, dice Lee. “Obviamente, estaba enojado. Pero tuvo que aceptar tantas cosas horribles. Se volvió muy bueno a la hora de aceptar noticias de mierda. Y estaba OK. Hizo lo posible por sobrevivir lo que pudiera, por su familia. Y lo hizo increíblemente bien... Aceptó su destino, sin dudas mejor de lo que lo hubiera hecho yo”.
Había algo de fatalismo en Peart, quien había compuesto infinitas canciones sobre el carácter azaroso del universo, y luego vio que su propia vida se lo demostraba. En 1997, su hija Selena murió en un accidente de autos camino a la universidad; su esposa Jackie murió de cáncer poco tiempo después. La sensación de pérdida de Peart era tan grande que, más allá de su veta racional, no podía evitar preguntarse si no tenía un maleficio.
“Mi hija murió a los 19 años, y mi esposa a los 42. Yo tengo 62, y sigo”, me dijo en 2015, conversando sobre su negativa a dejar de fumar (no se cree que sea una causa del glioblastoma). “¿Cuánta gente murió más joven que yo? ¿Cuántos bateristas murieron más jóvenes que yo? Ya estoy en tiempo suplementario… Algo me va a matar. Mirá, yo ando en moto. Ando en autos rápidos. Ando mucho en avión. Es una vida peligrosa. Me gusta una cosa que me dijo un viejo motoquero: ‘Si te gustan las motos, es algo que te va a matar. El truco es sobrevivir lo suficiente como para que otra cosa te mate antes’”.
Más allá del alarde, no podía tolerar la idea de abandonar a su hija. “Eso le molestaba muchísimo”, dice Danniels. “Le molestaba cómo se había cerrado el círculo. Primero el dolor de haber perdido a una hija. Y ahora el de abandonar a otra”.
Peart también debió atravesar un duelo, dice Nuttall: un duelo “por el futuro que no iba a tener y por todo lo que se iba a perder con Olivia y conmigo. Y con la vida en general. Si había alguien que vivía con integridad, era Neil. Y quería hacer muchas cosas más. Cuando dicen: ‘Oh, qué estoico que fue, aceptó su destino’, y todo eso... Sí, fue así. Pero también le rompió el corazón”.
Estaba decidido a aprovechar el tiempo que le quedaba al máximo, como siempre había hecho. “¿Qué es lo más excelente que puedo hacer hoy?”, solía preguntarse Peart. La respuesta muchas veces significaba andar a toda velocidad en una moto BMW en un parque nacional antes de tocar la batería en un estadio techado.
“Vivió una vida rica y profunda”, dice uno de sus amigos más cercanos, el ex baterista de Jethro Tull Doane Perry. “No perdía el tiempo. Podía pasar tiempo solo, leyendo un libro en su casa del lago en Canadá, con la misma intensidad con la que tocaba un recital para decenas de miles de personas”.
La necesidad de privacidad de Peart era cada vez mayor. Solo algunos amigos cercanos sabían de su enfermedad, un secreto que lograron mantener hasta el final. Para Lee y Lifeson, que hacían entrevistas y desviaban los llamados de otros amigos preguntando por los rumores, el peso del ocultamiento era grande. “Neil nos pidió que no dijéramos nada”, dice Lifeson. “Quería estar en control. Lo último que querés es que la gente venga a tu vereda a cantar ‘Closer to Heart’ o algo así. Era algo que le daba miedo. No quería ninguna atención. Y fue sin dudas difícil mentirle a la gente o cambiarle de tema. Fue muy difícil”.
Peart siempre evitó las conversaciones innecesarias sobre temas difíciles con un gesto con la mano y un “no importa” muy sincero. Es lo que les decía a sus amigos si trataban de hablar de la enfermedad o el tratamiento. “No quería perder el tiempo que le quedaba hablando de esa mierda”, dice Lee. “Quería divertirse con nosotros. Y hasta el final siempre quiso hablar de cosas verdaderas”.
Peart no se quejaba nunca, bromea Lee, “excepto que se quedara sin cigarrillos”. “Una vez llegué sin nada para tomar”, agrega Lee, un serio coleccionista de vinos. “Y yo soy famoso por ir a su casa con lo que él solía llamar mi ‘cubeta de vinos’. Y una vez no llevé nada. Estaba en shock. Así que, obviamente, al día siguiente Alex y yo fuimos a una licorería y le caímos con un par de botellas. Y todo volvió a estar bien”.
El baterista también superó su largo rechazo a la nostalgia y el recuerdo, y se pasaba horas escuchando su catálogo con Rush. “Cuando hablamos de su intenso deseo de aprender”, dice otro amigo suyo, Matt Scannell, líder de Vertical Horizon, “esto implica una actitud de preguntarse qué es lo nuevo, qué es lo que se viene, todo el tiempo. Cuando le mandaba CD, si era viejo, no le interesaba. Pero me pareció lindo que al final logró disfrutar de mirar el pasado, algo que antes le parecía repugnante”.
“No creo que ninguno de nosotros escuche su propia música vieja”, dice Lifeson. “Está terminado, ya está. Pero creo que él estaba revisando sus logros en términos musicales. Y creo que le sorprendió descubrir lo bien que había salido todo. Creo que eso pasa, a veces te olvidás. Fue interesante verlo sonreír y sentirse bien. Cuando todavía podía escribirnos, nos contó que estaba revisando nuestros temas viejos, y lo buenos que le parecían”.
A Lee no lo sorprendió. “Conozco a Neil”, dice, “y sé que sabía el tiempo que le quedaba, y es natural que haya repasado el trabajo de su vida. Y sé que sintió orgullo y quería compartirlo con Alex y conmigo. Cada vez que lo veíamos quería hablar de eso. Quería que supiéramos lo orgulloso que estaba”.
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Fly by night, el disco debut de Rush, empieza con la intro de “Anthem”: guitarra, bajo y batería enganchados en un riff con una síncopa brutal, en un compás de 7/8, con uno de los trabajos con hi-hat más maravillosos de la historia del rock. Luego la canción se transforma en una feroz defensa del individualismo inspirada en Ayn Rand. La influencia de Rand en esa época fue importante para Peart, algo que se adhirió a su imagen pública durante décadas. Pero al poco tiempo la consideró como un apoyo filosófico e intelectual pueril, por decir lo menos. Finalmente se declaró un “libertario de buen corazón”, y en 2015 le dijo a ROLLING STONE que planeaba votar a los demócratas luego de obtener la ciudadanía estadounidense.
En el disco anterior de Rush, grabado con un baterista mucho más limitado, John Rutsey, Lee cantaba básicamente piropos (Hey, baby, son las ocho menos cuarto/ estoy de buen humor”) sobre imitaciones de Led Zeppelin. Ahora gritaba ideas filosóficas sobre un metal progresivo muy estimulante, un género que el grupo inventaba a su camino.
Peart se pasó la infancia en una granja familiar, hasta que su padre (dueño de un negocio de autopartes) mudó a la familia a Port Dalhousie, un suburbio de la pequeña ciudad de St. Catharines, Ontario. Hasta la adolescencia, su vida fue relativamente idílica. Pasaba casi todo el tiempo al aire libre, cultivando una conexión con la naturaleza que mantendría hasta el final. “El lugar donde se sentía más cómodo era en la naturaleza, con cierto grado de soledad”, dice su amigo Doane Perry.
Hubo un incidente profundamente traumático. Nadando en el lago Ontario a los 10 años, Peart se cansó y trató de agarrarse de una boya salvavidas, pero unos chicos más grandes pensaron que sería gracioso impedírselo. Peart se agitaba en el agua, sentía que se iba a ahogar. A último minuto, dos compañeros de clase le salvaron la vida. Eso dejó a Pearl con una cierta desconfianza hacia los extraños y el momento volvería a su mente años después, cuando se veía en medio DE una manada de fans. Desarrolló una fobia a sentirse “atrapado” que lo llevaría a experimentar una profunda incomodidad con la fama y una necesidad constante de escapar del mundo de las giras de rock.
Peart era lo suficientemente brillante como para saltearse dos grados, y empezó la secundaria dos años antes. Empezó a tomar clases de batería, practicando un año entero sin tener la suya propia. El primer interés de Peart por el instrumento fue cuando vio The Gene Krupa Story, una biopic sobre el baterista de big bands; el jazz de big bands era la música preferida del papá de Peart, quien más tarde intentaría integrar una. Keith Moon, el salvaje baterista de The Who, se convirtió en su ídolo, pero cuando Peart desarrolló su propia técnica se dio cuenta de que en realidad no quería tocar como Moon. El caos no le gustaba. Peart buscó la forma de encarnar la energía de Moon sin perder su propio espíritu, tocando arreglos aún más vistosos y extravagantes, pero también más precisos y cuidadosamente compuestos, para los que seguía una lógica tridimensional. (Incansable, Peart, en sus últimos años, hizo el camino contrario y empezó a trabajar en su costado más de improvisación).
El Peart adolescente se dejó el pelo largo y empezó a usar una capa y zapatos violetas. A los jóvenes de su pueblo eso no les impresionaba. “Fui totalmente feliz hasta la adolescencia”, me dijo, “cuando de repente, no sé si era un freak, pero el mundo me volvió consciente de mi rareza”. Tocaba en sus primeros grupos, obsesionado con su instrumento. Solo dejaba de ensayar cuando los padres lo obligaban. “Desde que empecé, lo único que existía para mí era la batería y la música”, dijo Peart. “Hasta entonces me fue bien en la escuela; después, ya no me importó más nada”.
Dejó la escuela a los 17 y al año siguiente se fue a Londres. Pasó 18 meses ahí y volvió a Canadá con ideas diferentes sobre su carrera musical. Decidió que no podía seguir tocando música en la que no creyera, solo por dinero. Buscaría un trabajo durante el día y tocaría únicamente para divertirse. “Decidí no traicionar nunca los valores de ese chico de 16 años, jamás venderme, jamás agachar la cabeza”, me dijo.
Lo ofendía lo que le parecía un comercialismo indulgente y corrupto del mundo del rock; en la frase sobre el “sonido del vendedor” que luego incluyó en “The Spirit of Radio”, había un desprecio sincero. Tras un breve paso por la disquería local, donde conoció a los hermanos de Jackie Taylor, su futura esposa, aceptó un trabajo como manager de la tienda de su padre, donde ayudó a computarizar el inventario.
El primer intento de Pearl de tener una vida común duró apenas un año, hasta que lo reclutaron para una prueba con un grupo de Toronto que ya había firmado con un sello grande. Peart se sumó a Rush, y así dio inicio a 40 años de grabaciones y giras. “Si lo ves en las fotos de la primera época”, dice Lee, “tenía una sonrisa enorme. Fue feliz durante mucho tiempo. Solo después de años de trabajo muy arduo empezó a perder esa sonrisa”.
Sin embargo, desde el principio para Peart el tiempo libre de las giras le parecía ocioso. Empezó a usarlo, leyendo pilas de libros cada vez más grandes y completando los baches de su educación. Al mismo tiempo, adornaba los primeros discos de Rush con las letras más inusuales y coloridas del rock. Al principio se basaba en su amor por la ciencia ficción, el género fantástico y Ayn Rand. En los ochenta pasó a preocupaciones más terrenales. La opereta monumental y alegre con la que el grupo explotó en 1976, “2112”, era absolutamente seria en su defensa furiosa de la libertad personal. Los sacerdotes de Syrinx, que controlaban todo en esta sociedad distópica, eran una obvia referencia a los ejecutivos de las discográficas que querían que Rush sonara más como Bad Company (y para los fans adolescentes, una referencia a sus padres que no los entendían).
En Rush y en la escritura de Peart en los setenta había más humor de lo que los críticos supieron ver. Por ejemplo, “By-Tor and the Snow Dog”, de 1975, estaba inspirada en los apodos de dos perros de Danniels. “Me acuerdo de que una mañana le dije a Geddy: ‘¿No sería gracioso hacer una pieza fantástica sobre By-Tor y Snow Dog?’”, me dijo Peart. Incluso en su momento más progresivo, Hemispheres, de 1978, el grupo fue suficientemente autoconciente como para darle el subtítulo “Un ejercicio en autoindulgencia” a “La Villa Strangiato”, una complejísima obra maestra instrumental.
“The Spirit of Radio”, de Permanent Waves, de 1979, estuvo a la altura de su título, y con ella Rush obtuvo mucho espacio en las emisoras, luego de lo cual vino su disco más vendido, Moving Pictures. El álbum incluía la maravillosa interpretación de Peart en “Tom Sawyer”, un tema con algunos de los arreglos de batería más memorables de la historia. Los Rush eran enormes y Peart no lo disfrutaba. Cuando escuchó el retrato de Roger Waters de la alienación en The Wall, de Pink Floyd, le escribió una carta felicitándolo por capturar sus propios sentimientos.
Peart nunca logró sentirse cómodo con su fama. A su amigo Matt Stone, cocreador de South Park, lo sorprendía mucho cuánto le molestaba a Peart que lo reconocieran en público, incluso al final de su carrera. “Era muy raro con la fama”, dice Stone. Por esa misma razón, a Peart le gustaban especialmente las fiestas de Halloween de Stone, donde podía conocer gente disfrazado y para una de las cuales se vistió de mujer.
Peart desarrolló estrategias para liberarse. “Llevaba una moto al micro de las giras y en los días libres me iba a andar por el campo”, me dijo, “y si las ciudades estaban a 150 kilómetros una de otra, iba en moto. Era lo que más me gustaba. Desaparecía todo el entorno y podía estar en un motel de pueblo en la mía. En esa época no había celulares ni nada. Éramos yo y la moto”. También hizo viajes extracurriculares. Fue a África y a China. La pobreza que vio en África lo transformó, y así la parte “de buen corazón” de su libertarianismo pasó al centro.
Peart quería cortar con las giras de Peart desde 1989, cuando su hija Selena tenía 11. “Después de muchas batallas internas, me di cuenta de que si me considero músico tengo que tocar en vivo”, me dijo. “Me gusta más ensayar que tocar en vivo. Tiene el desafío y la gratificación, pero sin la presión. Y no tenés que salir de tu ciudad”.
Peart sentía la intensa presión, noche tras noche, de tener que estar a la altura de su reputación. “No se consideraba tan talentoso como los demás”, dice Stewart Copeland, baterista de The Police y amigo de Peart. “Pero sentía la responsabilidad de ser el dios de la batería. Más un peso que una responsabilidad”.
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En mayo de 1994, en el estudio Power Station en Nueva York, Peart reunió a grandes bateristas del rock y el jazz, desde Steve Gadd hasta Matt Sorum y Max Roach, para un disco homenaje al gran baterista de swing Buddy Rich. Peart notó que uno de los músicos, Steve Smith, había mejorado mucho desde la última vez que lo había visto, y se enteró de que había tomado clases con el gurú del jazz Freddie Gruber. El año en que cumplió 42, cuando ya era considerado uno de los mejores bateristas del mundo, Peart contactó a Gruber y empezó a tomar clases. “¿Qué es un maestro si no un maestro-estudiante?”, le dijo Peart a ROLLING STONE en 2012.
Estaba convencido de que tocar con secuenciadores para las canciones de Rush de los ochenta le había endurecido su estilo, y quería relajarse. Más allá de sus esfuerzos y su talento, había algunas áreas que ni siquiera Peart podía conquistar: “Para ser franco, no creo que Neil jamás haya entendido el hi hat del jazz”, escribió con cariño Peter Erskine, quien pasó a ser el profesor de Peart en los 2000.
En su siguiente disco, Test for Echo, de 1986, Rush como grupo sentía algo de agotamiento creativo. Pero Peart consideraba que allí había hecho su mejor trabajo, gracias a un nuevo sentido del tiempo. También encontró una nueva forma de que las giras fueran tolerables, incluso disfrutables, viajando entre las fechas en su moto BMW. “Salgo al mundo real todos los días”, me dijo, “y veo gente en el trabajo, con sus vidas cotidianas. Y converso en zonas de descanso y estaciones de servicio y moteles y veo la vida americana todos los días”. Pasaron cinco años hasta que el grupo volvió a salir de gira.
El 10 de agosto de 1997, Peart y su esposa Jackie ayudaron a su hija de 19 años Selena a poner las valijas en el auto y a prepararse para su viaje a la Universidad de Toronto, donde empezaba su segundo año. Más tarde, a la hora en que ya debía haber llegado, Selena no llamó a sus padres para avisarles que estaba bien. Un par de horas después, un policía le tocó la puerta a Peart. En el funeral de Selena, Peart les dijo a sus compañeros que lo consideraran retirado, y Lifeson y Lee asumieron que era el fin de la banda. Jackie estaba destruida y a los pocos meses recibió un diagnóstico de cáncer con metástasis. Respondió “casi agradeciendo” la noticia, escribió Peart. Jackie murió en junio de 1998. Está enterrada junto a su hija.
Peart dejó todo atrás: se subió a la moto y se echó a andar. Estaba alienado de sí mismo. En un momento, vio uno de sus viejos videos educativos con la batería y le pareció ver a otra persona. Pero algo de él permanecía, “una pequeña alma bebé”, y se dispuso a hacer lo posible para alimentarla. Hubo épocas en las que buscó el “refugio de las drogas y el alcohol”, como dijo en su libro de memorias del período, Ghost Rider. En medio de su viaje, antes de embarcarse en una recorrida por México, Peart rompió con su aislamiento una semana y pasó tiempo en Los Ángeles con Andrew MacNaughtan, fotógrafo de Rush.
Una de las pocas cosas que lo hacían reír en esa época era South Park, así que Peart estuvo feliz de que MacNaughtan le presentara a Stone. “Andrew me dijo: ‘Viene Neil’”, recuerda Stone. “‘Vamos a ponernos en pedo’. Busqué algo de material para la fiesta y fuimos a Hollywood Hills. Por lo que había pasado, me dijo: ‘No hables de chicas. No hables de hijos’. Así que hablamos de arte, filosofía, rock & roll y viajes... Pero era un tipo que estaba jodidamente triste”.
En el transcurso de más de un año y más de 80.000 kilómetros de viajes en moto, Peart empezó a sanarse. Terminó afincándose en el sur de California, listo para empezar otra vez. “Cuando me mudé acá fue increíble. Mi vida era una valija, una moto y un equipo de música transportable”, me dijo. “Era todo lo que tenía. Alquilé un departamentito en el Santa Mónica Pier. Y me anoté en el gimnasio. Hacía yoga o gimnasia todos los días, andaba en moto, volvía a casa y escuchaba música en el aparato. Era genial”. Gracias a MacNaughtan conoció a Carrie Nuttall, una fotógrafa talentosa, y se enamoró. Se casaron en 2000. Peart llamó al grupo y les dijo que estaba listo para volver.
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En su aniversario 40°, en 2015, Rush era tan popular como en sus mejores épocas, habiendo sido absorbidos por los cánones del rock clásico y la cultura pop. Tras muchas reinvenciones estilísticas, habían vuelto a su abordaje inicial con el que resultaría ser su último disco de estudio, el conceptual Clockwork Angels, en 2012.
Pero Peart estaba una vez más cansado de las giras. Se llevaba muy bien con Olivia, que ya tenía 5 años. Y en la gira de 2012-13, las ausencias del padre eran perturbadoras para la niña. Peart siguió porque Lifeson se había agarrado artritis, y el guitarrista temía que fuera su última oportunidad de tocar. “Me di cuenta de que estaba atrapado”, escribió Peart, “así que volví al hotel y di vueltas por la habitación enfurecido, en un ataque de Tourette extremo”. Cuando se calmó, decidió seguir un consejo de Freddie Gruber: “Es lo que es. Aceptalo”.
La gira siguió y Lifeson empezó a sentirse mejor. El que sufría era Peart. Mantuvo su rutina en la moto: era un hombre de 62 años andando cientos de kilómetros por día, a veces bajo la lluvia, antes de recitales de tres horas. Se agarró una infección dolorosa en un pie, entre otros problemas. “Casi no podía subirse al escenario”, dice Lifeson. “Le dieron un carrito de golf. Y tocaba tres horas con la intensidad que ponía en cada show. Es maravilloso”.
Al principio de la gira, Peart se sentía bien y le dijo a Danniels que quizás aceptaría agregar más fechas. Pero sus sentimientos cambiaron con su situación física. “A mediados de la segunda parte de la gira”, dice Danniels, “me lo dejó en claro: ‘No puedo más. No quiero más’. Y me frustré”. La banda también, puesto que se encontraba en la mitad de una de sus mejores giras, con una lista de temas clásicos, tocados en sentido contrario al cronológico.
“Mi relación con él siempre incluyó convencerlo de cosas”, agrega Danniels. “Pero esta vez enojarse no era nada. Ya no era un caballo de carreras. Era una mula. Y a una mula no la movés... Finalmente cedí. Me di cuenta de que afectaría negativamente nuestra amistad”.
El grupo no volvió a hablar sobre el significado del último show de Rush, en el Forum de Los Ángeles, con entradas agotadas. “La conversación fue sobre el escenario”, dice Lee, “todo el show, con la mirada”. Peart dejó en claro que ocurría algo único y final, cuando caminó hasta el frente del escenario al terminar el recital. Era la primera vez que lo hacía en 40 años. “Fue un momento hermoso”, dice Lee.
Más allá de la sensación de cierre, siempre existió la esperanza de que el grupo encontrara la forma de continuar. “¿Si creo que Neil podría haber hecho algo más? Algo diferente. Puede ser una residencia en Las Vegas, algo así. Puede ser, antes de la enfermedad. Pero eso fue lo que impidió que volviera”.
Los años de la enfermedad de Peart estuvieron plagados de incertidumbre. Primero el cáncer estuvo en remisión, pero al año volvió. “Cada vez que te despedías de él, te estabas despidiendo en serio”, dice Lee. “Realmente no se sabía. Incluso cuando estaba bien. Fueron tres años y medio de no saber nada. Así que te despedías siempre con un abrazo fuerte”.
En una visita, Lifeson se quedó un par de días en L.A. solo. “Cuando me fui, le di un gran abrazo y un beso”, dice el guitarrista. “Me miró y me dijo: ‘Eso lo dice todo’. Para mí, ahí me despedí. Lo vi un par de veces más, pero todavía veo ese momento y lo siento”. La última vez que Lee y Lifeson vieron a su compañero de banda, lograron hacer una última cena junto a él y Nuttall, y con alcohol. “Nos cagamos de risa”, dice Lifeson. “Contábamos chistes y recordábamos recitales y giras y gente del equipo y esas cosas que hacíamos cuando estábamos en un micro o un camarín. Fue algo tan natural, tan lindo, tan íntegro”.
Cuando la enfermedad avanzó, Peart empezó a tener impedimentos, pero “hasta el final, estaba ahí”, dice Perry. Mantuvo la rutina de ir a su cueva todos los días y ahí recibía amigos. De hecho hizo una última fiesta de cumpleaños en 2019. Cuando ya no podía manejar, sus amigos Michael Mosbach y Juan Lopez lo empezaron a llevar hasta la cueva. Peart mantuvo su agenda hasta pocas semanas antes de su muerte.
No volvió a tocar desde el último recital de Rush. Pero en la casa tenía una batería. Era de Olivia, que estaba tomando clases. Los padres de Peart le habían permitido armar la batería en el living, y él hizo lo mismo con Olivia. “Neil dijo de inmediato: ‘Tiene talento’”, dice Nuttall. “Ella heredó lo que él tenía. Y por supuesto eso le daba alegría. Hacía un esfuerzo para que no se sintiera intimidada. No se quedaba sentado ahí mirándola en la clase. Desaparecía, pero la escuchaba”.
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Con la catástrofe global tras la muerte de Peart, fue un año oscuro y surrealista para sus amigos y familia. En un mundo con un tiempo congelado, es difícil procesar un duelo. “Siento que no fue hace mucho”, dice Lee. También hubo otros problemas en el mundo de Rush. Lifeson se enfermó en marzo de 2020 y fue hospitalizado con oxígeno un par de días. Dio negativo de Covid-19, pero positivo de la gripe. Ya se recuperó.
Un homenaje a Peart en Toronto debió ser cancelado, pero hubo una pequeña cena con la banda y amigos en Los Ángeles y un homenaje organizado por su viuda semanas después. Dice Perry: “Fue una tarde hermosa, un momento de sanación para todos”. Algunos amigos de Peart (Scannell, Perry, Copeland, su colaborador en la escritura Kevin Anderson) hablaron frente a una audiencia que incluía a sus compañeros de banda y otros bateristas famosos: Taylor Hawkins de los Foo Fighters, Chad Smith de los Red Hot Chili Peppers, y Danny Carey de Tool. Al final, Olivia, de 11 años, habló sobre su papá.
“Cuando Neil se murió, nuestra vida quedó patas para arriba”, dice Nuttall. “Ocho semanas después, estábamos solas en casa y fue duro”.
Desde la muerte de Peart, Lee y Lifeson no sintieron el mínimo interés de agarrar los instrumentos. “Me encanta tocar, y nunca quiero tocar”, dice Lifeson, en una videollamada con Lee. “Siempre pensé: ‘Cuando sea viejo y me cague encima, igual voy a querer seguir tocando’. Pero no. Cuando se murió, ya no me pareció importante, no me dieron ganas. Supongo que el deseo volverá”.
“Durante mucho tiempo”, dice Lee, “no tuve ningún deseo de tocar... Siento que hay música en mí y en Big Al. Pero no hay ningún apuro”.
Mientras hacen el duelo, Lee y Lifeson se ajustan a la idea de que Rush puede haber terminado. “Terminó, ¿no? Ya está”, dice Lee. “Estoy muy orgulloso de lo que hicimos. No sé qué voy a hacer con la música. Y estoy seguro de que Al tampoco. Pero la música de Rush será siempre parte nuestra. No dudaría en tocar las canciones, siempre que el contexto sea apropiado. Pero al mismo tiempo, hay que respetar lo que hacíamos los tres, con Neil”.
Después del último show de Rush, en lugar de salir disparado con la moto, Peart se quedó. Por primera vez disfrutaba del tiempo en el camarín. “Estaba exultante”, dice Lee. Neil Peart había terminado su trabajo, había cumplido con sus estándares, jamás había traicionado los ideales de sus 16 años. Seguía tocando en la cima de su nivel.
“Sentía que era un trabajo bien hecho”, dice Scannell, que se quedó con él esa noche. “¿Y quién podría negarlo?”.